Nuestro Peje, ¡vaya problema! Ahora fustigando a la clase media, aunque no es la primera vez. ¿Resultado de haber mal digerido elementales manuales marxistas durante su dilatado paso por la Facultad de Ciencias Políticas? ¿Influencia de trasnochados teóricos del neo populismo? ¿Crudo resentimiento? No lo creo. El jefe del Estado mexicano (siempre que escribo esto siento un leve escalofrío) padece lo que algunos llaman síndrome “del iluminado” (Muñoz Ledo Dixit).
Los individuos como él sienten tener una misión única en la vida. Necesitan pontificar por aquí y por allá sobre “todo lo malo y perverso” que es el mundo y “todo lo bueno que son ellos y quienes piensan como ellos”. Esta gente es insoportable. Obsesionados por el tema del bien y el mal, los iluminados empiezan, en algún momento de su vida, a obsesionarse con un tema donde pueden proyectar su presunta superioridad moral y satisfacer su insufrible necesidad de cumplir con su “elevada misión” de guiarnos por el buen camino a pesar de nosotros mismos, despejar nuestra ignorancia, aliviar nuestras penas y perdonar nuestros pecados.
Nuestro Peje es misionero y cruzado. Jamás abandonará su actitud moralizante por una óptica más racional o más tolerante hacia la defectuosa condición humana. Los iluminados son paladines del todo o nada y, por supuesto, están atados a un maniqueísmo arisco. Para el profeta de Palacio Nacional nuestro deber es hacer frente al “mal” sin considerar más variables que las que le dicta su moralina en algo tan impreciso y humano como es la política. El objetivo es potenciar su neurosis hasta convertirla en la de todos, y en el ejercicio perverso de ese delirio no tiene reparos en deformar la realidad objetiva que le rodea y a los seres humanos que la habitan.
Esta cruzada está en el fondo de su pleito de la clase media. No es tanto que la odie, más bien es aversión al perverso individualismo, al egoísmo de lo que el llama “aspiracionismo” de gente que no es lo suficientemente buena porque (él supone) busca tener éxito en la vida sin importarle los demás. Todo esto es anatema de la que, junto con el nacionalismo revolucionario, es la principal fuente ideológica del presidente: el cristianismo social, o más precisamente la llamada “opción preferencial por los pobres”, que se expresa no solo en el compromiso con los desposeídos, sino también con la exigencia de austeridad para los miembros de la Iglesia. Uno de los corolarios de la opción preferencial por los pobres es la propuesta de “una Iglesia pobre para los pobres”, atribuida al obispo de El Salvador monseñor Romero, asesinado en 1980. Inculcó tales conceptos en nuestro señor presidente su paisano y amigo, el ya fallecido sociólogo Rafael Landerreche, exintegrante del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas, promotor del ideario pacifista de Gandhi en combinación con una interpretación del cristianismo que le es propia a la teología de la liberación.
La influencia de esta corriente cristiana de la “opción preferencial por los pobres” es patente en las constantes referencias religiosas de los discursos de AMLO, así como el rechazo a la acumulación de riqueza, la austeridad y la inmersión genuina en el pueblo. Todos estos tan bonitos y nobles designios conducen a una guerra contra el individualismo. ¡Todos a ser buenos, faltaba más! Muy bien, pero López Obrador no ha entendido que fue electo para fungir como jefe de Estado de todos los mexicanos, no para sermonearnos todas las mañanas.
Esos “aspiracionistas”, esos fariseos “que, eso sí, van a la iglesia o al templo todos los domingos”, como lo reprochó san Andrés podrán ser algo egoístas, horribles si se quiere, pero son ciudadanos, pagan impuestos, y la labor del presidente es respetarlos y trabajar para garantizarles, en la mayor medida posible, condiciones para su éxito, no reprochar sus ambiciones. Obviamente, nuestro Peje equivocó la profesión, debió haber sido misionero, cura o pastor. No lo fue (¿mala oratoria?) y ahora tenemos que soportarlo todas las mañanas.
Por cierto, este concepto de caridad cristiana poco tiene de “progresista”, “izquierdista” o “revolucionaria” porque reproduce relaciones verticales y de patronazgo. AMLO le es fiel a nivel retórico al anacrónico nacionalismo revolucionario y a cierta “izquierda” (aunque jamás se ha identificado con esa categoría), pero su vocación social está imbuida en religiosidad. Nos quiere el Sr. Presidente a todos igual de buenos que él y por eso se indigna cuando no aceptamos ver nuestros salarios reducidos o nos negamos a hacer todo género de sacrificios por la patria y por los pobres, pero esta visión es mera mojigatería porque es vertical y reproduce las relaciones de poder: los ricos y clasemedieros ofrendando algo de lo que tienen a los pobres.
En cambio, la genuina política social es horizontal y empodera al que la da y al que la recibe. Los programas sociales de AMLO tienen un aire innegable de caridad cristiana que, de pasada, sirven para armar andamiajes clientelares. Por supuesto, el Estado debe proteger a los más vulnerables, pero no solo limitándose a garantizar mínimo de sobrevivencia, sino garantizando igualdad de oportunidades para todos.
Todo esto tiene un alto contenido de mesianismo. Alguna vez la revista The Economist (hoy tan vilipendiada por el pejismo más rabioso) escribió sobre Richard Nixon: “Ningún líder político es un ángel y ha habido hombres buenos que han sido malos presidentes, pero la presidencia es el trabajo equivocado para un hombre amoral. Por otro lado, debe decirse que predicadores y mesiánicos también son malas opciones”.
Y, en efecto, estos personajes suelen ser malos gobernantes por estar convencidos de verdades para ellos inalterables y, por lo tanto, desprecian desde su altura moral a todos los despistados que no han sido iluminados como ellos. Esta convicción genera una intolerancia con altos costos para los individuos y para las sociedades.