Ningún sistema electoral puede hacer que las mejores personas lleguen al poder, aún cuando tengamos idea en qué consiste el término. Sin embargo, un entorno que fomente la competencia puede hacer que lleguen los más aptos. Esa es una tarea de las reglas electorales, especialmente en temas como el libre flujo de información y un entorno que fomente la discusión.
¿Puede haber mensajes o campañas negativas? Es parte de la naturaleza humana, y al respecto hay dos opciones regulatorias. La primera, apostar por silenciar mensajes considerados negativos, lo cual fomenta la victimización por parte de los candidatos, lo cual lleva a controles y restricciones para liberar a la gente de escuchar lo que los partidos no deseen que escuchemos. La segunda apuesta por la democracia: que la gente, ante el libre flujo de información, haga su juicio, obligando a los candidatos a responder de formas distintas a tirarse al suelo.
Por ejemplo, a propósito del enojo del presidente por la rechifla al gobernador de Tabasco, recordemos una pequeña toma que se le dio durante los debates de la campaña de 2018, donde momentáneamente abrió la boca, enseñó los dientes y envió una mirada de odio ante una crítica. En un entorno competitivo, los candidatos suelen golpearse con cualquier recurso, pues así nos hacemos idea de cómo reaccionarían ante verdaderas crisis de gobierno. Al contrario, las reglas electorales han hecho que las campañas parezcan más una larga pelea de quinceañeras con almohadas.
Lamentablemente nuestras leyes electorales se pueden leer como un conjunto de reglas que protegen a un oligopolio: condiciones de entrada demasiado altas, condiciones de permanencia bajas y reglas de competencia que fomentan la mediocridad colectiva. No es de sorprenderse que el único candidato con un discurso emotivo haya ganado ante partidos que habían entrado en una zona de confort tras las reformas electorales de 2007.
Muchos de los expertos que diseñaron una normativa electoral prohibitiva hasta el, absurdo, sobrerregulada y que generó condiciones para que los partidos busquen mantener la renta del dinero público manteniendo un 3% de votación, en lugar de competir para ser alternativas de gobierno, están actualmente en el Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE). Todavía peor: ante la táctica de López Obrador por estirar las leyes electorales en su beneficio desde que se fundó Morena, optaron repetidas veces por el apaciguamiento en lugar de la aplicación de la ley.
Es por ello que me siento ambivalente cuando se llama a la defensa del INE: reconozco el riesgo real que hay de captura de la institución por parte de Morena y sus consecuencias, temo que el discurso moral y emotivo del presidente pueda facilitar la imposición de perfiles que él considere idóneos, ante la pobre imagen que tienen los consejeros en su conjunto.
¿Confío en la decisión que llegue a tomar la Cámara de Diputados? Me temo que no, pues un órgano legislativo toma decisiones políticas antes que técnicas, por más capaz que pueda ser el Comité Técnico. También es evidente que Morena y aliados tienen la capacidad para imponer a sus candidatos. Incluso imagino lo peor: a la oposición prefiriendo hacer un Kenia López Rabadán, guardando información que podría descalificar a un candidato, pensando medrar del tema una vez que haya sido designado, en lugar de hacer planteamientos firmes durante la discusión sobre los perfiles y la negociación sobre las ternas.
¿Qué hacer? Sabiendo que en estos momentos se dejaron de tomar acciones y decisiones importantes para mejorar la imagen del INE, ¿qué tal por una autocrítica de las leyes que ayudaron a diseñar y presentar propuestas para su calibración? Es así como se comienzan a plantear y posicionar alternativas. Sólo así me sumaría a la defensa del órgano autónomo.
Este artículo fue publicado en Indicador Político el 3 de marzo de 2020, agradecemos a Fernando Dworak su autorización para publicarlo en nuestra página.