Compartir

Algunos entre quienes hablan cotidianamente sobre “decolonización” desean ver campos floridos de teoría y filosofía en la actividad intelectual de regiones como América Latina. La explicación sería que liberados de los esquemas europeos se volvería posible valorar los aportes de lo descrito como otras formas de pensar. Entre la gente de a pie esto llega a desvaríos por los cuales las sociedades precolombinas —a pesar de sus rasgos cercanos al totalitarismo— serían modelos alternativos deseables y preferibles sobre la supuestamente “agotada” democracia liberal. Es una lógica semejante a la que lleva a la cultura oficial mexicana a calificar como gran filósofo a un personaje como José Vasconcelos, sin serlo. Y es parte del problema: atribuir valor —así sea desde las mejores intenciones— no otorga características equivalentes en lo que se busca reivindicar, tampoco solventa las preguntas referirse a paradigmas que habría que socavar.

El libro Teoría del ensayo del profesor José Luis Gómez Martínez (1943, España) ofrece elementos para discutir si el pensamiento teórico florece por doquier. Quizá convenga abordar esta cuestión de la manera más coloquial, a riesgo de desafiar el purismo académico. De la teoría se habla mucho y multitudes creen hablar desde ella, pero abundan las confusiones alrededor de la teoría. Una fácilmente superable es suponer la teoría como mera oposición a la práctica: abstracción de individuos incapaces de hacer. También cabe aclarar que la teoría no es una descripción somera ni siquiera un examen detallado, sino una especulación plausible sobre lo fundamental de lo abordado: dice algo no fácilmente observable pero sí convincente, vincula elementos que otras perspectivas abordarían por separado. Dada su sofisticación, la teoría no es un esquema para aplicar en cualquier ocasión sino un planteamiento para discutir ante diversos hechos. Decir que algo no es teoría no es ofensivo ni intento de degradación, sino búsqueda de conocimiento específico. Es revelador que se entienda como descalificación el deslindar lo teórico de lo que no lo es.

El idioma español no ha sido lenguaje por excelencia de la teoría ni de la filosofía. Muchos autores de esta lengua —sumamente apreciados— terminan clasificados como ensayistas, en oposición a la seriedad otorgada a otras clases de escritura (esta taxonomía descalificatoria es común en universidades de lengua castellana). Ejemplo típico de esta tensión —y autor multicitado por Gómez Martínez— es, por supuesto, Ortega y Gasset a quien ciertos filósofos tienden a ver exclusivamente como escritor. En este sentido, que Gómez Martínez titulara su libro Teoría del ensayo tuvo algo de osadía. El autor se formó académicamente en Alemania y Estados Unidos. Ahora profesor emérito, desarrolló su carrera en la Universidad de Georgia desde 1974. Apasionado del género ensayístico, a partir de 1997 ha nutrido y mantenido una página de internet (ensayistas.org), que contiene textos sobre el género y una antología del ensayo en español. Así estamos ante alguien con intereses hispánicos en un ambiente académico propicio a la teoría.

El ensayista Alfonso Reyes es constantemente aludido por Gómez Martínez.

Teoría del ensayo tuvo su primera edición en 1981 por la Universidad de Salamanca y la Universidad Nacional de México imprimió, en 1992, la segunda, corregida y aumentada. Ignoro la historia editorial posterior de este título: no es imposible que haya alcanzado el olvido. Gómez Martínez ocupa las primeras páginas de su libro en rastrear acepciones registradas de la palabra ensayo. Al hacerlo emprende una tarea filológica y de lingüística histórica más que teórica. Sin haber sugerido una “definición” sino habiendo sólo apuntado la problemática, el siguiente paso es una breve historia y caracterización del género. Si bien hace notar antecedentes tanto clásicos como españoles —después regresa también a los usos de la palabra en su país de origen— alude a la novedad de Montaigne y a que tanto él como Bacon dan, con diferentes temperamentos, un carácter personal a los ensayos “que profetizan el futuro individualista del género”. Este rasgo colinda, como anota posteriormente Gómez Martínez, con que “el carácter autobiográfico es tan antiguo como el ensayo mismo”. En otro apunte sugerente plantea el “carácter dialogal” del género que resume diciendo que “el ensayo es un diálogo donde uno de los personajes es el autor y el otro es el lector”.

Gómez Martínez hace notar que las condiciones para la difusión del ensayo sólo llegarían hasta el siglo XVIII con la aparición de publicaciones periódicas de difusión considerable. Al mencionar autores como Martí, Paz y Reyes a través del libro, Gómez Martínez también afirma: “el cultivo del ensayo en Iberoamérica alcanza las proporciones de un denominador común que caracteriza la producción literaria de muchos de sus escritores más destacados”. Página tras página, el autor deja un mapa de ensayistas de cada época, entre citas que, aunque pertinentes, llegan a ser excesivas pues sólo ilustran, sin ser tomadas como objeto de discusión. Información, pero fuera del plano teórico.

