Queridas amigas, queridos amigos:
En primer lugar, quiero agradecer la invitación del Fondo de Cultura Económica, una editorial, una empresa cultural, un punto de referencia tan importante para tantos y, desde luego, para toda la gente de mi generación, que no teníamos en nuestro país posibilidad de leer en castellano obras fundamentales, nuevas, críticas, y gracias al Fondo muchos de nosotros pudimos, si no salir del todo de la ignorancia, por lo menos ser un poco menos ignorantes. Esto es lo que habríamos sido si no hubiera existido el Fondo.
Yo digo que agradezco, por supuesto, la invitación a esta semana y también considero, con mucho agradecimiento, un error muy generoso el haber sido yo el encargado de cerrar esta semana, porque aquí ha habido gente muy importante, expertos de muy alto nivel, y yo en realidad no puedo venir más que como lector. No soy un experto en el mundo de la edición y mucho menos en el mundo de Internet, del e-book, de todas estas grandes novedades. Supongo que si alguien ha generosamente preferido que yo cerrara esta semana, estos días, habrá sido simplemente por eso, precisamente porque soy un poco el punto cero, en el sentido de que soy simplemente un lector. Al igual que ustedes, que fundamentalmente, antes que nada, son lectores -aunque sean, por supuesto, escritores, editores, etcétera-, soy un lector y quizá por eso se habrá preferido que sea un lector quien se dirija a otros lectores después de haber estado reflexionando en torno al libro unos días.
El libro, como saben ustedes, es una realidad singular, quizá una realidad no meramente técnica, no meramente. No es un invento, sino que es algo que surge de nosotros, que es un atributo casi de la humanidad. Puede que Borges, que tanto ha escrito sobre los libros y la lectura, sea uno de los que lo han expresado con más claridad. Dice: “De todos los instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación”. Es decir, los demás instrumentos prolongan nuestro cuerpo y el libro es un instrumento que prolonga el espíritu, que prolonga nuestro espíritu, y eso hace que sea especialmente importante, especialmente singular.
Por supuesto, aunque el libro se define como ese conjunto de hojas, con un volumen y un tamaño determinados, nosotros sabemos perfectamente que los libros anteceden en el tiempo al formato que hoy conocemos. Hubo, por supuesto, épocas en que hombres cultísimos y que forman la base de nuestra cultura nunca tuvieron en las manos un libro en el sentido moderno. Aristóteles no tuvo un libro, Séneca y otros autores no conocieron lo que es el libro en el sentido moderno del término, de modo que tampoco tenemos que escandalizarnos si futuros eruditos, si futuros escritores, si futuros creadores no tienen exactamente un libro como los que tenemos nosotros.
Es evidente que para algunos de nosotros el libro es ese objeto precioso, ese objeto necesario, ese algo que nos sirve de decoración, de compañía, de vicio. Pero, en fin, no hay más remedio que admitir que si tantos grandes creadores y grandes pensadores y grandes literatos del pasado no tuvieron nunca un libro en las manos, es perfectamente posible que, sin perder la creación y sin perder la relación lector-escritor, que es la importante, haya un momento en que los futuros lectores, los futuros creadores utilicen otros soportes que no sean propiamente el libro.
A mí el libro como soporte me parece muy bien; es decir, yo tengo un amigo que trabaja con ordenadores y que siempre me dice: “Yo estoy seguro de que si el libro se hubiera inventado después de la computadora, todo el mundo lo habría considerado un gran progreso”. Porque realmente el libro es algo bien pensado, es algo cuyo motor es nuestra propia atención y no algún otro mecanismo. Es decir, ustedes habrán visto, sobre todo, en países anglosajones, cuando llegas a un hotel y entras a la habitación, el camarero o el conserje que te acompaña te enseña la habitación, el mini bar, y te enciende la televisión. Yo siempre me quedo un poco sorprendido porque digo: “¿Se va a quedar usted aquí conmigo a ver la televisión? Yo no la voy a ver; si usted quiere, nos quedamos los dos a ver el programa de televisión”. Es verdad que la televisión puede estar funcionando y quedarse ahí funcionando sin que nadie la vea. La televisión se alimenta a sí misma, funciona y se da cuerda por sí misma. En cambio, un libro no se puede quedar leyéndose solo: el libro siempre está esperando el complemento que le ponemos nosotros. La sangre del libro, lo mismo que esa sangre que vierte en un momento determinado Ulises cuando desciende al averno, esa sangre que vierte para atraer el espíritu de los muertos y poder hablar con ellos, es nuestra sangre, la que nosotros vertemos para que los muertos, los escritores, los que han creado toda esa gran tradición, vengan a encontrarse y hablar con nosotros.
