Desde que tengo uso de memoria (así dicen los psicólogos), recuerdo que en mi familia y medio social era práctica constante la desconfianza ante cualquier información que divulgase el gobierno en turno. Quizá era el ejercicio de un necesario y conveniente escepticismo, aunque reconozco que era una manera muy pasiva de estar ante los asuntos públicos. A esa práctica se solía acompañar la vertiginosa y constante difusión de rumores, rumores –que la gente decía creer– donde casi siempre el gobierno en turno aparecía haciendo cosas malévolas, mal intencionadas; o, al menos, permitiéndolas. Ese mensaje breve, espontáneo y de tipo oral que se difunde con rapidez y provoca un impacto casi siempre negativo en el entorno, terminaba siendo algo que uno mismo reproduce. Como el rumor tiene la pretensión de ser real y se sirve de cualquier medio de comunicación formal o informal como las redes sociales, la gente sigue el principio de admitir lo que se repite solo porque se repite. ¿Eran crédulos en el fondo de su corazón? Algunos sí, otros no y solo seguían conductas gregarias. La información veraz es lo contrario al rumor, su cura más efectiva. Aunque siempre parece terminar por ganar el sospechosismo.
Por otro lado, desde aquellos años constaba que la figura presidencial era el símbolo de todo aquello que fuera relevante en el país. Era el Tótem del cual deriva el ejercicio de cualquier otro poder. Así, el policía que nos extorsionaba por jugar en la calle, se ostentaba como un soldado más al servicio del gobierno y, por ende, del presidente. Así de fácil. Entre las facultades metaconstitucionales del presidente estaba ese acto supremo que era la elección de su sucesor. Esa decisión garantizaba nada menos que la continuidad del sistema –priísta, of course–. No es la sucesión como los herederos de la monarquía, sino un acto íntimo del Tótem que debería ser “refrendado” por el partido oficial.
El caricaturista Abel Quezada subrayó que antes de la elección y de ser conocido el nombre del sucesor, había un tapado, un personaje cuyo rostro –dentro del gabinete presidencial– no conoceríamos sino por obra y gracia del otro mecanismo: el dedazo. Era esa la exclusiva determinación del presidente en funciones de seleccionar a su sucesor; la cual, una vez tomada, era comunicada sin mucha alharaca a los jerarcas del Partido, quienes a su vez hacían público el mensaje de que habían encontrado, sin duda alguna, “al mejor candidato a la presidencia”. No era un acto republicano, pero sí un mecanismo de control (para que no salieran otros “cándidos” a disputar la decisión) y de equilibrio institucional. Se recuerdan frases de Fidel Velázquez –comunicador oficial en los destapes–: “la caballada está flaca”, como diagnóstico de que los posibles herederos no despuntaban; o “el que se mueve no sale en la foto”, indicando que “los posibles” tendrían que mantenerse impertérritos antes del dedazo.
CRÍA CUERVOS, SIERVOS AHORA, PARRICIDAS DESPUÉS
Una vez electo “por la voluntad popular”, y obligado por los mecanismos del sistema, el elegido tendría que deslindarse de su antecesor y Gran Elector, al punto de no volver a mencionar ni su nombre.
Como cualquier tótem, el presidente sería el ente todopoderoso, incuestionable y adorado, hasta que fuera reemplazado por otro presidente de la república. El ritual de la sucesión presidencial operaba junto con el ritual de la comida totémica, el canibalismo político, que consistía en que “el que llegaba” cambiaba y arrumbaba todo lo de su antecesor. Implicaba ese gesto la crítica y el desprecio hacia el anterior y los suyos. Aunque entre los subordinados, claro está, no faltaron “los que repetían” en el cargo. Pero todos se daban a la tarea de la mudanza radical. Para empezar, las fotografías. La “fotografía oficial” del presidente (o del gobernador, o del delegado) era un símbolo infaltable y una especie de sello del sentido patrimonial del gobierno. Reemplazarla era un primer gesto de que algo renovarían. En realidad, todos sabían que llegaron otros a hacer lo mismo que hicieron sus antecesores. Y así sexenio tras sexenio. Una maquinaria bien aceitada. El pueblo no era tomado en cuenta; su papel se reducía a convalidar la decisión del tlatoani. Por supuesto, esa conducta fomentaba el cinismo de la mentira y en realidad al acudir a sufragar el voto la gente hacía un acto de mala fe.
