marzo 9, 2025

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Mi infancia fue tan dulce que, antes de memorizar a Cri Cri, lo hice con una canción ranchera. “Paloma errante” se llama, la interpretó Vicente Fernández en la película “Uno y medio contra el mundo” y tenía siete años de edad, lo sé por Internet tanto como sé que la vi en el cine “Mariscala” en 1973. Todavía recuerdo el camino rumbo al edificio donde vivía, en el Callejón de la Amargura, enfilado por San Juan de Letrán. Estaba conmovido: acababa de mirar a un niño que no era niño sino niña, que en el decurso de la historia se reveló como una mujer hermosa. No fueron, entonces, “Las vocales” ni “La Patita” los mensajes iniciales de mi tierna edad. Los mensajes iniciales fueron los gestos de “Chava” cuando unos pandilleros la desangraban a cuchilladas creyéndola hombre por haber besado a Vicente Fernández, a quien también hirieron de muerte.

No supe más de “Chava” sino hasta cuatro años después. Su espléndida sonrisa y su pelo negro eran inconfundibles, su voz era menos cristalina, incluso sonaba algo ronca, pero tenía la misma intensidad. Ahora es jorobada y se llama Rina. No llegaba a los treinta años aunque en esta historia televisada era mucho más joven, lindaba los 18 y, sobre todo era pobre. Era, escribí, porque Leopoldo, un inválido viejo agrio, la hizo su esposa para no dejar la herencia a la codiciosa Rafaela, mamá de Carlos Augusto de quien, al final, mi heroína millonaria se enamora luego de que don Leopoldo, intempestivamente, dejara de dar vueltas por el Sol. El desenlace es tan previsible como un chiste de Pepito.

En el año 2000 el camino me volvió a cruzar con ella, una cincuentona de cabello con hilos de plata que apoyaba al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el EZLN, encabezado por Marcos, mientras yo los enfrentaba por considerarlos el primer aluvión de la demagogia autoritaria en la era moderna. Pero no dejé de admirar a la actriz por honesta y rebelde frente a la uniformidad que Televisa pedía a su elenco para favorecer al PRI, el entonces partido hegemónico, y porque los depositarios de la verdad son, en realidad, farsantes del conocimiento. Veintitres años después de eso volví a saber de ella gracias a la paradoja de andar para atrás, es decir, a los tiempos pretéritos de los tablados del teatro para hacer el diccionario en el que estoy empeñado.

Tengo en mis manos tres fuentes de información de esas que alegran a los anticuarios o, si me quieren menos pretensioso, a los chachareros. Una se encuentra en “Alta frivolidad”, un libro escrito por Margo Su, la dueña del teatro del mismo nombre inaugurado en 1950, que luego fue demolido para dar paso al Blanquita surgido diez años después, en las calles de Aquiles Serdán y Mina. La otra es un cartel azul del mismo recinto que anuncia a la actriz junto al cómico Lucho Navarro, María Luisa Landín y la Sonora Santanera de Carlos Colorado en 1971 según mis cálculos. Con ese respaldo reseño una noche en el Blanquita, dos años antes de que se filmara la película “Uno y medio contra el mundo”. Ocurrió a las 8.30 de un domingo caluroso.

Las Dolly Sisters, dos estupendas bailarinas, se despiden del escenario entre aplausos y vivas, mientras afina la orquesta de Pérez Prado encima de un cadillac enmarmajado para ejecutar las piezas que, en los años 50, sacudieron la polilla de medio país. De pronto, el maestro de ceremonias la anuncia y ella, deliciosa en sus 21 años y un vestido negro ajustado, se contonea al ritmo de aquellos tiempos. Tiene la sonrisa perlada y mueve las manos como si hilara algún tejido de su natal Mérida o como si tocara el arpa. Su encanto es incomparable, dice Margo, “interpreta los mambos a partir de las entrañas, le pone fuerza, cachondería y elegancia al mismo tiempo y llegan los intelectuales al Blanquis para ver qué estamos haciendo”. El vaivén de las piernas remarca su perfil sinuoso y fuerte, altivo y festivo. A una mujer con quien festejar a condición de ser cuidadoso porque podría desvanecerse como un sueño. Por eso la describo sin rozarla siquiera. “Mambo, qué rico mambo/Mambo, qué rico él, él, él”.
Mi tercera fuente es el disco de vinil “Toda una vida”, con música y canciones de “la Telecrónica”. Es de 1982 y lo produjo Miguel Alemán Velasco. En la portada otra vez luce bellísima con trensas de hilos color de rosa, rebozo del mismo color y vestido negro de china poblana montada en zapatillas de ballet. Tiene el cuello largo, las manos reposan en la cadera y, como siempre, muestra su sonrisa plena. Hay varios couples que ella canta igual que las mismísimas tiples de los años 20, como un angelito:

Ay, ay, ay, ay, mi querido capitán
Ay, ay, ay, ay, mi querido capitán
Ay, ay, ay, ay, mi querido capitán
Ay, ay, ay, ay, mi querido capitán

Todas las tiples guapas a mí
me llaman mi querido capitán
desde la mayengoitia, la mimiderva y
la grifell.

Ignoro porqué sus peripecias bailarinas y cantoras no se hallán anotadas en su biografía de Wikipedia, pero estoy seguro de que ella es una de esas mujeres que elevaron el nivel de la actuación en todas las tarimas. “Chava”, “Rina”, bailarina o tiple, contagió diversos sentimientos. Y no decepcionó. Mientras Vicente Fernández rechazó un trasplante de hígado si este fuera de un homosexual, la actriz sugió en la defensa de las mujeres agredidas, los derechos humanos y la promoción de México como una nación pluricultural y pluriétnica. Por eso, bien visto, me da gusto que en mi niñez quedara grabada su sonrisa aunque sólo soñe viéndola bailar en el Blanquita, por lo que pronuncio su nombre quedito, no me vaya a despertar: Ofelia Medina.

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