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“…los mexicanos dicen que reciben pocos beneficios de su sistema político, pero abrigan la esperanza de recibirlos en mayor proporción. La suya es una política de aspiración.”
Samuel Huntington, El orden político en las sociedades en cambio.

Dentro de seis años, en el mes de octubre habrá comenzado el sexenio que sucederá al gobierno de Andrés Manuel López Obrador. En efecto, como consecuencia de la reforma a la Constitución hace cuatro años, el periodo presidencial que comienza el próximo 1 de diciembre concluirá dos meses antes de lo habitual, el 30 de septiembre de 2024.

La decisión de restarle una fracción al sexenio es producto de la vieja discusión sobre la necesidad de acortar el tiempo que media entre la elección presidencial y la asunción del cargo; lapso en que parece existir un vacío político, donde el todavía presidente formal parece que ya no lo es ante el influjo del ganador y futuro presidente del país.

Cabe señalar que se trata de la primera reforma que modifica el largo tiempo de casi cinco meses que separa el primer domingo de julio (fecha de las elecciones presidenciales al menos desde 1924) y el día de inicio del gobierno de la República fijado en la Constitución de 1917 cuyos antecedentes se remontan al siglo XIX.

Es de suponer que la figura del presidente en turno sufría un considerable desgaste luego de confirmarse con los resultados electorales quién vendría a sucederle. Más aún, tratándose del presidencialismo – con atribuciones metaconstitucionales- que convertía al titular del cargo en el gran asignador de todo tipo de favores políticos y económicos, pero también en el receptor para expiar culpas dentro y fuera del Estado.

En los hechos, el presidente constitucionalmente en funciones se veía replegado al final de su mandato por una clase política y poderes económicos abocados en lograr la gracia del futuro gobernante del país.

No debe perderse de vista que esto ocurría en un régimen autoritario de partido hegemónico que dominó por más de siete décadas la política nacional, que se hacía de manera discrecional, con efectos perniciosos para la estabilidad socioeconómica al resentirse la parálisis en las decisiones políticas, situación que pervive, aunque en menor medida, después de la alternancia del año 2000 en el marco de un régimen presidencial acotado.

Es ahí donde tenemos que encontrar la justificación de estrechar a tres meses ambas fechas constitucionales, tres meses, que, por otro lado, y dicho por los propios tribunales electorales, son necesarios para resolver cualquier vicio de ilegalidad en los resultados de la elección presidencial.

Paradójicamente ha sido AMLO, el futuro presidente, el que ha venido a confirmar lo oportuno de estos cambios constitucionales, debido a su agenda pública desde el día siguiente a la jornada electoral, incluyendo el dar a conocer con mucha antelación quiénes serán sus principales colaboradores.

Es verdad que esta inusual actividad no se explicaría sin el gran capital político que obtuvo con el más del 53% de votos a su candidatura, sin su innegable figura que hizo ganar a la coalición la mayoría en ambas cámaras del Poder Legislativo federal, y en 19 congresos locales en las entidades federativas; coincidiendo además con un presidente en funciones con profundas carencias institucionales, que ha pasado a un segundo plano voluntaria o involuntariamente.

A partir de que el candidato triunfador fue declarado “Presidente Electo” por el Tribunal Electoral (TEPJF), los medios electrónicos e impresos no han dejado de repetir tal expresión al momento de informar sobre las actividades de AMLO, paralelamente a las noticias que dan cuenta de las actuaciones del todavía presidente Enrique Peña Nieto.

Término de “Presidente Electo”, empleado ya durante los periodos de transición de Fox y Calderón, luego de que se introdujera en la Constitución en 1996; pero con la diferencia que ahora se utiliza en el marco de una gran cobertura mediática del candidato ganador.

Debe decirse con toda precisión, que dicha denominación es política y jurídicamente inadecuada para describir a alguien que ha ganado la elección pero que aún no asume el cargo, que “Presidente Electo” lo es aquel que ha obtenido el cargo, que ya asumió el cargo y que lo hizo a través del método democrático, por sufragio universal directo o indirecto, según sea el caso en un régimen presidencial o parlamentario; en oposición a aquellos que asumen el cargo de forma no democrática, mediante el nombramiento por una minoría, junta, grupo o por medio de la violencia.

Es decir, presidente electo lo será hasta el último día de sus funciones EPN, Manuel Macron, Mauricio Macri, etc. Sin proponérselo, de nueva cuenta AMLO ha sido quien lo confirme al aseverar que “hay Presidente Electo para muchos años”, en medio de especulaciones sobre su estado de salud.

Por ello, es de lamentar que en nuestro país prácticamente nadie discuta lo conveniente para las instituciones y en particular para el Poder Ejecutivo federal, hablar cotidianamente de Presidente de la República y de “Presidente Electo”; del efecto social, que tiene el hablar de “dos presidentes” matizado por los calificativos en funciones y electo.