Entendí que el poder funcionaba como una máquina precisa. Es un ejercicio que dura un tiempo, y luego viene el indispensable proceso de la denostación del anterior equipo gubernamental. Quizá no falten nuevas esperanzas, que al poco tiempo serán las mismas desesperanzas. Un tiempo circular.
EL QUE SE HUMILLA QUIERE HACERSE ENSALZAR (Nietzsche)
Ser político se quedó como sinónimo de una gente dispuesta a concentrar apetitos de todo tipo: dinero, lujos, amoríos y excesos. Intocables de manera pública, en lo privado de los hogares eran objeto de censura moral y desprecio. Una dictadura perfecta y un pueblo que decía ¡sí!, de dientes para afuera, pero realmente no creía nada de lo que viniera de parte del gobierno. Cualquier rencor era aminorado por el mecanismo de control que significa el ejercicio del gasto público. La mano blanda. El reverso, la mano dura de la censura y los castigos ejemplares a los opositores, con la cárcel incluida.
Ser político es estar dispuesto a cambiar de chaqueta cuando sea indispensable para mantenerse en la nómina del gobierno, el que sea. Unos son más burdos y simplemente adoptan la figura del chapulín que brinca de un color a otro, sin rubor alguno.
Ayer como hoy, hay muchos, entre burócratas y clientelas políticas, que literalmente viven del gobierno. Muchos otros se ganan la vida por el procedimiento de salir a desfilar en mítines, con banderas y pancartas en pro de un candidato o algún servidor público. Luego cambian a conveniencia y según la tajada de dinero que les pagaran. Es la lucrativa “industria” del apoyo “incondicional” –mientras dure– y el chantaje implícito o explícito para conseguir bienes y beneficios.
Nada de eso es diferente ahora cuando salen “grupos espontáneos” a vitorear a Claudia Sheinbaum con la consigna: ¡¡presi-den-ta, presi-den-ta!! ¿Qué narcisismo aguanta semejantes mieles? La jefa de gobierno asiente en cada caso con una sonrisa. No falta mucho tiempo para que ella se crea que tales manifestaciones son verdaderas y fidedignas. Es condición humana.
Quizá un nuevo país surgió a partir de la alternancia en el año 2000. El nuevo tiempo mexicano que creía anticipar el escritor Carlos Fuentes. Nuevas conductas sociales y políticas. Pero subsisten muchas malas prácticas. Hoy hay críticos y aplaudidores al poder. Como antaño. Con una variante: desde el poder, como nunca antes, se alienta la polarización entre los críticos y los adherentes. Las redes sociales se pueblan de confrontaciones entre unos y otros. Sin embargo, si bien permanece el escepticismo entre algunos sectores de la población, continúan los crédulos sin la menor dosis de oposición, sin crítica sin sensatez posible. Solo calificativos y creciente rabia. Favorecidos o no, siguen ciegamente al régimen. No piensan, repiten; no cuestionan, alaban; y tienen una enorme necesidad de ocultar la cara oscura de la 4T y sus fracasos incesantes.
¿SE ACABARON O NO LOS TAPADOS? ¿O SOLO TIENEN VALOR DE CORCHOLATAS?
El 5 de julio el presidente mencionó en su conferencia mañanera a los funcionarios que laboran en su gabinete y que podrían encabezar los esfuerzos de su movimiento en la consolidación de la 4T. Así expresado, podría interpretarse como una pasarela para que la sociedad pondere el trabajo que realizan quienes han sido nombrados por el presidente. ¿Será? Más de uno ha de levantar la ceja ante tal idea. ¿Por qué? Pues porque AMLO se ha caracterizado por actuar conforme a los cánones de la Presidencia Imperial, al mejor estilo de lo que conocí cuando era niño y adolescente: ¡puros cuentos! El presidente López Obrador quiere reeditar el Gran Elector. La sucesión presidencial adelantada ya es un hecho en la agenda del presidente.
