La tumba de Lenin, los fanáticos y el pensamiento único

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Ocurrió hace unos días, uno entre las pocas tardes soleadas que tiene esta región donde sus pobladores se empeñan en construir el olvido mediante un formidable arsenal de mercancías situadas en la cúspide del capitalismo. Y hay un anuncio que lo ostenta, en la avenida central rumbo a la Plaza Roja, justo un par de minutos de pasar por el Parque Gorky, se encuentran luminosas, como en las calles de Broadway, las aguas negras del imperialismo yanqui.

No obstante, los vestigios de los sueños rotos continúan en varios sitios, testarudos, como el tiempo que viven los viejos recordando sus glorias entre el Ejército Ruso, la victoria contra el fascismo y la construcción de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la URSS. Sí, cuando Moscú no creía en lágrimas.

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Algunas estaciones del metro son impresionantes, varias deben su profundidad de más de 120 metros porque fueron refugio de las bombas durante la Segunda Guerra Mundial, y otras se deben a la soberbia de Stalin quien ordenó su construcción con torres de granito, cristal y relieves de bronce con la epopeya de la Revolución de Octubre y sus próceres, él en primer lugar, luego Vladimir Ilich Lenin y enseguida soldados, obreros, campesinos y estudiantes. La gente anda rápido por los pasillos con similar indiferencia a la que provoca la belleza en la vida cotidiana y a veces como a contracorriente de esos auténticos monumentos porque sus audífonos emiten los sonidos de la música pop de occidente.

Pero ahí está la memoria testaruda, el “rascacielo” que mandó construir Stalin que en Nueva York sería uno de los más pequeños, es testigo silente de la arquitectura sobria y fría en la que habitaron los llamados “hombres nuevos”, mientras que el río de Moscú es como el linde del tiempo entre aquellos bolcheviques y los jóvenes ataviados con Dolce & Gabbana o tenis Nike. Hay momentos en que no parece que me encuentro en la tierra de los zares sino en la del Tío Sam.

Al fin llego, caminando como debe hacer cualquier ciudadano del mundo que se respete. Veo en mis apuntes que estoy parado en una plancha de concreto de 330 metros de longitud y 70 metros de ancho que, junto al Kremlin, está considerada como Patrimonio de la Humanidad. En la entrada oeste hay una iglesia evangélica que fue reconstruida porque los comunistas no querían edificios religiosos y, sobre esa fila, un centro comercial impresionante por su arquitectura y las grandes marcas que compra sólo la burguesía. Frente a mí, la hermosa Plaza de San Basilio y a un costado el Kremlin. Es la Plaza Roja, que no debe su nombre al color de los ladrillos ni a la impronta comunista como muchos creen; se llama así porque la palabra “Krásnaya” en el antiguo ruso quería decir “bonita” y no “roja” como desde ahora.

Andar en la “Plaza Bonita” es mirar cosacos y doncellas para tomarse la foto, igual que con Stalin o Lenin; tomar té frío y esquivar vendedores de Matrioskas o recuerdos del Mundial de Futbol pasado, celebrado en Rusia. Es recordar al Acorazado Potemkin y el asalto al Palacio de Invierno por allá mucho más lejos, en San Petersburgo. Y acaso sobre todo: implica mirar los sueños que muchos tuvimos hace 35 o 40 años para construir una sociedad sin clases y con la mejor de las voluntades para ello, sin saber que esa expectativa implica la promoción del pensamiento único y la eliminación, como sea, del enemigo de clase.

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Camino en las orillas del Kremlin, observo las tumbas del sanguinario Stalin, me detengo en la del héroe Yuri Gagarin y el escritor John Reed, Doy la vuelta de regreso, a un costado del monumento al Ciudadano Desconocido. Camino un pequeño laberinto de 35 metros hasta arribar a la entrada oscura de una puerta de metal negro y un soldado que la flanquea. Hay silencio y el aire es frío. Ando unos 15 escalones para bordear a la izquierda por otros tantos hasta mirar luminoso un rostro impasible. Es un hombre pequeño con un traje negro. Parece como si estuviera dormido aunque todos sabemos que está muerto y que en unos años su cuerpo estará con sus padres en San Petersburgo como era su deseo antes de morir, en unos años porque junto con los viejos que se irán muriendo, los jóvenes podrán construir también ese olvido.

Descreo del arrepentimiento, en el sentido de que éste carece de sentido. Lo que fue, fue y lo que ya no es ya no es. Aunque de algún modo seamos lo que fuimos o los resabios queden en la memoria, quizá la búsqueda por otras vías de una sociedad civilizada donde se respete la diferencia e incluso se aliente. Pero ahora, en ese instante, es lo de menos, estoy frente a uno de los hombres más importantes del siglo XX que muchos, en otras latitudes, quisieran revivir. Se llama Vladimir Ilich Lenin y mientra acá en esta región millones quieren olvidar, allá en otro continente, millones quisieran reeditar, para acabar con el enemigo de clase.

(Pongo en mis audífonos una canción de Sinatra, ustedes saben cuál es)

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