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El hyperion es el árbol más alto del mundo. Consta de más de 115 metros de altura y fue descubierto en el norte de California, Estados Unidos, en 2006. No puedo imaginar siquiera cuántas ramas tenga pero lo que sí puedo hacer es usarlo como representación de lo complejo que resulta comprender la belleza. Incluso podemos andar por las ramas del árbol como aves desorientadas dado que, aún sin conocerlo, lo imaginamos bello debido a esa cualidad excepcional que ya he descrito.

Hyperion remite al titán griego, hijo de Urano; es uno de los doce gigantes de la mitología. Por cierto, esto nos conduce a dos vertientes más de lo bello, una es la naturaleza, porque se entiende, el árbol está vivo, y la otra remite a la imaginación literaria, a la capacidad de los seres humanos para crear belleza, la mitología lo es, sin duda. Pero la frondosidad del tema me rebasa, también por su caracter subjetivo y aún estético, es decir, filosófico y desisto: miro el árbol horadando el cielo azul de noche, la fortaleza del tronco y, acaso sobre todo, escucho a las hojas sacudidas por el viento. Y entonces me extiendo cual arbusto: la belleza es también lo que nos resulta placentero, aquello que no requiere explicación sino que invita al extravío hedonista o la búsqueda de los sentidos primarios. A la celebración de la vida aún con todas las condicionantes morales y éticas, sociales y culturales que la determinan.

Los titanes, hay que recordar, son seres mitad dioses y mitad humanos, como Hyperion, Dios de la luz, o Ceo, Dios del conocimiento y la inteligencia. Entendemos, la luz y la razón se explican por sus rasgos humanos. De otro modo no existirían. El Hyperion es más alto que la Estatua de la Libertad pero no ha sido el más alto en la historia, el privilegio le corresponde a un Eucalipto australiano que vivió en 1872 y alcanzó una altura de más de 139 metros. El árbol más viejo está en Chile y ha vivido 4 mil 853 años pero no se llama Atenea como podría ser si asociamos al tiempo con la sabiduria sino “El gran abuelo”. En cualquier caso el Universo crea obras más fascinantes que los humanos. Ahora bien, decir casi cinco mil años es poco tiempo si anotamos que los homínidos bajamos de los árboles hace siete millones de años pero es mucho tiempo si registramos que el bikini se inventó el 5 de julio de 1946, es decir, hace 76 años, nada comparado con la edad de “El gran abuelo”.

La esmeralda es un mineral que contiene pequeñas dosis de cromo y en algunos casos de vanadio. Su nombre significa “piedra verde”. Las más llamativas están en Colombia, Brasil, Rusia, Mozambique y Zimbabue. Por cierto, la esmeralda más grande del mundo pesa 11 kilos y 400 gramos y su dueño es el canadiense Regan Reaney. La naturaleza es madre del Hyperion y de aquella gema tanto como el marfil que se usa para tallas, en particular, la dentina del elefante. En ésta, por cierto, interviene la creatividad y la destreza, lo cual también verifica que la belleza es hija del tiempo y por ende relativa: una talla prehistórica es apreciada por su hermosura y como vestigio del pasado.

En la actualidad retirarle los colmillos a una morsa para dibujar en ellos erotismo chino no es parte de la cultura prevaleciente. Si se quiere un ejemplo menos dramático diríamos que los soldados de terracota son un patrimonio universal aunque de ningún modo imperaría en la actualidad la intención de perpetuar en terracota a soldados de las guerras actuales, menos aún cincelados en los dientes de algún paquidermo. Lo mismo pasa con la venus de marfil de mamut. Tiene una antiguedad de 40 mil años y fue descubierta hace 14 años en la región de Danubio-Alb. Me gusta reproducir lo que exclamó uno de los afortunados arqueólogos que participaron del hallazgo, el profesor Nicholas Conard: “Nos quedamos sin habla, es una pieza llena de energía y muy expresiva”. La vulva y los senos de la venus son desproporcionados al tamaño de la figura de 6 centímetros de longitud pero, como arguyó Umberto Eco, “lo que funda la belleza es la mirada”.

Ahora que hemos mencionado al extraordinario filósofo italiano, creo que vale la pena machacar en el deber de disociar la historia de la belleza de la del arte, porque, en ocasiones como él anota: “lo bello es la naturaleza”. Como el árbol, los pájaros o un atardecer. Como lo fueron hombres y mujeres que, en su carácter de belleza física excepcional, son parte de la historia. En su celebérrima obra sobre la belleza y la fealdad hay disquisiciones extraordinarias y atrayentes testigos de ello que, además de todo, incluso, han exhibido las flaquezas humanas como Sansón frente a Dalila

Si alguno de nosotros miramos extasiados las nubes que rasga el hyperion, dificilmente alguien nos lo reclamaría, como no lo haría si observáramos las hojas navegando por el río. Miramos admirados por el placer que nos significa lo mirado, el sol, la luna, el mar. No pretendemos poseerlos, en todo caso lo registramos en la memoria para resguardar el instante de la estrella saltarina o el cometa surcando el horizonte. Nos hallamos en una situación distinta cuando el placer de lo mirado suscita el deseo de posesión. Quién no quisiera tener en la estancia de su casa a las Gracias de Rubens o la Maja desnuda de Goya. Y en esa ruta, quién no quisiera poseer el cuerpo Adonis o Afrodita encarnado en el otro o la otra, de acuerdo con nuestros deseos. La belleza es también objeto, sea cosa o tenga vida.