Al llegar a su breve cuarto capítulo Gómez Martínez da un giro que no es afortunado: intenta una inmersión en el lenguaje teórico. Dice, por ejemplo, que “el lenguaje del ensayista, como el de cualquier otro escritor, surge siempre en tensión en el seno de una lengua que lo aprisiona, que en cierto modo lo determina, pero a la que también, en la medida de su fuerza creadora, supera y modifica”. Al lado de esto le ocupa un asunto que ya entonces merecía la etiqueta de materia “posmoderna”: “la posibilidad de significar”. Sin embargo, aún en esa sección Gómez Martínez no se muestra en sincronía con planteamientos teóricos que para entonces eran de larga discusión. Escribió enunciados que estaban en oposición a tales tendencias, sin hacerlo combativamente sino desconociéndolas: “el significante original, el primario, el raíz, del cual derivan todos los demás, en la complejidad significante/significado, es lo humano, cuya esencialidad, de la cual todos participamos y que fundamenta la posibilidad dialógica, al mismo tiempo que así se reafirma se pospone”. Como si el antiesencialismo no hubiese existido.

El profesor José Luis Gómez Martínez se ha dedicado a estudiar el género del ensayo.

Gómez Martínez cubre, sin mayor elaboración, desde la “voluntad de estilo” hasta que “de cualquier tema puede nacer un ensayo”, pasando por cuestiones que parecen corresponder a la descripción retórica, como al hablar de digresiones típicas en el género. También aborda caracterizaciones, como que el ensayo estaría enfocado a “sugerir” y no a convencer. Otros puntos tratados resultan cuestiones editoriales —o, en el mejor de los casos—recomendación de lectura, como al hablar sobre el “orden cronológico” de los ensayos. La última sección, “El ensayo y las formas de expresión afines”, cuya utilidad no es evidente, es la más extensa del libro e incluso presenta gráficas de dudosa utilidad. En ella, Gómez Martínez compara el ensayo con el drama, el tratado, la novela, la carta y después también con el artículo de crítica, tras repasar los géneros biográficos, la “prosa didáctica” y el “artículo costumbrista”. Son claroscuros enfáticos en el libro.

A través de Teoría del ensayo hay afirmaciones esclarecedoras que, sin embargo, no dan el brinco al nivel teórico: “lo ‘actual’ se encuentra en esa actitud, siempre implícita en todo buen ensayo, de problematizar el propio discurso axiológico”. También tienen su espacio las citas persuasivas, como las palabras de Nicol: “el ensayo se dirige a ‘la generalidad de los cultos’”. Un argumento de Gómez Martínez es que cuando él habla de “sinceridad” y “autenticidad”, lo hace sobre el “autor implícito” no sobre un escritor individual histórico. Esto iría más allá de lo que él llama “comunicación bancaria” a favor de una comunicación y “lectura humanística”. Simultáneamente emergen posiciones simplistas: “valor perenne del verdadero ensayo”.

Leer los capítulos de Teoría del ensayo es recorrer la descripción de características que tradicionalmente se adjudican al género. Y ese es el problema: identificar la descripción —así sea minuciosa— con teoría. Cuando trata la exhaustividad, Gómez Martínez no propone una reflexión acertada sobre por qué el ensayo no agota sus temas, sino que se detiene en describir que los autores acostumbran a dejar algunos de ellos sólo apuntados. El profesor dedica espacio semejante a cuestiones pertinentes —pero intrascendentes, como la inexactitud de citas en los ensayos— y a la cuestión clave del “subjetivismo” del género. Pero insisto: se trata de un recorrido que no carece de aciertos. Cuando aborda la oposición entre especialistas y ensayistas, Gómez Martínez dice que exagera al afirmar que los primeros investigan y los segundos interpretan, pero hace clara la distinción de que la falta de especialización no es equivalente a “vulgarización” pues “lo importante no son los datos, ni las teorías que se aclaren, sino el proceso mismo de pensar y las sugerencias capaces de ser proyectadas por el mismo lector”. De manera semejante aborda “que el ensayo es una forma de pensar, quiero indicar que está escrito al correr de la pluma, como diálogo íntimo del ensayista consigo mismo”. Y Gómez Martínez vincula la carencia de “estructura rígida” con que “el secreto de la permanencia del ensayo [sería]: el ser fragmentario, el ser incompleto sin la participación del lector”.

El filósofo José Ortega y Gasset es también referencia constante de Gómez Martínez.

El subjetivismo del ensayo se conecta con la deriva autoficcional reciente en la literatura, pero también con algo que muestra falta de pensamiento teórico en el libro. Dice Gómez Martínez: “si los ensayos son producto de la personalidad del escritor también lo son de las circunstancias, de la época en que éste vive. Son, por así decirlo, el termómetro de la sociedad”. Esto es afirmación común y creencia compartida, la aproximación teórica sería indagar por qué ocurriría así —si es que en efecto esto sucede— de qué manera la sociedad se trasminaría al escritor y por qué el género sería el receptáculo por excelencia del proceso. De lo contrario estamos ante confusiones como las que llevan a considerar que en 2024 hablar de palestinos o colocar cubrebocas a los personajes plasmaría la experiencia de nuestro tiempo, cuando no es así.

En abstracto simpatizo con buscar dejar atrás modelos que limitan para mal. Pero, con frecuencia, al confrontar las prácticas —sean políticas, literarias o de otro tipo— se vuelve evidente que se trata de un deseo, más que de una innovación intelectual: que algo sea otra cosa. A veces, tal orientación pretende otorgar una cualidad que no necesariamente se corresponde con las realizaciones de cualquier individuo, independientemente de sus pertenencias culturales. José Luis Gómez Martínez sintetiza que “el ensayo, pues, no pretende probar nada, y por ello no presenta resultados, sino desarrollos que se exponen en un proceso dialógico en el que el lector constituye una parte integral”. Su Teoría del ensayo ofrece un recorrido por el género, no necesariamente una introducción; con claridad la teoría está ausente.

Autor