Un tema en apariencia anecdótico, que amenaza en convertirse en un problema con consecuencias políticas.

FOTO: MISAEL VALTIERRA / CUARTOSCURO.COM

Como prueba, basta citar las palabras del presidente norteamericano Donald Trump en la conversación telefónica que sostuvo con EPN el 27 de agosto pasado anunciando la conclusión de las negociaciones bilaterales de un nuevo tratado de libre comercio: “Estaba muy impresionado con el hecho de que los dos presidentes se reunieron y resolvieron algo mutuamente agradable.” En referencia a la incorporación al equipo mexicano de negociación de gente cercana al próximo presidente.

Exactamente, un mes después, el 27 de septiembre el primer ministro canadiense Justin Trudeau le habló por teléfono a AMLO para pedirle su intermediación ante el gobierno de USA para desatorar las negociaciones del mismo tratado, el virtual presidente lo daba a conocer un día después: “nos comprometimos a eso, pero sólo utilizando buenos oficios en los dos casos… nosotros llegamos a un acuerdo, tampoco vamos a dar la espalda a Canadá, queremos que el acuerdo sea trilateral, pero no podemos ir más allá de lo que nos corresponde, no vamos a forzar ninguna situación”, al tiempo que encomendaba al futuro secretario de Relaciones Exteriores llevar a cabo las gestiones solicitadas.

Tres días después, en la fecha límite para que se acordara el acuerdo trilateral, Canadá anunciaba que se había logrado subsanar las diferencias con el gobierno estadounidense y se sumaba al tratado; el presidente Trump volvió a agradecer a AMLO su participación junto con EPN en las negociaciones “Ellos trabajaron juntos en esto, esto fue hecho por los dos”. El día 3 de octubre, AMLO daba a conocer que el Trump le había llamado para conversar sobre el mismo asunto y sobre las futuras relaciones.

La comunicación Trump-AMLO que se ha entablado, rebasa cualquier proporción con anteriores reuniones de cortesía entre el candidato ganador y el presidente norteamericano en turno, reuniones que podían ocurrir, entre candidatos electos al coincidir el cambio de gobierno en los dos países.

Lo que todo esto nos revela, es que desde el exterior existe una gran confusión al creer que el “Presidente Electo” tiene funciones formales en el momento actual de la transición, acentuada en parte por la claudicación -en los hechos- del presidente de la República a las atribuciones que le competen en exclusiva.

Finalmente, por esos mismos días AMLO asistió -junto con su propuesto secretario de Educación Pública y la propuesta para dirigir la CONADE- al acto oficial del Comité Olímpico Mexicano (COM), con la participación del presidente del COI, para conmemorar el medio siglo de la celebración de las olimpiadas en nuestro país. La visita del COI-COM al presidente EPN se realizó sólo después del evento.

Es bien conocida la disputa por la conducción de la política deportiva entre el COM -controlado por una familia de empresarios- y la CONADE, pasando desapercibido en todos los medios informativos, el tono de advertencia del presidente del COM ante el propio AMLO: “…coordinaremos nuestras acciones como lo mandata el texto olímpico con el deporte gubernamental haciendo valer en todo momento nuestra soberanía y respeto a la carta olímpica y nuestro estatuto.”

Todos estos casos sirven de ejemplo para documentar que estamos en presencia de elementos distorsionadores que complican aún más la política nacional. Desconcierto, detonado por aquella desafortunada rueda de prensa al final de la segunda reunión EPN-AMLO en Palacio Nacional al dar comienzo el proceso de entrega-recepción del estado que guarda la administración federal; en la comparecencia ante los medios, la forma en que se dio quedó la impresión de que se tratara de una reunión “entre pares”, entre iguales, con “ambos gabinetes”, donde quedaron expuestas, vis a vis, las posiciones encontradas sobre diversos asuntos públicos.

Una situación atípica donde convergen diferentes circunstancias: un mandatario omiso y un próximo presidente políticamente fuerte, coyuntura en que sale a relucir las incoherencias en el orden constitucional y el oportunismo de los poderes fácticos que poco o nada les importa el Estado de Derecho.

En ningún país en que se precie consolidada la normalidad democrática, se permitiría esta serie de acontecimientos que debilitan a un poder constituido, al máximo cargo político como lo es la jefatura del Estado, peor aún, dotando de un poder a un cargo que no existe.

Tomando en cuenta que AMLO será un presidente fuerte, la repetición de un escenario similar en 2024, a pesar de ya se habrá reducido a tres meses el periodo de transición, puede derivar en una crisis política cuyas consecuencias son de pronóstico reservado.

Por bien de la República y la democracia, por la salud mental de sus habitantes, debe enmendarse el error en la Constitución suprimiendo lo de “Presidente Electo”, si acaso sustituyéndolo por candidato ganador o candidato electo que es el estatus real -constitucional y legal- en que se encuentra mientras no se presente la fecha indicada y se jure el cargo de Presidente.

 

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