viernes 22 noviembre 2024

¿Son fascistas los “amlovers”? Claves para desarmar

por Walter Beller Taboada

Al leer la pregunta que encabeza este escrito puede parecerle a más de uno que se trata de un insulto; les puede producir escozor molesto a quienes se ufanan por ser abiertos y constantes “defensores del ‘movimiento’” dirigido por el actual presidente, su “amado líder”, considerando que cualquier opinión en contra proviene de la ignorancia o se hace con mala intención para encubrir quién sabe que inefables intereses.

Pero es mejor empezar por un recorrido histórico y semántico.

La denominación “fascista” no es en sí misma una ofensa, aunque tampoco se puede negar que se usa para caracterizar a esa tendencia política deleznable que enarbolaron Benito Mussolini, Adolfo Hitler, Francisco Franco y, con variantes, se aplica también ese nombre a la orientación política criminal y represiva de regímenes militaristas como el de Augusto Pinochet en Chile.

En la antigua Roma la palabra fasces se refería al haz de varas atadas alrededor de un hacha: simbolizaban la fuerza y el poder de un agente de la ley. Es un símbolo que conlleva la idea de “fuerza través de la unidad”. ¿Por qué este símbolo? Pues porque una o dos varas solas se pueden romper muy fácilmente; pero muchas varas unidas tienen vigor y casi no pueden romperse. Basta recordar la consigna: “El pueblo, unido, jamás será vencido”.

¿Quiere decir que todo aquel que hable de unidad de muchos debe ser por ello considerado fascista? Por supuesto que no. Si logramos ser muchos los ciudadanos que nos unimos en defensa del INE, de la independencia de los órganos autónomos constitucionales (incluidos el Banco de México, la UNAM o la UAM) y técnicos (Ifetel) o de la libertad de prensa como derecho inalienable, entonces constituimos una fuerza contundente contra el autoritarismo, una fuerza como la de un atado de varas unidas. El tema es la unidad, que puede ser democrática o antidemocrática. El fascismo azuza la segunda.

Nazismo y estalinismo (son iguales)

Fue la filósofa alemana Hanna Arendt (1906-1975) quien encontró las raíces comunes de los regímenes de Hitler y Stalin, más allá de otras características que los opusieron entre sí. Nos señaló que estos dos regímenes fueron organizaciones nuevas en la historia de los gobiernos. Y añadía que se diferencian de otros anteriores por imponer una brutal política de silencio y censura a los críticos al gobierno —lo que no es realmente nuevo pues los regímenes absolutistas hicieron antes lo mismo—, pero la novedad estriba en haber incorporado el control de los críticos combinado, de manera perversa, con la represión de la voz de los ciudadanos. Porque, bajo el totalitarismo —como observa Arendt—, los propios partidarios del régimen se ven obligados o se sienten alentados a renunciar a sus libertades y derechos políticos; es decir, reprimen toda manifestación, por leve que sea, de duda o inconformidad ante las acciones del régimen, a cambio de preservar intereses o valores que supuestamente constituyen la “identidad” de ciertas comunidades. Se hacen aliados por conveniencia y callan por pragmatismo, supervivencia o temor.

El terror fue un dispositivo sistemáticamente aplicado por la Santa Inquisición. El fascismo lo llevó hasta sus últimas consecuencias, como ocurre en todo sistema totalitario.

Para conseguir ese dominio, los fascistas se valieron del viejo recurso de dividir a la nación y oponer los adeptos al régimen frente a los —presuntos— no adeptos. Como se sabe, los nazis lo hicieron con base a esa aberración llamada “ciencia aria”, que condujo a la división de los pobladores en raza “pura” germánica, aria, ante otras razas “inferiores”.

Otro recurso complementario es la idea de “la razón de Estado”. Viene a ser algo así como el siguiente enunciado: “Si llegamos al poder, el gobierno tiene autoridad legítima”. La legitimidad de los regímenes fascistas europeos fue conquistada a través del voto ciudadano; en contraste, los regímenes golpistas —Franco, Pinochet— llegaron por una orgía de violencia, sangre y poder de las armas. El totalitarismo no conoce el polo de la legalidad. ¿Por qué? Porque la legalidad implica control de otros poderes en una república.

Hay que subrayar que ese tipo de regímenes resultaron ser muy populares, sea desde el principio, o tiempo después, ya consolidados. Por ejemplo, no era infrecuente escuchar en los bares de Madrid en los años 90 gente que repetía “estábamos mejor con Franco”.

El líder y “sus” masas

El fascismo crea exacerbados sentimientos nacionalistas, porque tiene la astucia de comprender al Pueblo desde un mítica historia o de una imaginaria donde el gobierno del líder es la consecuencia o derivación natural de una historiografía de héroes y villanos, y los triunfadores concuerdan —¡asombrosamente!— con los ideales al “amado líder”. Además, se apoya el totalitarismo en símbolos patrióticos que están animados por su llaneza, por su simplicidad, por su sintaxis sencilla y alusivamente popular. Pero el centro de la ideología y la práctica políticas debe ser ocupado por un carismático líder, puesto que se considera que el líder (Mussolini, Hitler…) representa la encarnación de esos sentimientos y símbolos. Esto resulta no muy fácil de comprender si uno se sitúa en el pensamiento racional y crítico; pero resulta explicable por la psicología social de las masas.

Los líderes fascistas, para convencer a las masas, previamente convencidas, deben ejercer un gran despliegue de oratoria y retórica. Deben mentirle a la gente, decirles lo que quieren oír y, al mismo tiempo, hacerlos cómplices del manejo de un verbo cuyo fin es polarizar y dividir a la población.

