Las mañaneras son cada vez más delirantes. Cierto, han sido eficaces como modelo de control de la agenda de comunicación política y espacio para la polarización, la propaganda, los “otros datos”, el acoso a las instituciones autónomas y la descalificación a la prensa critica. Incluso constituye un novedoso método de culto a la personalidad. Pero desde hace ya muchos meses este ejercicio va en franca decadencia. Se multiplica el número de sandeces, gafes y disparates. El “gran comunicador”, quizá confiado en su elevada popularidad, pone cada vez menos atención en las formas. No existe ningún tipo de moderación o sensibilidad para hablar de temas complejos. Tanto abuso ha devaluado la palabra presidencial y tergiversa la responsabilidad pública. Para hablar solo de algunos de los despropósitos más recientes, baste señalar las lamentables intervenciones en política exterior, el irresponsable manejo del atentado contra Ciro Gómez Leyva y la desastrosa defensa a la juez Yasmín Esquivel. Pero la declaración de “ayudar a los pobres como estrategia política” es una joya inaudita de cinismo político.
Ayudar a los pobres como estrategia política tiene un nombre: clientelismo. Los planes de ayuda a los sectores más empobrecidos de la sociedad constituyen una poderosa herramienta, sobre todo en tiempos electorales. Eso no es nuevo, por cierto. En todo el mundo las sus maquinarias clientelares se han hecho presentes y han exhibido una extraordinaria habilidad para adaptarse a los cambios en las reglas políticas e institucionales. Incluso para algunos expertos en el tema “no solo las desigualdades sociales y las fallas estructurales de la economía dictaminan el carácter clientelar de un sistema político, sino también prevalecen en él elementos culturales e ideológicos”. El clientelismo se ha hecho presente incluso en democracias desarrolladas tan supuestamente paradigmáticas como Japón, Italia, España y Estados Unidos, entre otras. Algunos cínicos se preguntan si es una especie de “mal necesario” con el cual la democracia debe aprender a convivir y aspirar únicamente a tratar de mantenerla dentro de unos márgenes más o menos aceptables.
Pero en el populismo autoritario el clientelismo es esencial, de hecho, es la clave de su código genético. Pierre Rosanvallon, en su libro “El Siglo del Populismo” habla de como la politización del Estado es la característica central de los diversos regímenes populistas: “Se pretende con la politización y con la polarización de las instituciones no otra cosa sino situar a todos los poderes en manos del Ejecutivo (o bajo control de éste). De esta forma, el clientelismo hipoteca el funcionamiento normal de las instituciones; las convierte en mera coreografía.” De esta manera, aunque el clientelismo está presente en distintos grados en las democracias, lo está como el principal factor de su degradación por constituir la desaprensiva utilización de las estructuras de las administraciones públicas para retribuir votos favores políticos o, como lo define la Academia Española de la Lengua “el sistema de protección y amparo con que los poderosos patrocinan a quienes se acogen a ellos a cambio de su sumisión y de sus servicios”.
La instauración de programas sociales como una fuente de dominación política o como plataforma para la construcción de estructuras partidarias necesariamente desemboca en el autoritarismo. Volviendo a Rosanvallon: “El problema no es en absoluto baladí. El clientelismo es, ni más ni menos, una forma antidemocrática de dominación, basada en el control social consecuencia de la pobreza y marginalidad. Es vital para el interés de este clientelismo ver a los beneficiarios de programas sociales no desarrollar una capacidad de autogestión. Tampoco es deseable su éxito en sus propios emprendimientos y proyectos porque la relación real con los beneficiarios se basa en la recepción pasiva de prebendas por parte de éstos. Estas prebendas, son a su vez, la base de la reciprocidad en el cumplimiento de instrucciones a los clientes de otorgar votos a sus benefactores”.
Nadie puede negar que la pobreza y la desigualdad son dramas mayúsculos en las sociedades latinoamericanas, ni nadie puede ocultar la responsabilidad en ello de nuestras élites económicas y políticas. Por décadas todo tipo de regímenes políticos han combatido (o asegurado combatir) este flagelo sin tener éxitos genuinamente profundos y duraderos. Por eso la lucha contra la pobreza es bandera esencial de los movimientos populistas. “¿Cómo es posible reprochar la intención de buscar una masiva transferencia de recursos a favor de los pobres?”, nos dicen los defensores del populismo, y nos ofrecen su coartada: de no atenderse la disparidad extrema se corre el riesgo de ver estallar “de mala manera a la desesperación, el resentimiento y la violencia”, y un hombre fuerte consagrado a los pobres es, entonces, la solución. Lo relevante es mejorar la condición de los de abajo y para ello son necesarios subsidios para ancianos, jóvenes sin recursos y personas en condiciones precarias y de ahí puede justificarse todo: autoritarismo, supresión de instituciones e incluso el culto a la personalidad del líder.
Sin embargo, a fin de cuentas, las respuestas populistas han arrojado, históricamente, magros y hasta contraproducentes resultados en el tema del combate a la pobreza, y es así porque, como en todo, pretenden ofrecer soluciones sencillas para problemas complejos. Lejos de atenuar la pobreza y las condiciones de vulnerabilidad terminan por incrementar el número de pobres y por agudizar las inequidades sociales. De hecho, es parte de la estrategia. El populista utiliza la política social como un instrumento de manipulación, no como una herramienta eficaz para resolver los problemas reales de la gente. El genuino combate contra la pobreza exige la articulación de políticas intersectoriales y se enfoca en materias estructurales como la educación de calidad, la política fiscal, la transparencia y el acceso a cobertura sanitaria.
Si solo se procura la creación de redes clientelares y a la cooptación política de los más desfavorecidos se amenaza la estabilidad económica y, a la larga, se perjudica a los sectores más vulnerables.
A principios de este siglo, el boom en los precios de las materias primas latinoamericanas permitió reducir los índices de pobreza, cosa bien aprovechada por gobiernos populistas como los de Venezuela, Argentina, Ecuador o Bolivia. Pero desde hace algunos años esa ilusión se rompió. Al principiar 2020 la economía latinoamericana presentaba su peor desempeño en cuatro décadas, situación ahora exacerbada por el coronavirus. Según la CEPAL, se experimentó en América Latina un rebrote de la pobreza. Desde 2014 a la fecha hay 27 millones más de pobres. Se esfumaron los logros alcanzados antes de 2012 y, desgraciadamente, viene lo peor. El agravamiento de los índices de pobreza latinoamericanos ha desnudado, una vez más, la ineficacia intrínseca del populismo. Quizá algún día entendamos la lección.