¿Qué gana AMLO con sacar a relucir la cuestión de la sucesión presidencial poco antes de cumplir tres años de gobierno? Un distractor más, se dirá. Una nueva columna de humo. Es cierto. Pero aquí se cumple el principio de que a toda acción corresponde una reacción. Con la sucesión anticipada se abren las puertas para que muchos se sientan los herederos del presidente. No solo Sheinbaum ni Marcelo, o el ex rector De la Fuente. También se ve muy activo Monreal, pero no se descarta a Santiago Nieto, cada vez más protagónico, ni a Zoe Robledo, tratando de armar un discurso coherente dentro de la incoherencia. Bueno, hasta Tatiana Cloutier ha salido a mostrar que puede competir porque muestra vestuario ad hoc con la 4T.
¿Alguien cree realmente que será el pueblo el que elija al sucesor del presidente?
Sic transit gloria mundi, o como decimos en mi alcaldía: así pasa la gloria del mundo.
El “sospechosismo”. Es una palabra inexistente y que tiene una definición popular mexicana para señalar la tendencia de la sociedad a la desconfianza generalizada, sobre todo de personajes políticos y públicos. Esta definición de la palabra “sospechosismo” viene del Wikcionario, del cual copiamos la siguiente caracterización:
“Pronunciada por primera vez por Santiago Creel en ese entonces secretario de Gobernación del Gobierno de Vicente Fox en el año 2004 con la frase “Los invito a dejar atrás la cultura del sospechosismo”. Aunque se cree que la “Inventora” de la palabra fue la opinóloga María Amparo Casar, en ese entonces asesora de Santiago Creel; aunque (la palabra) no está reconocida por la Real Academia Española es de amplia utilización en México, debido principalmente a la divulgación de los medios de comunicación del país.”
¿De qué se alimenta esa tendencia? Del rumor. La rumorología tiene muchos orígenes, pero uno de ellos tiene que ver con la información sesgada, llena de omisiones y tergiversaciones por parte del gobierno. El otro lado del rumor es el sospechosismo, y el sospechosismo alimenta el rumor.
Pero hay un lado favorable del sospechosismo: una voluntad de no aceptar las cosas simplemente porque las asevera el gobierno y en particular el presidente López Obrador.
¿Cómo no va a ver sospechosismo cuando desde el gobierno se nos dice que no vamos bien sino requetebién? El gobierno de la 4T nos lleva al desastre de las finanzas públicas. Nunca alcanzará el dinero para seguir en los años por venir con la entrega directa de recursos, como es el caso de las personas de la tercera edad. La desaparición de los fideicomisos se mantiene con un manto de ocultamiento y tiene efectos negativos como el corte abrupto de las becas en el extranjero de nuestros estudiantes. La salud, derecho humano fundamental, sobrevive en estado de ruindad porque la 4T recortó presupuestos y quiso acabar con las farmacéuticas, lo que resultó en el desabasto terrible y criminal de medicamentos necesarios. En materia de libertades, el asedio político a periodistas y medios de comunicación libres y críticos es palpable; se fomenta la idea de que no hay logros del gobierno porque los “adversarios” tergiversan la verdad y la información. La militarización, criticada durante la campaña presidencial, es ahora una realidad inocultable. La presencia del crimen organizado permea instituciones y de ahí la sospecha de que estemos al borde de un narcogobierno. ¿Y qué decir de la venta del avión presidencial? Una pifia que, como el anuncio de las pilas, sigue y sigue. En fin, la resistencia a creer lo que sale de las áreas de comunicación del gobierno es una cuestión sana.
Pero si al sospechosismo no se añade una alternativa crítica y propositiva; si la oposición no advierte que no podemos pasarnos simplemente señalando lo mal que hace el gobierno, la voluntad de un solo hombre se impondrá a la nación, como ocurrió durante más se sesenta años. Aunque la caballada esté flaca.