La belleza no es, como quisieron las griegos, la armonía entre el cuerpo y el alma; tampoco es universal como creyó Kant. La belleza es relativa y en la época contemporánea está fragmentada, como dijo el ya citado Eco, dispuesta en una especie de supermercado mundial. El rostro de Saturno devorando a su hijo dibujado por Goya carece de equilibrio entre cuerpo y alma pero es bello aunque la obra hubiera sido repudiada por los griegos si hubiera sido creada 40 siglos atrás. Si todo ello es cierto, la belleza no es universal ni absoluta, está determinada por el tiempo y se expresa de distintas formas.

En estos momentos estoy mirando la fotografía de una mujer rubia en la portada de un periódico. Nació en 1938 en Ibagué, Colombia, muy cerca de los Andes. Murió en la ciudad de México hace casi doce años, el 18 de noviembre de 2010. Se llamó Irlanda Mora. Ignoró lo que vio Praxíteles en Friné para elaborar, inspirado en la seductora hetaira, una figura llena de sensualidad ni sé qué vio Cleopatra en Marco Antonio para amarlo como lo hizo. Lo que sí podemos decir es que la belleza tuvo un rol central, en el caso de Friné, además su artes amatorias, mientras en el caso de Marco Antonio, la astucia política de la reina de Egipto. Lo que yo veo en Irlanda Mora es una belleza inconmensurable, que no requiere argumentarse como no lo requieren los pájaros anidados en el hyperion para afirmar que su canto es un milagro de la naturaleza.

Irlanda Mora es una beldad creada por la vida. Fue, debí decir, porque a los 72 años murió, por cierto, sin la belleza que la juventud prodiga. Otra forma de decir esto es que, como si la belleza tuviera vida propia llega un momento en que se hastía de habitar el mismo cuerpo. Quién sabe qué tanto le habrá dolido ver su lozanía devorada por Saturno. No obstante, sus fotografías esclarecen que tuvo el mar caribe en la vista. No me refiero a sus ojos de esmeralda sino a ese halo excepcional, intenso, con la que la vida prodiga a personas como ella. Escribí “esmeralda”. Ella tuvo trocitos de esas gemas en sus ojos que parecieran regalo de la tierra donde ella nació. Tal vez me faltó escribir que su cuerpo eburneo fue tallado como el marfil para hacer de ella un arte, una gracia hija de Zeus y Hera, como Helena, la esposa de Rubens que la representó en aquel cuadro tan famoso.

Irlanda Mora fue actriz y vedette. Su rostro fue romance y su voz música interpretada por Euterpe. Si la belleza como dije antes nos resulta placentera, mirar a esta mujer me provoca lo mismo que las piernas entrecruzadas de Marlene Dietrich sentada en aquel tonel y la boca entreabierta de Marilyn Monroe diciendo lo fresco que resulta el aire entre sus piernas. Y sí además de todo la belleza puede enloquecer, me someto al veridicto del lector para cuestionar mi cordura si así lo decide, al leer o escuchar que el porte de Irlanda Mora no sólo maravilló en los años 70 del siglo pasado en las obras de teatro ni en los más de veinte filmes y teledramones en los que participó. No. En mi opinión, dejó para siempre el registro indeleble de la hermosura femenina de aquella época. Irlanda es la venus del Danubio que hace más de 40 mil años representaron nuestros ancestros.

Una de las peores cargas que ha debido soportar la belleza humana es la admonición que dicta a quien la admira y codicia un comportamiento que valore más al corazón que a la apariencia, más al desprecio de la hermosura que al temple de los sentimientos y la razón. La religión católica va más allá y no sólo asocia la hermosura con la castidad sino a la concupiscencia con el diablo. Algo así le sucedió a Irlanda Mora al aparecer en bikini o cuando en marzo de 1976, posó semidesnuda en la revista Caballero a los 38 años de edad. El hecho no es aislado ni baladí. Refleja lo que estaba sucediendo en todo el mundo con la explosión de nuevos paradigmas de belleza y, acaso sobre todo, que las mujeres libres estaban haciendo con su cuerpo lo que querían y retando al regaño espiritual porque la preciosura de una mujer eran tentaciones casquivanas.

Hay suficiente material fílmico y fotográfico que soportará la trascendencia de la artista colombiana, Internet ya es un infinito espacio para la antropología digital. Lo que no existe ahora, al menos no para quien esto escribe, es el consuelo de verificar que la belleza no sólo es relativa, objetiva y subjetiva, a veces realidad y otras artificio. Es también deseo. En el caso de Irlanda Mora deseo de poseer frustrado porque la belleza humana, como el portentoso amanecer o el árbol más longevo del mundo, es efímera. Irremediablemente.

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