lunes 08 julio 2024

¿Sirven de algo los reyes?

por Pedro Arturo Aguirre

“La Monarquía es una forma de gobierno donde la atención del pueblo se concentra en las acciones de una sola persona interesante. La República es una forma de gobierno donde la atención del pueblo se divide entre muchas personas aburridas. En la mayor parte de los hombres el corazón impera sobre la razón y por ello la monarquía siempre será más popular, porque apela a los sentimientos, y la República menos popular, porque apela a la razón” A 150 años de ser escritas por el insigne constitucionalista Walter Bagehot estas frases encierra alguna verdad. El glamour de reyes, reinas y princesas vende bien. Véase la forma como, literalmente, el planeta entero guarda luto a Isabel II. Por algo la monarquía es la forma más antigua de gobierno y hasta las revoluciones y cambios políticos de los siglos XVIII, XIX y XX fue la más conocida y extendida. 

Al principio de los tiempos al rey se le consideraba un Dios. Los faraones egipcios solían casarse con sus hermanas como medio de garantizar la permanencia de la autoridad real dentro del círculo familiar sagrado. En China y Japón los emperadores eran honrados como “hijos del cielo”. En Europa, el concepto del “derecho divino” evolucionó, pasando los monarcas de ser dioses a ser considerados “elegidos de Dios”, y a veces apenas hacían de primus inter pares frente al resto de la nobleza y los señores feudales. En efecto, algunas monarquías fueron electivas, donde un conjunto de nobles se reunía para definir quién de entre ellos debía sentarse en el trono, como sucedió en el Sacro Imperio Romano Germánico, en Polonia, en el Imperio Azteca y en la Rusia previa a los Romanov. Sin embargo, la gran mayoría de los reinos siguieron un estricto esquema hereditario. 

En los siglos XVI y XVII los reyes y emperadores conocieron en Europa su auge, al quedar instituidas las monarquías absolutas. Los Tudor en Inglaterra, los Borbones en Francia, los Habsburgo en Austria, los Hohenzollern en Prusia, etc. Algunos de estos monarcas absolutos fueron ilustrados, como Federico II, Pedro el Grande y Carlos III, pero otros fueron venales e incompetentes. El rey encarnaba incluso el destino nacional, por eso Luis XIV exclamó aquello de “el Estado soy yo”. En el siglo XVIII comenzaría la decadencia. Con el auge de la ilustración declinó rápidamente la legitimidad de la monarquía. En Inglaterra dos revoluciones, un monarca decapitado, uno más exiliado definitivamente y la casa de los Estuardo defenestrada serían los acontecimientos del principio del fin. El Parlamento británico, por siglos relegado por los monarcas absolutos a un segundo plano, recobraría su influencia y desplazaría al rey del centro del escenario político. Más tarde vendría la Revolución Francesa y, después, los convulsos movimientos sociales del siglo XIX. En adelante, la monarquía sería justificada únicamente por la tradición, la historia y “el orden natural de las cosas”. El rey dejaría de ser absoluto para pasar a ejercer como símbolo de unidad nacional. 

Al crecer la democracia la monarquía se transformó en constitucional para sobrevivir. El poder político efectivo pasaría a manos del Parlamento y de un gabinete encabezado por un primer ministro. Los monarcas más refractarios a las ideas de la ilustración simplemente fueron arrastrados por la tormenta de los cambios. El siglo XX vería desaparecer a la mayor parte de las monarquías en el mundo. Por ejemplo, si bien en 1910 del total de 23 naciones europeas solamente Francia y Suiza eran repúblicas, hoy sobreviven como reinos solo Gran Bretaña, Suecia, Noruega, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, España y Dinamarca (excluyendo a los mini Estados como Liechtenstein y Mónaco). 

