El pasado 1º de diciembre, un señor al que produce deliquio el sonido de su propia voz–perora autoelogios todos lo días, en público y ante las cámaras, una, dos y hasta tres horas–, habló menos que de costumbre –sólo una– y no vapuleó (demasiado) a nadie –apenas se deshizo de algunas culpas propias, arrojándolas, como siempre, al ya de por sí abultado costal de sus antecesores. No bastan, sin embargo, tan pequeñas desviaciones del guión cotidiano para hacer del acto hecho relevante, por lo que nada tengo que decir al respecto.
Mucho más importante me parece ocuparme de otro discurso, proferido no el 1º de diciembre sino un día antes, por otro señor que también habla a diario pero que, a diferencia de éste, querría dejar de hacerlo lo antes posible. Es concebible pensar que si algo anhela Tedros Adhanom, director general de la Organización Mundial de la Salud, es que la pandemia termine y, recuperada cierta normalidad en el mundo, poder regresar a la construcción de acuerdos y políticas para la cooperación internacional en materia de salud, en vez de entregarse todos los días al tristísimo ejercicio de recitar cifras de enfermos y muertos que se cuentan por millones y bregar con las carencias, inercias y vicios de los gobiernos del mundo para tratar de que las bajas sean menos.
Adhanom es etiope, no mexicano. Tiene un trabajo, es de suponer que estimulante y bien remunerado, como cabeza de un organismo internacional. No milita en el PAN, el PRI, el PRD o MC, no pública en Reforma o en El Universal, no es socio de Constellation Brands ni tiene una empresa que pretenda invertir en energía eólica en México. Por tanto, no tiene el menor interés en el beneficio o el perjuicio político de actor alguno en nuestro país, incluido el presidente de la República. Su objetivo es mucho más modesto y mucho más ambicioso: cumplir con la encomienda pública internacional de salvar vidas.
No cabe, por tanto, lectura política alguna en su admonición de hace unos días sobre la gestión de la pandemia en un México, que a su decir de experto, resulta “preocupante”. No necesitó aludir al subregistro mexicano de muertes por Covid 19: le bastó citar la cifra oficial de entonces casi 106 mil, y los más de un millón 100 mil contagios, para afirmar que, con respecto al Covid-19, México acusa “mala forma”, y pedir al país que se tome “muy en serio” un problema serio.
Esa misma noche, en su alocución diaria –ésta sí justificada por la situación sanitaria–, el funcionario del gobierno mexicano encargado del manejo de la pandemia, Hugo López Gatell, declaró que el director de la OMS no dirigía a ese mensaje al presidente de nuestro país, al secretario de Salud o a él mismo, y dio a entender que estaba más bien destinado a los ciudadanos con un “Hay que tomárselo en serio. No es momento de hacer bodas. No es momento de hacer festejos. No es momento de empezar a tener congregaciones”. Pórtense bien, chicos, dejen de hacer pilladas.
El subsecretario tiene razón en una cosa: no se trata de un mensaje ad hominem a él o al presidente de México –no digamos al evanescente e irrelevante secretario de Salud– ya sólo porque los organismos internacionales no se dirigen a personas sino a naciones. La comunicación, pues, tiene por interlocutor al Estado mexicano en tanto institución, no sólo por uso diplomático sino por lógica elemental: a diferencia del señor que perora en su Palacio, el presidente de la OMS no va por la vida de padre regañón sino de articulador de políticas públicas, que es el terreno en que está hecha la admonición.
En su palacio, el pregonero dedicó al día siguiente 227 palabras –poco más de dos minutos, todos de ruido y ninguno de silencio– al autoelogio de la gestión que su gobierno ha hecho de la pandemia.
Una hora después era anunciado el negro saldo oficial de la jornada: 8 mil 819 nuevos contagios, 825 nuevos muertos.
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