“Un poco de sinceridad es algo peligroso, y mucha es absolutamente fatal”, advertía Oscar Wilde. Qué información debe reservar un gobierno es un tema que se debatirá siempre. En las democracias desarrolladas, con tradición de transparencia, no hay duda sobre la necesidad de mantener secretos, y lo que se discute es quién decide, cómo se guardan, por cuánto tiempo, y desde luego las responsabilidades del caso. En esa cancha aplica la práctica inmemorial de escurrir el bulto, pero el concepto un poco más técnico de “negación plausible” lo inventó la democracia imperial estadounidense para que, en caso de que algo salga mal en alguna operación encubierta, los mandos políticos puedan negar conocimiento sin cometer perjurio.
Caminar al filo de la navaja tomando acciones heterodoxas en un Estado de derecho puede generar tramas complicadas, pero en el mundo de la política real y la condición humana los secretos y la transparencia son complementarios. Contingencias y circunstancias mediante, la relación de un gobierno con la verdad, o con lo que más se le parezca, emana de valores que, para que apliquen, deben tener un asiento cultural, y concreción legal e institucional. La negación plausible y otros recovecos funcionan con procesos y como excepción. Se requiere pues que los escrúpulos deriven en norma social y en sistema político. Naturalmente, los regímenes de sangre espesa lo primero que se revientan es la credibilidad, sus negativas son todo menos plausibles, y se ahorran éstas y otras disquisiciones. Cada quien…
En México no arraigaron los escrúpulos ni los diques, y la información oficial colapsa en la singularidad de un teatro del absurdo que no solo destruye perspectiva y memoria, sino que genera escuela en tirios y troyanos. El temor a la verdad es lo que da valor a la mentira, pero cuando el escándalo pierde brío, cuando el descaro es rutina, cuando ya no hay necesidad para el disimulo, se ingresa a una etapa inferior de la degradación política. Entre ejemplos sin fin, están las mal llamadas cifras de incidencia delictiva. Con la licencia y el ejemplo que da un gobierno federal que miente todo el tiempo sobre cualquier cosa, ahora las autoridades locales, de todos los signos, avientan números que han pasado de sospechosos a inverosímiles a ridículos. Es así como, ante la mirada perdida de esa nulidad que es el Secretariado Ejecutivo del inexistente Sistema Nacional de Seguridad Pública, algunos gobiernos estatales nos dan la primicia de que ya eliminaron tal o cual delito, o casi, o lo que sea, porque ya da igual; ya fondearon y ya no importa la verdad, desde luego, pero tampoco la mentira.
En este vacío, sin policías ni fiscalías; sin denuncias, información ni análisis, los opositores y los “observadores” ven visiones, incluida una “estrategia” fallida. La progresía que apenas ayer se azotaba a gusto con la militarización, y que luego en su mayoría votó por la opción más retardataria y militarista de que se tenga memoria, hoy sólo brincan, un poquito, cuando pierden una plaza, una asesoría, una beca, una vida. Hay quienes todavía se desviven por ofrecerle al señor que miente, pero no engaña, el refugio de la negación plausible. No sabe, no entiende, dicen, pero el personaje se resiste, y a pesar de que sus insuficiencias no son plausibles, porque son oceánicas, insiste en saber todo y decidir todo.
Son los tiempos de una ignorancia sabionda, sin culpas, que baja el switch y arrastra a todos en su torpe marcha hacia la noche.