En los últimos días se ha abierto un debate relacionado con los aspectos que facilitaron el triunfo de AMLO en el 2018. Muchos fueron los factores. El desgaste del gobierno peñista. Una estrategia de comunicación muy eficiente del candidato morenista basada en emociones relacionadas con el resentimiento, el odio, y la idea de una corrupción generalizada (que no se ha logrado comprobar ni con datos duros ni en tribunales). El hecho de que logró convertirse en el imaginario popular en el redentor, en el vengador, en el que podía poner en su lugar a los “privilegiados” de siempre, aunque muchos estaban en sus filas. La formación de una coalición muy amplia, que se conjuntó en torno a un hombre que les garantizó impunidad a muchos y que logró presentarse en ese momento como un político moderado, al mismo tiempo que mantenía su voto duro. El apoyo de una parte de los empresarios más ricos del país, cuyos monopolios fueron tocados con las reformas de EPN, sobre todo en materia de telecomunicaciones y competencia; y el hecho de que los partidos diferentes a la alianza morenista, dejaron el cincuenta por ciento de la mitad del pastel solo para el tabasqueño, disputándose entre ellos la otra mitad, al presentar sobre todo candidatos cuya imagen correspondía básicamente a un perfil de derecha, entre otros.
Pero a estas alturas, esto ya no es lo relevante. El hecho contundente es que tuvo 30 millones de votos y que poco ayuda culpar a unos u otros de un resultado electoral que no se ha traducido en un mejor país. Hoy se requiere capacidad de conciliar, no de dividir, de sumar a quienes votaron por él y a quienes no, y de encontrar a la persona adecuada que sea capaz de encabezar un gran movimiento, que involucre la participación ciudadana, y que tenga la capacidad de pelear en el territorio, y no sólo en el aire, los corazones y las emociones de millones. No es momento de ajustar cuentas, sino de recuperar a nuestra patria.