¿Sirven todavía de algo los reyes o son personajes obsoletos, inútiles y onerosos? Bagehot, en su estudio sobre la monarquía británica, apuntó: “el rey conserva tres trascendentales atributos: el derecho de ser consultado, el derecho de estimular decisiones y el derecho a realizar advertencias. El monarca no es un mero adorno, puede llegar a ejercer influencia sobre el gobierno, aunque, desde luego, siempre sujeto al orden constitucional”. Además de sus atribuciones simbólicas y protocolarias, los monarcas conservan algunas prerrogativas políticas las cuales pueden resultar vitales en momentos de emergencia y, de hecho, así ha sido en algunos casos. Por ejemplo, la mayoría de los reyes designan oficialmente al primer ministro, tienen la capacidad de disolver al Parlamento y son la máxima autoridad de las fuerzas armadas. Estas facultades, si bien son meramente formalidades en los períodos de estabilidad, pueden resultar vitales en tiempos emergencia para salvaguardar la Constitución y el orden democrático. La experiencia más destacada en este sentido sucedió en España en febrero de 1981, cuando el coronel Tejero intentó dar un golpe de Estado. La oportuna intervención de Juan Carlos I salvó del desastre a la transición. Hoy este defenestrado ex rey es un paria “mata elefantes” considerado por sus ex súbitos como un “chorizo coronado”, pero de no haber contado España en aquel momento axial con la autoridad moral de un rey seguramente las cosas pudieron ponerse muy difíciles y mucha sangre hubiese corrido. 

Hay otros casos. En 1992, el rey Bhumibol de Tailandia salvó al proceso de democratización del país al oponerse firmemente a los militares. El emperador Hirohito mucho contribuyó en la tarea de adaptar al Japón a una constitución democrática tras el final de la Segunda Guerra Mundial. La labor del rey Hussein de Jordania al frente de su país y en los complejos procesos de negociación de la paz en Medio Oriente fue bastante virtuosa. Por su parte, Isabel II fue muy respetuosa de su estricto papel constitucional, pero sabía hacerse escuchar por sus primeros ministros cuando los consideraba adecuado. Según el principal biógrafo, Ben Pimlott, la monarca “se sentía profundamente incómoda con algunos excesos del thatcherismo, y en concreto, con la falta de atención a los más pobres y desfavorecidos”. Tampoco le gustaba la excesiva condescendencia de la Dama de Hierro frente al execrable régimen del apartheid en Sudáfrica. También mucho se habló de cómo se sintió contrariada por algunas de las travesuras de Boris Johnson, sobre todo por las mentiras dichas a la reina para convencerla de suspender el Parlamento en pleno debate del Brexit. Desde luego, también tenemos el otro lado de la moneda. Se cuentan por decenas los reyes incompetentes y reaccionarios incapaces de ponerse a la altura de los tiempos, como Víctor Manuel III, quien cometió un craso error al contemporizar con Mussolini. Italia se lo cobró con la disolución de la monarquía en 1946. 

Tras el fin de la Guerra Fría hubo una especie de “resurgimiento” del espíritu monárquico. Se especuló sobre la posibilidad de restaurar en sus tronos a los herederos de las casas Reales en naciones como Serbia, Bulgaria, Rumania y Georgia. Incluso en Brasil se celebró un referéndum para dirimir la posibilidad de que reimplantar la monarquía. Pero esa moda ya pasó. Hoy se vuelve a cuestionar la pertinencia de las cabezas coronadas. Incluso en el Reino Unido no son escasas las voces contrarias a la Corona. Bien conocido es el espíritu republicano del semanario The Economist, por ejemplo. Cierto, Isabel supo corregir a tiempo el inicial mal desempeño de los Windsor tras la muerte de Diana y más tarde acertó en sus estrategias para adaptarse a los nuevos tiempos mediáticos. Pero la anodina personalidad del Carlos III deja poco espacio para el optimismo. En el sentimiento popular donde reside la fortaleza de la monarquía, y el nuevo rey es impopular. En realidad, todas las esperanzas están puestas en Guillermo, el príncipe heredero, en quien los ingleses quieren ver el legado de su madre: la popular, sufrida e inmadura Diana Spencer. 

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