La vida y la política son una rueda de la fortuna. Hace ocho años se discutió y aprobó la Reforma Energética, en las que se incluyó el aspecto eléctrico de la misma. Las discusiones fueron fuertes y las cámaras legislativas se dividieron en dos bandos: los privatizadores y los nacionalistas. Ni unos ni otros eran exactamente eso, pero es descriptivo para agruparlos.
En el primer bloque se encontraban el PRI, PAN y Partido Verde. En el segundo el PRD y Movimiento Ciudadano.
Los reformistas auguraban un porvenir de riquezas y los opositores una oleada de despidos en Pemex y en la CFE. No ocurrió ni lo uno ni lo otro. La reforma de Peña Nieto, como cualquier otra, es un mosaico de claroscuros, de avances y resistencias.
Se dijeron de todo en aquella sesión del 11 de diciembre de 2013, presidida por diputado panista Ricardo Anaya. Los priistas veían en los rechazos de la izquierda a una mayor apertura, un intento por perpetuar el aislacionismo energético. En contraparte, se acusaba al partido oficial y a la derecha de pretender entregar el patrimonio nacional a manos privadas, de convertirnos en el nuevo Yemen.
En el Diario de los Debates de ese día, es un documento muy interesante para constatar lo que entonces se argumentó para apoyar y para rechazar una de las reformas más relevantes del sexenio pasado.
Si hubiera coherencia con lo dicho en aquellos debates, para el PRI, el PAN y el Verde sería imposible dar marcha atrás en lo aprobado, pero para el PRD, MC y ahora para quienes integran Morena, sería una muy buena noticia volver al esquema anterior al de 2013.
Pero hace ocho años, el entonces diputado perredista Silvano Aureoles, quien se convertiría en gobernador de Michoacán posteriormente, diría que la propuesta “representa la entrega de una parte sustantiva del patrimonio nacional, de la riqueza de nuestros energéticos, hidrocarburos y electricidad a manos privadas bajo la estricta óptica neoliberal”.
A estas aseveraciones se sumaría el entonces emecista Ricardo Monreal, quien estaba convencido que con el tiempo el error que se estaba cometiendo sería enmendado.
Monreal afirmaría: “un puñado de legisladores procederá a deformar, no a reformar, tres artículos fundamentales de la Constitución, 25, 27 y 28, con el fin de despojar a la Nación mexicana del manejo de la energía petrolera y eléctrica, y transferir a manos privadas la renta de una riqueza nacional que reporta 86 mil millones de dólares al año, a través de concesiones disfrazadas de licencias, contratos de producción compartida, contratos de utilidad compartida y contratos de servicio”.
Eloy Cantú Segovia, por el PRI, diría que el respaldo de su partido provenía de que se trataba de una transformación responsable, nacionalista y limpia y que había que ponderar que con los cambios planteados la CFE y Pemex podrían concentrarse en las tareas más rentables.
Su compañero de bancada, Javier Treviño, diría que la iniciativa “resguarda el interés nacional porque fortalece nuestra seguridad energética”.
Juan Bueno Torio del PAN, recordaría que “con esta reforma largamente propuesta por nuestro partido desde hace muchos años, esta propuesta aparece en los principios, en la plataforma política que le hemos presentado a los mexicanos en las últimas elecciones, y nos hemos animado a respaldar con nuestra participación decidida en esta reforma porque más de 12 millones de votos obtenidos en la última elección federal nos respaldan”.
Ricardo Astudillo del Partido Verde se preguntaría: “¿Cuánto tiempo más vamos a detener a México? ¿Cuánto tiempo más vamos a cerrar las puertas a estar a la altura de la competencia internacional que toca día con día a los países en desarrollo y a los hogares de las familias mexicanas? ¿Cuánto tiempo más vamos a esperar para terminar con nuestros recursos naturales como lo son el petróleo, el gas y los hidrocarburos?”
La política y la vida cambian, sí, pero los debates ahí quedan.