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sábado 21 diciembre 2024

Vida en espejo

por Juan Villoro

Cada persona es el reflejo de otra. Esto se vuelve muy evidente con los destinos que suceden en mancuerna: si te encuentras a Lucía, casi siempre está con Laura, lo cual provoca malentendidos: coincidí con ella en un parabús de Insurgentes, pero como estaba sola, no la reconocí y se ofendió con un encono que acaso motivó este artículo.

Del kínder a la Universidad, mi mejor amigo fue Pablo Friedmann. Cuando alguien me veía sin él, preguntaba: “¿Y Pablo?”. Joselo Rangel, del grupo Café Tacvba, me contó algo parecido, que revela la identidad colectiva de su banda. La gente no lo saluda en singular sino en plural: “¿Cómo están?”.

Cuando dos escritores de Guadalajara llegaron a vivir a la capital nos acostumbramos a verlos como un dúo. Mauricio Montiel Figueiras y Bernardo Esquinca iban juntos a todas partes y durante un tiempo compartieron oficina. Si uno llegaba sin el otro, algo faltaba. Fabrizio Mejía Madrid resumió el dilema con ingenio mientras los esperábamos en una cantina: “¿Sólo viene Monti o viene el Full Monti?”.

Thomas Mann destacó un rasgo distintivo de la cultura alemana, donde los bosques sirven para filosofar: el gusto por la soledad. Ese paraíso es nuestro infierno. Una de las peores tragedias del mexicano consiste en que lo dejen plantado en un restaurante y tenga que comer solo. Mientras revisa el menú con angustia, desvía la vista en busca de un conocido que lo rescate del naufragio en otra mesa.

Sin que los verificadores de datos de este periódico dediquen demasiado tiempo al asunto, podemos afirmar que el mexicano disfruta la compañía, a tal grado que sobrelleva el hacinamiento mejor que los pueblos solitarios.

Tuve una epifanía en la estación Niños Héroes del Metro. En estos momentos en que los túneles subterráneos se han vuelto temibles por falta de mantenimiento e insondables sabotajes, vale la pena recordar que también ahí ocurren iluminaciones. Viajaba apretujado, procurando que no se me cayera un cubrebocas demasiado flojo, cuando sentí una inconfundible señal de que formaba parte del tejido social: un palito de elote me picaba las costillas. Ese leve contacto activó una sensación de pertenencia superior a las proclamas de los próceres. La estación se llamaba Niños Héroes, pero la patria llegaba a mí con un trocito de madera. ¿En cuántos partidos de futbol, conciertos de rock, mítines y Días del Grito no he sentido lo mismo, la peculiar sensación de ser uno con la multitud, derivada del maíz que dio lugar a esta civilización y permitió que existieran los elotes que pedimos “con todo” y de los que sólo queda un resto mínimo, el palito que llevamos con descuido y con el que tocamos a los demás para hacer ciudadanía?

De esta exaltada prueba de identidad nacional paso a otro tema decisivo: la vida comparada. Recuerdo la sorpresa de Pablo cuando a los dieciséis años se enteró de que era bueno. Su novia fue a una reunión con otras amigas que hablaron pestes de sus novios. Por contraste, Pablo le pareció un santo; sus virtudes se manifestaron gracias a los defectos de los otros.

En mayor o menor medida, vivimos en función de la conducta ajena. Si alguien juzga que Bety se maquilla demasiado, ella responde: “No han visto a Karla”. Un cineasta al que conozco desde niño hace películas difíciles de ver que ganan premios en festivales. Pero su mejor amigo hace películas tan densas que las suyas parecen de Spielberg. ¿Para qué aligerar sus tramas si basta ver las del otro para que se aligeren solas?

Hace poco, un colega del periodismo me contó de su reciente aversión a los viajes. Durante años vivió ilusionado por conocer sitios lejanos y encontró el modo de que su pareja aceptara sus ausencias. Pero su equilibrio emocional dependía de otra persona. Su ajetreo era fuerte, pero nunca como el del más envidiable de sus compañeros.

Un día coincidió con él en un frente de guerra y lo vio cojear. Fue el primer signo de una enfermedad que le impediría seguir viajando. A partir de ese momento, mi amigo se sintió como un animal demasiado suelto. El Otro había sido el modelo en que se medía: no paraba de viajar y escribir, y eso le impedía quejarse de su propio cansancio.

Ante el espejo, no buscaba su imagen sino la del Otro. De pronto, esa figura inalcanzable perdió significado y él conoció el vacío, la tragedia de no poder compararse.

Vivimos porque otros viven.


Este artículo fue publicado en Reforma el 03 febrero de 2023. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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