El procedimiento: dirigirse a un parte la población —el segmento elegido— para llamarlos “lo mejor que tenemos”, porque en ustedes anida el corazón más puro de las tradiciones ancestrales.

Si la nación es buena —un fascista lo admite sin reparo— es gracias a ustedes, que mantienen en alto los valores de nuestras raíces más auténticas, no contaminadas por otros grupos, extranjeros y explotadores que nos han humillado.

El fascismo divide y excluye: al hacerlo culpa a las minorías, a los otros (judíos, extranjeros, privilegiados), a aquellos que nos arrancaron del goce de nuestros bienes, nos humillaron con su arrogancia, nos despreciaron y nos confinaron a condiciones de existencia deplorables, mientras ellos se regodearon en sus ganancias, sus lujos, sus excesos y su corrupción moral y material.

Vale el dato. En la historia de México tenemos ejemplos remotos de esas figuras dirigentes. Desde luego el “Gran Tlatoani”, nombre de origen náhuatl. Curiosamente,  significa “el que habla”, “el orador”, “el que tiene autoridad”. La voz tlatolli significa “plática”, “palabra” y, a veces, “proceso de pleito”, que a su vez viene de tlatoa, “hablar” “abogar” e incluso “cantar de la golondrina”. Es el gobernante de una ciudad, elegido por cierta comunidad de nobles, ya que debían provenir de una familia o dinastía de gobernantes, dada la estratificación de la estructura social de los pueblos mesoamericanos. El asunto es que esa figura colocaba al personaje en el carácter de un semidiós, reverenciado al punto de no poder verlo a los ojos, y cuyas decisiones eran incuestionables. Era el héroe ante los antihéroes. El pueblo náhuatl comprendió el poder inconmensurable de la palabra y de la sumisión del Pueblo.

Cuartoscuro

Dirigidos pero contentos (“Estamos mejor que antes”)

Para consolidar su poder, los militantes fascistas tenían que aplastar toda disidencia posible. Empezaron amedrentando a clérigos, dirigentes políticos y periodistas críticos. A continuación destruyeron templos, oficinas, imprentas. Luego, los acusaron sin pruebas de cualesquier infracción, los metieron a cárceles y mazmorras. Después los condujeron a campos de exterminio y, finalmente, asesinaron a todos los que marcaron bajo el signo de la oposición al líder y su partido. El fascismo-totalitarismo intenta imponer, a cualquier precio, una sola voz y un solo pensamiento. Por eso, es contrario a la democracia y al pluralismo.

El fascismo fue la manipulación desde la plaza pública. El orador arropado por los símbolos distribuidos y repetidos en innumerables anuncios espectaculares enormes. Un micrófono delante y un gentío dispuesto a gritar loas y aplaudir intensivamente cualquier palabra que el orador les indique con gesto ad hoc. El fascismo requiere de reuniones masivas de personas, muchas de las cuales asisten “por convicción” (en México: sin ser “acarreados”). El otro pilar de la manipulación fue la propaganda escrita y difundida con profusión. El fascismo dá chamba a desempleados que harán el papel de reproductores de la propaganda.

La convivencia entre el líder y la masa se produce por un vínculo de apuestas mutuas. De un lado, el líder apuesta, convencido, que todo lo que diga será creído a pie juntillas. De otro lado, la masa apuesta, crédula, a que será verdad todo lo que el líder proponga. Ahora que si se dicen verdades, medias verdades, falsedades parciales o mentiras absolutas, eso no importa ni se cuestiona. Todo es creíble para la masa porque ese es el ethos de su líder, cuya voz es la verdad.

Hoy, la política se realiza desde los medios de comunicación. Se usa la televisión y, sobre todo, las redes sociales. El gobernante no informa, pero hace propaganda, aunque dice que la propaganda es realmente información. Y “su mensaje” se replica de manera controlada o incluso de manera espontánea en las redes. Por supuesto que en ambientes polarizados, surgen debates, oposiciones, controversias. Hay broncas verbales en diferentes tonos. Lo cierto es que los que se identifican con el líder, arman sus respuestas desde las indicaciones retóricas del líder. No hay argumentos, solo hay epítetos, descalificaciones, sofismas. La polarización política e ideológica termina por convertir a los ciudadanos en simples fans.

En la historia, el fascismo emergió porque hubo frustración en la población. La democracia no resuelve todos los problemas, sean añejos o presentes. Los partidos “nos doran la píldora”. El populismo actual tiene también ese origen.

Diego Fonseca escribe, en su libro Amado Líder, sobre el populismo: “Sin duda hay una verdad incómoda detrás: si las masas aman a esos líderes es porque todo lo demás que debía funcionar, falló. Partidos, burocracias, políticos, organizaciones intermedias. Legislaturas, el Ejecutivo, el establishment, los activistas. Nadie hizo bien cuanto debía hacer. No hoy, no ayer: durante décadas. El fracaso del aparato de partidos para gestionar la demanda social prohijó a Trump como Bukele, a Evo como a Correa, a Chávez como a AMLO, como a Pedro Castillo y siguen las firmas”.

Así como el fascismo se apoyó en las instituciones, después les dio la vuelta, las dominó y terminó por destruirlas, el populismo sigue lineamientos semejantes.

Pero queda en pie la pregunta: ¿es el populismo de AMLO un fascismo? ¿Sus fans son émulos del aquelarre fascista?

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