La crónica de los últimos días de la presidencia de Donald Trump será un relato fascinante de delirio y caos en el ocaso del poder de un fanfarrón esperpéntico. Espectáculo surrealista de un jefe de Estado incitando a una turba de sus más violentos seguidores a iniciar un asalto al Capitolio. Camorristas que evocan la llegada de los bárbaros a Roma con sus cuernos y sus pieles. Alborotadores con gorras rojas de “Make America Great Again”, banderas confederadas y sucios uniformes de milicianos rompiendo cristales bajo una gloriosa cúpula que hasta hace muy poco parecía brillar al sol como un faro de la democracia. Pero por escandalosa que sea, imposible considerar a la ignominia del 6 de enero de 2020 (“día que vivirá en la infamia”) como una sorpresa. Fue un clímax de una presidencia impregnada de demagogia, teorías conspirativas, incitaciones a la violencia y desprecio a la ley. Fue la consecuencia inevitable de años de desinformación, instigación a la violencia y discurso de odio por parte de Trump, sus colaboradores y sus propagandistas mediáticos. Es el fruto del engaño a millones de incautos que creyeron en la falacia del fraude electoral.
El caudillo reculó y probablemente los días que quedan de su maligna presidencia sean relativamente tranquilos. Después de la jornada de sangre y odio garantizó una “transición pacífica”, y los intentos de destituirlo mediante la aplicación de la Enmienda 25 de la Constitución o por un nuevo proceso de impeachment se quedarán cortas de tiempo. Pero el acto de insurrección que destrozó una tradición de más de 220 años de transferencias pacíficas de poder en Estados Unidos no debe quedar impune. Urge un ajuste de cuentas. En juego está la viabilidad de la democracia en Estados Unidos y el importante ejemplo que representa para el resto del mundo. Hoy los hombres fuertes de los cinco continentes festejan la humillación, pero en el fondo el comportamiento sedicioso de Trump fue un acto de irresponsabilidad, la atroz falla de cálculo de un megalómano caprichoso que carece por completo de la inteligencia estratégica de un político realmente maquiavélico. Narciso se pasó de la raya. Pero ahora urge que el sistema político norteamericano demuestre sus reflejos y asuma esta crisis como una oportunidad.
A final de cuentas, el vandalismo no logró su objetivo y solo facilitó la certificación del triunfo electoral de Biden. Los dos republicanos más importantes del país después de Trump, el vicepresidente Mike Pence y el líder senatorial Mitch McConnell, quienes habían servido a Trump como fieles palafreneros durante cuatros años, se deslindaron del jefazo y desistieron de unirse al esfuerzo inútil pero destructivo de anular el resultado de las elecciones. También lo hicieron varios senadores republicanos que habían tenido la peregrina idea de secundar la vesania trumpista. Los republicanos se empiezan a dar cuenta de que el presidente es un lastre electoral. Sí, ciertamente tiene una muy numerosa y leal base, mucho de ella fanatizada, como se ha visto, pero la derrota el día previo al asalto del Capitolio en el hiperrepublicano estado de Georgia demuestra las limitaciones del atractivo electoral de Trump, las cuales irán creciendo con el tiempo. El Partido Republicano tiene un gran dilema: el trumpismo es lo suficientemente fuerte como para no poder desatenderlo, pero ya no está alcanzando para ganar elecciones. Es hora de matar a la bestia y la mejor forma será un castigo ejemplar a los desmanes del Capitolio. La fiscalía debe ser directa y rápida. Toda persona que invadió y profanó la sede el Poder Legislativo debe ser procesada y sancionada. Aplica una serie de cargos criminales, sobre todo violencia inducida y destrucción de bienes del gobierno federal. Las pruebas son sustanciales y abundantes. Los violentos posaron para fotos y videos, proporcionaron a los medios de comunicación sus nombres y ciudades de procedencia y publicaron sus hazañas en las redes sociales.
Pero las decisiones más difíciles corresponderán al castigo a los grandes instigadores: el presidente, Giuliani, Don Trump Jr. y otros oradores en la manifestación en la que pidieron a miles de bellacos marchar al Capitolio e impedir la certificación del conteo del Colegio Electoral. Las palabras dichas por estos malandros deberán ser evaluadas en el contexto de la libertad de expresión, pero las hipérboles del discurso de odio no están constitucionalmente protegidas. Hay límites al respeto que debe darse a quienes incitan a una turba a la violencia. Por eso son procedentes contra Trump y sus asociados los cargos de incitación a la violencia y conspiración para cometer sedición, y eso a pesar de nuestro Peje, sí nuestro inefable presidente, el único jefe de Estado que salió a defender a Trump en esta aciaga hora. “No me gusta que a nadie lo censuren y le quiten el derecho de transmitir un mensaje en Twitter o en Face, no estoy de acuerdo con eso, no acepto eso”, declaró nuestro pequeño aspirante a dictador, quien se distingue por propalar discurso de odio, descalificaciones e insultos todas las mañanas. Por eso es tan importante el castigo a Trump: que sirva como espejo a los demagogos con aires de tiranos. Y quienes creemos en la democracia a lo largo de todo el planeta debemos tomar nota de lo que sucede cuando los populistas agitan sistemáticamente el resentimiento contra las instituciones democráticas. Sí, la democracia prospera en la contradicción y el debate, incluso en el desacuerdo. Pero muere cuando la fuerza bruta silencia al otro, cuando el odio rompe todos los límites de la decencia y el respeto.
Urge procesar a Trump y demostrar que Estados Unidos no tolera este tipo de conductas ni siquiera viniendo de expresidentes. Se ha sembrado una perniciosa desconfianza hacia la democracia en numerosas y amplias franjas de la población del país. La mayoría de los votantes de Trump no son violentos, pero millones de ellos creen en mentiras. Esto plantea la necesidad de que el motín del 6 de enero represente mucho más que la muerte violenta de una presidencia fallida. Debe marcar el inicio del reverdecimiento de la democracia y de las esperanzas de Biden de curar las divisiones que azotan a Estados Unidos. De lo contrario, radicales y autoritarios más inteligentes que Trump tendrán en el “trumpismo” una sólida plataforma para seguir fomentando el extremismo y la polarización.