Su figura menuda, su imagen distorsionada por el espejo de un tiempo lejano, se desliza con seguridad a través de los corredores del poder. El bigote tupido y canoso se templa en sus extremos como si fuera una sonrisa burlona o una burda imitación de Lenin, el líder principal de la Revolución de Octubre. Así, tan ridículamente parecidos que hasta las mangas del traje les quedan largas.
La calvicie que corona el cráneo de Pablo Gómez recuerda la estéril lucha contra el tiempo, mientras que la voz ronca que suena a gruñido, intenta imponer respeto donde sólo queda menospreció y desdén. Su mirada, antes astuta y ambiciosa, ahora refleja vacuidad. Sus ojos sólo reflejan el brillo de sus joyas y relojes de lujo. Como adujera José Emilio Pacheco, se ha convertido en todo aquello contra lo que dijo luchar.
Ese señor se ostentó durante buena parte de su vida como líder estudiantil sin haberlo sido, ese fue el escalón que eligió para convertirse en cortesano del poder. Peor aún, en instrumento de persecución y control de la disidencia. El asunto no es trivial. Durante su juventud hasta su madurez, Pablito pregonó que formó parte de las revueltas de 1968 y 1971 que fueron aplastadas por la represión. Ahora sabemos que su odisea fue un invento para eludir su auténtica cobardía.
Gómez debe sentirse satisfecho, casi sesenta años después de aquellas aventuras fantasiosas, bebe a la salud del proletariado, vino Petrus Merlot de más de 100 mil pesos la botella, y come los mariscos y moluscos más selectos del Mediterráneo. Ya no escucha La Internacional sino a Mozart, en particular su estilo galante que tanto maravilló a la aristocracia. Su revolución, en fin, se ha convertido en una vida de dispendio y lujos. Sin embargo, debe seguir hablando de justicia social, de igualdad y libertad, con la misma convicción con la que un actor recita su papel o con el mismo ardor histriónico con el que dirigió al Partido Socialista Unificado de México, el PSUM, aunque la verdad es que Pablito Gómez nunca creyó en la causa sino en su propia supervivencia. Aunque ello incluso le hubiera significado alistarse en el regimiento del gran líder para destrozar a la democracia e instaurar un régimen autoritario en la República de la Esperanza.
En el restaurante Au Pied de Cochon, en Polanco de la Ciudad de México, los meseros le dicen “Señor Morsa”, entre bisbiseos y risas mustias. Nada más y nada menos es el Jefe de la Unidad de Inteligencia Financiera quien ocupa la mesa para pedir su crema de espárragos, camarones a la diabla y la botella de Francia que tanta sed le provoca. Pablito sabe donde husmear y donde no. Nunca lo hará en las arcas de Ignacio Ovalle aunque sea el responsable de un saqueo al erario por más de 17 mil millones de pesos, porque es amigo del jefe máximo de la República. Menos revisará las cuentas de los tres hijos mayores del Presidente. En cambio, es capaz de inventar cualquier delito, así lo exige su causa, para diezmar a los adversarios del presidente o a los periodistas que documentan la ineficacia del gobierno federal. El cargo de Pablito y que su familia esté incrustrada en cargos públicos importantes, debe tener un precio.
El líder imaginario está por cumplir 78 años. Puede sentirse orgulloso: la revolución le hizo justicia. Ha sido disciplinado como un bolchevique frente al Comité Central desde que pretendió la candidatura al gobierno del Distrito Federal pero lo impidió un acuerdo entre el entonces presidente Ernesto Zedillo y Andrés Manuel López Obrador para que éste pudiera ser candidato aunque hubiera nacido en Tabasco. Mientras lleva una galleta de caviar o angulas siente la seguridad de que algo les va a encontrar a los adversarios del presidente o sino inventarles para coronar con broche de oro su trayectoria. Quién lo diría, el Viejo Topo de la historia quedó ahíto de tantas viandas que, hasta ahora, él creía eran propias del neoliberalismo.