El debate sobre el registro de Félix Salgado Macedonio y Raúl Morón se centra en la severidad de la sanción. La Legipe marca un solo castigo; cancelación de registro. Al Tribunal le pareció excesiva en su primera ronda, y abrió la gama de posibles sanciones (a partir de su propia interpretación de la ley) a otras menores. Pero no eliminó como posibilidad esa penalización. Los morenistas dicen que le ordenó al INE cambiar la sentencia por otra menor, y que éste desobedeció. Mentira (una más). El Tribunal incluso dijo al INE que, de confirmar esa pena, marcara los tiempos para que Morena nombre nuevos candidatos, lo que ya sucedió. El Tribunal pudo en efecto ordenar al INE marcar una multa a los transgresores haciendo a un lado la cancelación del registro, pero no lo hizo. Pudo también determinar de manera definitiva ese cambio sin regresar al caso al INE. Eso es lo que planteaba el presidente del Tribunal, José Luis Vargas (bajo investigación de la UIF, y por tanto sujeto a presiones e intimidaciones).
Lo que se discutirá entonces en el Tribunal no será ya el debido proceso (que no fue violentado) sino si hubo proporcionalidad en el castigo. El debate radica pues en si la falta cometida es menor o es grave. No siempre puede determinarse objetivamente una cosa o la otra; a menudo es una apreciación subjetiva. Por ejemplo, las calamidades que le ocurren a otras personas pueden parecernos no tan graves, pero cuando nos ocurre a nosotros las vemos abismales. Una condena de cárcel a un homicida podría verse como adecuado, pero si el sujeto mató a tu hijo, quizá querrías aplicarle pena de muerte. La Legipe, surgida en 2014, es severa en los castigos relacionados con la fiscalización porque así lo exigió López Obrador tras la campaña onerosa de Peña Nieto. Entonces la fiscalización se hacía después de la elección y no en tiempo real, de modo que cuando se llegaba al dictamen final ya no había mucho qué hacer (salvo multas, vistas con razón por AMLO como una sanción menor e ineficaz).
Se exigió entonces una fiscalización en tiempo real, y con castigos graves (quitar el registro) antes de la elección misma. Los partidos decidieron aceptar dicha exigencia (de AMLO, repito) y eso quedó plasmado en las nuevas leyes sobre fiscalización. La ley electoral de Guerrero, por ejemplo, penaliza también con pérdida de registro (como única sanción) a los precandidatos que contraten por su lado espacios mediáticos, o que hagan proselitismo fuera de los tiempos oficiales (Art. 251). ¿Mucha severidad? Sí, pero ese fue el espíritu marcado por las reformas de 2014. Incluso, no entregar informes de campaña en tiempo y forma fue incluido ese mismo año como delito electoral, y por ende, la sanción ahí para los candidatos y funcionarios del partido responsables es cárcel de dos a seis años (Ley General en Materia de Delitos Electorales, 9- III). Ninguna de estas normas prevén un criterio cuantitativo; la sanción es pareja al margen de los montos involucrados. Se trataba de desincentivar el manejo turbio y la opacidad de recursos, al margen de su monto.
En otras palabras, hay aquí un fuerte diferendo sobre la gravedad de las faltas relacionadas con la fiscalización, el financiamiento ilícito, los tiempos y forma para aplicar las sanciones. Antes de esta reforma, el candidato infractor podría recurrir a muchos fondos ilícitos y recibir una multa incluso elevada (como ocurrió con Amigos de Fox, Pemexgate o Monexgate), que era poca cosa a cambio de ganar la presidencia. Una pena menor – seguía el razonamiento obradorista – lejos de inhibir esas conductas, las incentiva. Si a Salgado y a Morón el Tribunal les transmuta la cancelación del registro por una multa, lejos de desincentivar el ilícito, lo alentará. En eso López Obrador tenía razón. Pero ahora ve ese castigo como excesivo, porque ya no le conviene. Como en todo.