lunes 08 julio 2024

¡Vayamos por un Holandés!

por Ricardo Becerra Laguna

Hasta los ocho años mis héroes terrenales tenían fuertes resonancias, memorizables instantáneamente, portuguesas: Pelé, Jairzinho, Tostao, Rivelino… esos campeones hechos casi mexicanos por sequía moral y ganas autóctonas de adoptar un equipo ganador, huérfanos en ese mundial organizado por nosotros. 

Todo eso lo asimilé por la televisión, el radio, mis amigos y por su correlato de conversaciones en casa: habíamos sido la sede universal del mejor futbol nunca visto en la historia. “El” mundial –decía Ángel Fernández- la Ilíada del futbol, escenario del “partido del siglo”… ni más ni menos. 

Bueno. Eso creía y es posible que la versión-ilusión tuviera buenas dosis de verdad: México 70 fue un gran espectáculo de futbol y el partido de Alemania contra Italia sigue siendo un ejemplo épico, en toda la línea. 

Los años pasaron y mejor enterado, a los nueve, pude ver en mi televisión Philips a color, el primer mundial completo de mi vida –eran vacaciones- desde Múnich, y lo que miraba era ya muy otra cosa. Una cosa que no alcanzaba a entender. Brasil se contoneaba en sus laureles, pero lo realmente relevante venía de Polonia, Alemania y sobre todo, de Holanda. Allí había ocurrido una gran transformación del que no estaba enterado –entre otras cosas- porque Haití nos había despedazado penosamente y nuestra selección no acudió a ese mundial.  

Pero el futbol de 1974 era una cosa muy diferente al de 1970, algo francamente inentendible para mi, pero que lo escuchaba una y otra vez de mis mayores y de los comentaristas deportivos. La “naranja mecánica” hacía un tipo de juego que nunca se había visto a ese nivel y en efecto, deslumbraba, ganaba, arrasaba. 

El futbol dejaba de ser el oficio del portero enorme, de la gambeta azarosa, del pase sorpresivo después de la jugada semilenta y del remate imparable ejecutado por un semidios para volverse una organización. No podía entenderlo.

Creo que pude captarlo muchos años después, pero lo que se veía en 1974 y luego en 1978, era el fin de la inocencia futbolística: un juego cerebral, un tipo de plan y de jugadores que hacían lo que nadie había imaginado: rotar, cambiar de lugar, correr y no tocar el balón más de tres veces por posesión (eso lo decía Fernando Marcos). 

Era el inicio de otro futbol que a los mas exquisitos les impuso una mojonera infranqueable y que por eso volvió incomparable a Pelé, a Di Stéfano, a Puskás, con el ícono de ese cambio Johan Cruyff. 

¿Qué pasaba? Los diez jugadores en el campo rotaban, no tenían una posición; cada 15 minutos un jugador promedio, de cualquier selección, se encontraba con un holandés diferente, desconcertante: Neeskens, Krol, Rep y Blakenburg, en 1974. A su vez, cada holandés jugaba de defensa, medio o delantero en secuencia de 15 minutos lo que imponía una sincronización y una potencia física que no se había visto –de conjunto- en el futbol. Era el nacimiento de la modernidad. 

Fue Rinus Michels, el entrenador de entonces, quien concibió desde 1973 la idea de este nuevo futbol (al que México todavía no llega) y Cruyff es el artífice que lo encarnó, lo hizo plástico, plausible y practicable, incluso, el que sazonó y mejoró las ideas de su propio director técnico. 

Las selecciones y los equipos de entonces –y después- vieron titanes que siguieron cargando a sus equipos sobre sus hombros (Beckenbauer, Maradona, Platini, Zidane) pero la idea holandesa siguió pesando y haciendo hegemonía entre las tribus de los muy bien pagados tácticos del futbol. 

Holanda (y Cruyff) nunca consiguieron un título, pero su escuela y su concepción cuajó en el Áyax y en el Barcelona con resultados no superados hasta hoy. 

El futbol dejó de ser materia de artistas (si con la excepción de Messi), para convertirse en un conglomerado de talentos que aparecen o desaparecen en el campo, que responden a una idea preconcebida y a una condición física insólita (Arjen Robben, nuestro verdugo en 2014, a su edad, es más rápido y soportaba más recorridos en el campo que un fondista de cinco mil metros.

Cruyff me (nos) obligó a pensar en el futbol como una cosa más seria. Le quitó la inocencia a un deporte que a ratos parece sencillo, simplón, hijo del genio lo mismo que del error. Los mexicanos deberíamos proponernos aprender de esa escuela (que este mes cumple 50 años) para convertir nuestro futbol en un juego mucho mas exigente y también interesante.   

También te puede interesar