Insólitas las escenas del 6 de enero en Washington, sin duda. No se corresponde con la tradición política de Estados Unidos ni con la regularidad de sus normas democráticas. Escenas de “países bananeros”, para muchos, e incluso se le ha visto como golpe de Estado fallido. Claro que cualquier intento por modificar las reglas por vía ilegal, por la fuerza, puede considerarse como un esfuerzo golpista. Pero al comparar lo ocurrido en el Capitolio con los golpes en otros países, o incluso golpes de Estado fallidos (como el que protagonizaron Adolfo Hitler en 1923 o Hugo Chávez en los años noventa en Venezuela), lo de Washington parece una caricatura. No hubo ni militares ni policías involucrados, o la movilización simultánea de grupos de ataque en varios puntos del país, o la toma al mismo tiempo de instituciones clave, no sólo el Congreso. Es decir, no había ninguna posibilidad de éxito en esa jugada, aun suponiendo que hubiera sido planeada y no un desborde espontáneo de la multitud enardecida.
Desde luego, Donald Trump convocó a la protesta, y tardó todo lo que pudo en pedirle a sus fanáticos abandonar las instalaciones legislativas. Todo indica que estaba complacido con lo que sucedía. Pero ¿había alguna remota posibilidad de que con esos hechos pudiera revertirse el resultado oficial para que Trump pudiera quedarse en la presidencia cuatro años más? Ninguna. Se logró desbordar a la policía del Capitolio, suspender la sesión de certificación, obligar a los legisladores a evacuar y vandalizar las instalaciones. Un escándalo en el contexto norteamericano, que quedará como una fecha histórica de un asalto condenado al fracaso.
¿Qué cálculo hizo Trump al alentar y permitir tal acción? Lejos de conseguir su objetivo, podía preverse que le saldría el tiro por la culata, pues su imagen empeoró todavía más, sus aliados se vieron obligados a deslindarse e incluso podría ser llamado a cuentas por incitar a la violencia –con muertes de por medio- y la violación legal. De lo cual puede inferirse que, ante el aferramiento al poder, y la obcecación de continuar en la Casa Blanca, perdió todo viso de racionalidad y cruzó los límites de la cordura. Ante las dificultades y fracasos de gobierno, los estadistas reconocen sus errores, corrigen hasta donde sea posible y aceptan las consecuencias políticas de sus yerros. El demagogo, en cambio, no reconoce nada, jamás admite haberse equivocado, no corrige el rumbo y busca culpables diversos para descargar sobre ellos sus propias fallas. El estadista, ante la dificultad, reflexiona y se repliega; el demagogo enfurece y toma medidas cada vez más desesperadas y, por tanto, perjudiciales para el país y para sí mismo, tales como alentar y tolerar un episodio como el de Capitolio sin ninguna posibilidad de que fuera exitoso en sus propósitos ulteriores: modificar el resultado oficial a su favor.
En tal situación no se miden las consecuencias negativas de tales medidas precipitadas, que no tienen pies ni cabeza. Pese al desafío y vapuleo que ello representó a la democracia, por otro lado el que ésta pudiera conjurarlo con relativa facilidad y superar el atentado puede fortalecer su espíritu, su institucionalidad, así como el compromiso de políticos y funcionarios con sus normas. Puede haber sido, al final, un evento más benéfico que perjudicial para reforzar la democracia, frente al golpeteo sufrido durante el gobierno de un personaje antidemócrata y antiinstitucional como Trump. Lo que no implica que la polarización fomentada y heredada por Trump no sea una amenaza real a la institucionalidad y la estabilidad.