La segunda película de Joshua Gil, Sanctorum (2019), es un cuento de hadas. Una conseja apocalíptica que tiene narcotraficantes, soldados y policías municipales en vez de dragones. Es cine fantástico que recurre a efectos especiales, pero confía más en conceptos que en ofrecer elementos divergentes de nuestro mundo —como suelen hacer las sagas, que son más aptas para generar juegos de trivia que para retar la imaginación. Sanctorum es una cinta que puede complacer a diferentes públicos. Me interesan lecturas que se hacen de ella desde el gremio del cine —quienes están vinculados a la producción y difusión audiovisual.
La factura de Sanctorum es excepcional. Su sonido constantemente tiene múltiples planos, sin que resulte excesivo. Ante imágenes de su cinefotografía, a cargo de Gil y Mateo Guzmán, es imposible no recordar la palabra belleza. Hay pericia notable, se trate de tomas por encima de las nubes, seres fantásticos, cielos estrellados o de contrastes de luz y aprehensión de texturas en las viviendas de los campesinos. Sin embargo, sería un error pensar esta composición visual sólo como fotografía: es la mirada particular de Gil que juega con nuestros ojos. Aunque pareciera inevitable que tuviera un carácter individual, la mayoría de las películas muestran que una forma especial de ver es una rareza que distingue a pocos cineastas.
Otro elemento que llama la atención de gente del medio cinematográfico y cultural es el tema más evidente de Sanctorum y su contextualización. El director se enorgullece de que el idioma utilizado sea el mije —en la comunidad del filme, sólo los diálogos con policías, soldados y narcotraficantes, así como la educación, son en español. Presentar asesinatos asociados al cultivo y tráfico de drogas en México se percibe como pertinente, en el país y fuera de él, porque se asume que se trataría de denuncias. Una justificación para este mecanismo es la concepción que supone que el arte sería un espejo de su época. Esta aproximación lleva, por simplismo, a representar lo que la opinión publicada y prestigiada asume como lo principal que vive una sociedad, aunque haya mucha vida que escape a tal énfasis.
El cine, como cualquier producto cultural, está inevitablemente marcado por su tiempo. Pero estar tocado por una circunstancia no hace que el arte sea sólo un documento, que deba serlo o que esa sea su función. Si lo fuera sería intercambiable con el reportaje y la historia. Por vías como esta se llega a desatinos como las cintas que creen capturar la diversidad racial, e incluso criticar los contrastes sociales mexicanos, por contener una o dos tomas de personal de servicio de apariencia mestiza entre elencos criollos. Inteligentemente, Sanctorum se aleja de estos planteamientos mostrando una comunidad homogénea que, con la cercanía del fin del mundo, experimenta algo más significativo que la incontrolada criminalidad del México contemporáneo.
Gil evidencia la explotación de campesinos por parte de narcotraficantes. Esto podría llevar a espectadores del medio cultural a algunas reflexiones. Hay quienes casi postulan como heroico el no comprar en Amazon o no subirse a un Uber, pero no problematizan su consumo de drogas que hoy son ilícitas. Salvo que sean autoproducidas, las drogas usadas por la comunidad cultural tienen que ver con el crimen organizado y sus terribles consecuencias. Hay una grave contradicción en ese público que celebra que se aborde el problema del narcotráfico en las artes, cuando su experiencia más directa es el consumo de las drogas sin cuestionamientos, no las violencias como el trabajo campesino forzado expuesto por Sanctorum.
Mi idea atañe a la imaginación, que se ve reducida cuando se adopta la suposición del arte como espejo de la sociedad. Este apunte, por tanto, no es puritano (como liberal y libertario estoy a favor de la legalización de todas las drogas y de su liberalización: que no se conviertan ni en monopolio gubernamental ni en coto sólo de grandes empresas, sino que cualquier pequeño productor y distribuidor pueda encontrar su espacio en el mercado). El asunto es la autolimitación de que el cine debiera capturar lo accidental, que lleva a resultados como el entorpecimiento de los diálogos en Sanctorum. Las grandes obras muestran que lo contextual está en ellas por añadidura, su especificidad no es la del reflejo. Más de un dragón del pasado fue la metáfora de una amenaza terrenal. Sin embargo, sin descartar la posibilidad del análisis histórico y cultural, lo importante en términos estéticos es que algo llegó a ser dragón e importa como dragón. Celebrar la representación de temas que se consideran bien pensantes es sólo la práctica cultural de un gremio, no es prueba de experimentación artística o de penetración en la realidad.
La función de la crítica no es recetar preceptos a los realizadores, pues esto se haría desde una idea particular del cine. Pero la crítica puede intuir potencialidades en las obras, como en la siniestra mezcla de la vegetación y un cadáver en Sanctorum. En este sentido, el cine de Joshua Gil apunta a un plano que podría trascender a su gremio e ir más allá de lo que se identifica como problemas sociales. Hacerlo sería trabajar desde la imaginación. Los soldados podrían seguir ahí. De estarlo, serían más que un reflejo. Liberar la imaginación es tarea interior del artista que se ejerce tanto en el oficio como al construir una visión individual en todo momento —rasgo que escasea entre cualquier tipo de personas. El cine, como vehículo de poesía, es más que obras que despierten el elogio del gremio cinematográfico. Sanctorum de Joshua Gil se acerca a esa posibilidad.
Sanctorum es parte de la Muestra Internacional de la Cineteca Nacional que se realiza del 9 al 26 de abril de 2021 en la Cineteca y entre el 16 de abril y el 7 de mayo en Cine Tonalá y Cinépolis (Diana, Plaza Carso y Samara).