viernes 05 julio 2024

Shinzo Abe y el Hacha del Destino

por Pedro Arturo Aguirre

La aparente tranquilidad característica de la sociedad japonesa desde hace décadas fue bruscamente arrebatada el 8 de julio de 2022 cuando el ex primer ministro Shinzo Abe recibió un disparo a quemarropa y murió mientras daba un discurso de campaña en la histórica y señorial ciudad de Nara. Japón, se supone, es uno de los países más seguros del mundo, sobre todo en lo concerniente a la violencia política. Esa es una imagen falsa. En los últimos años se han verificado casos de esporádicos, pero significativos, de atentados por motivos políticos. Abe ya había sido atacado. Fue en 2000, antes de convertirse en primer ministro, cuando el grupo yakuza Kudo-kai atacó su casa con bombas molotov. Para hablar de un magnicidio en Japón relativamente reciente nos tendríamos que remotar hasta 1960, cuando el líder del Partido Socialista de Japón, Inejiro Asanuma, fue asesinado mientras daba un discurso político televisado por un ultranacionalista de diecisiete años con un wakizashi (espada corta samurái). En los últimos 160 años nueve primeros ministros o ex primeros ministros japoneses (o sus equivalentes) han sido asesinados, por no hablar de ministros y empresarios relevantes, y muchos de ellos perecieron en medio de “románticas” y “heroicas” circunstancias, tanto, que una de las grandes obras de la literatura japonesa de todos los tiempos, Caballos Desbocados de Yukio Mishima, se inspira en este tipo de atentados. 

La cuenta empieza con Ii Naosuke, eliminado en 1860 por 17 samuráis. Su error fue haber firmado Tratado de Amistad y Comercio con Estados Unidos. Dieciocho después, prácticamente en el mismo lugar, la Puerta Sakurade del Palacio Imperial de Edo, Okubo Toshimichi, hombre fuerte de la revolución Meiji, fue ultimado por siete samuráis miembros de una secta llamada “Liga del Viento Divino”. En 1909, el ex primer ministro Ito Hirobumi, recibió un disparo de un nacionalista coreano cuando llegaba a la estación de tren de Harbin para reunirse con el representante de Rusia en Manchuria. Había desempeñado un papel central no solo el cumplimiento de las directrices establecidas a lo largo de la Revolución Meiji, sino también en la redacción de la constitución japonesa de 1889. Hara Takashi, primer cristiano en llegar a la jefatura del gobierno, murió cuando fue atacado con arma blanca por un joven, también en una estación de tren. Su actitud de diferir una decisión sobre los esponsales del entonces príncipe heredero Hirohito le ganó muchas antipatías. Además, lo radicales lo odiaban porque planeaba aprobar el sufragio universal.

Pero fue en la década de los treinta cuando ser primer ministro japonés se convirtió en una labor de alto riesgo. Las fuerzas armadas estaban impregnadas con una mezcla tóxica del código Bushido con las filosofías nacionalsocialistas. En 1930, el primer ministro Hamaguchi Osachi, a quien se culpó por firmar el Tratado Naval de Londres (un acuerdo de limitación de acorazados), recibió un disparo de un miembro de Aikokushu (Sociedad de Patriotas) y murió de sus heridas nueve meses después. Un año más tarde, el autoproclamado predicador budista Nisshō Inoue fundó una organización militante de extrema derecha llamada Ketsumeidan, o Liga de la Sangre, diseñada para restaurar al “Japón tradicional” a través de la violencia. Bajo el lema, “una persona, una muerte”, redactó una lista de veinte políticos y líderes empresariales acusados de “occidentalizar” al País del Sol Naciente con el propósito de asesinarlos como un método para restaurar el poder político del emperador. En 1932 distribuyó pistolas a sus seguidores, pero solo dos concretaron el plan: los encargados de matar al ex ministro de finanzas Junnosuke Inoue y al empresario Dan Takuma.

Más tarde le llegó el turno a Inukai Tsuyoshi, primer ministro durante solo seis meses, baleado por once oficiales de la Marina en su casa en 1932. Intentaba controlar el poder de los militares. Por cierto, el plan original incluía matar a Charlie Chaplin, quien había llegado a Japón el día anterior como invitado de Inukai, pero el actor estaba viendo un partido de sumo cuando sucedió el ataque y no estaba en la casa del premier. Después fue Takahashi Korekiyo, jefe de gobierno de 1921 a 1922 y posteriormente director del Banco de Japón. Los ultranacionalistas lo sentenciaron a muerte indignados por su decisión de recortar los presupuestos militares. Poco después el vizconde Saitō Makoto, primer ministro en 1932-34, fue acribillado en su casa. Pero el enfrentamiento más famoso sucedió en febrero de 1936, cuando se efectuó un intento de golpe de Estado donde murió el influyente ministro de finanzas, Korekiyo Takahashi. La rebelión fracasó, pero la influencia militar sobre el gobierno aumentó hasta llegar al ataque a Pearl Harbor. La víctima más reciente, Shinzo Abe, fue el político japonés más importante de los últimos cincuenta años. Su asesinato constituyó un final sórdido para una vida destacada, pero no incontrovertida. Obligado a renunciar al cargo de primer ministro en 2007, Abe regresó al poder para establecer un récord de permanencia en el poder (ocho años y 267 días). Fue el padre de “Abenomics”, uno de los miembros fundadores de la alianza Quad y su perfil nacionalista mucho indignó indignaron a los países vecinos de Japón. 

Yukio Mishima fue un personaje singular. En 1970 secuestró, junto con grupo de seguidores, al ministro de defensa japonés en su oficina. El gran escritor había fundado la Sociedad del Escudo, una organización paramilitar, dos años antes del golpe, reclutando miembros con inclinaciones de extrema derecha. Querían restaurar el carácter sagrado del Emperador. Famosamente, Mishima cometió suicidio ritual cuando sus desquiciadas peticiones no fueron escuchadas. Rabioso nacionalista, publicó Caballos Desbocados (a mi gusto, su mejor novela) un año antes de su Seppuku. Estaba indignado por lo que el percibía como “la decadencia moral y espiritual del Japón”. 

Caballos Desbocados nos sumerge en 1932, en un país sumido en la crisis económica y al borde del colapso ideológico. Ninguno de los personajes tiene piedad en denunciar a los “corruptos políticos” afanados tan solo en perpetuar sus mandatos, ajenos en todo momento a las necesidades de la población y traidores de las tradiciones sagradas del Japón. Representa en la novela este afán de lucro desmesurado y esta indiferencia por los viejos ritos el personaje Kurahara, magnate con gran influencia política, a quien uno grupo de jóvenes nacionalistas planea asesinar. Antecedente de este complot había sido el magnicidio del primer ministro Inukai Tsuyoshi en 1930. Inspira también a los candidatos a justicieros la contrarrevolución de la Liga del Viento Divino, la que mató a Okubo Toshimichi. Tanto el afán de lucro como el trato con el extranjero y la democracia son defenestrados por los héroes de Caballos Desbocados a favor del culto desmedido hacia el emperador, los principios guerreros y un concepto de pureza clave tanto en la obra como en el ideario de Mishima. Pero el conflicto colosal entre la razón y la pasión, y el desarrollo imposible de un delirante concepto de pureza saldrá derrotada por la cruda realidad.

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