Por supuesto, el libro poco a poco se va convirtiendo, a lo largo de la historia, también él mismo en protagonista de los propios libros. En el Orlando furioso hay un momento, que quizás ustedes recuerden, en que el mago Atlante lucha con Bradamante. Bradamante se presenta completamente con todas sus armas y todo de blanco; el mago Atlante solamente se presenta con un libro en las manos. Y entonces, cuando el otro se arroja sobre él, el mago va leyendo en voz alta los golpes de una batalla descrita en el libro y todos esos golpes le van cayendo constantemente a Bradamante mientras Atlante los va leyendo, de tal manera que al final, aunque parezca paradójico, la batalla se inclina del lado del mago y no de Bradamante. Finalmente éste hace un truco y logra vencer al mago, pero no les cuento qué truco para que tengan que leer Orlando furioso de nuevo, si no se acuerdan del truco.
Uno que escribió cosas muy hermosas sobre los libros, es decir, no sobre el libro, sino sobre la relación que el libro establece entre el autor y el lector, fue Montaigne en su ensayo sobre los libros, que es donde precisamente dice esa tan hermosa frase de “yo no hago nada sin alegría”. Montaigne habla de eso, de la alegría que a él le produce leer, y también de que él exige el placer, exige la alegría en la lectura, y de que la lectura sustituye a la memoria que a veces nos falta. La lectura no hace falta que sea puntualmente recordada: nuestro cuerpo, nuestro inconsciente recuerda lo que hemos leído. Estamos hechos de libros, de personajes, de situaciones: la lectura nos transforma. No hace falta que la recordemos. Probablemente todos nosotros hemos olvidado mucho más de lo que recordamos de cuanto hemos leído, pero eso que hemos leído, en su momento, nos ha ido transformando. Somos nosotros gracias a esas cosas que hemos leído, gracias por lo menos a esa atención que hemos prestado, a esa aventura de la lectura.
Es verdad que la lectura es un acto de intimidad entre dos sujetos, que pertenece al mundo simbólico, y es un acto de intimidad que desafía al tiempo y desafía a la distancia. Recuerdan ustedes a Quevedo, pero también Maquiavelo, por ejemplo, cuando habla de cómo leía los clásicos; muchos lectores insisten en que leer es hablar o relacionarse con los muertos, por lo que tiene una cierta dimensión de espiritismo. Es verdad que también leemos a nuestros contemporáneos, pero la singularidad que tiene el hecho de que nosotros no simplemente rindamos culto a los muertos y los veneremos y los enterremos y les levantemos monumentos, es que todavía podemos convocarlos y entrar en relación íntima con ellos, en una relación que no se corresponde a una descripción fotográfica de lo real, sino de lo que alguien ha sentido como real desde su intimidad.
El mundo de la lectura es un mundo de la libertad: liber era “libro” y “libre”.
La libertad del que se lee, la libertad del libro.
O sea, la lectura, sobre todo, la lectura de obras de reflexión o de obras literarias, y la poesía, por supuesto, nos introducen en la intimidad de alguien que estaba viviendo una realidad tan real como la que nosotros vivimos. No es simplemente una descripción de otro mundo, de otros paisajes, de otras formas de conducta, sino de lo que se sentía en esos paisajes, en ese mundo. Proust decía que la lectura era amistad sin frivolidad. Es decir, que la amistad que tenemos con nuestros autores favoritos es una amistad sin frivolidad; no esperamos simplemente agradar, tontear, sino que es una amistad profunda porque va de una intimidad a otra intimidad. Es una relación entre dos intimidades, y en ese sentido es una amistad sin frivolidades; por eso decía él que la conversación era un arte desdeñable comparada con la lectura.
Siempre ha habido una cierta preocupación, como saben muy bien ustedes, sobre si se lee más o se lee menos, o si se está abandonando la lectura, si los jóvenes leen más o leen menos. Es una preocupación que viene desde finales del siglo XIX y principios del XX; desde entonces ha habido personas preocupadas al respecto, hasta el punto en que, por ejemplo, John Ruskin propuso que se sustituyera el servicio militar -que según él no servía para nada, sólo para causar males y para preparar ejércitos y daños- por un servicio literario: que los jóvenes tuvieran que estar dos años en un cuartel leyendo obras que les fueran pasando sus autoridades. No sé si, así como algunos salimos del servicio militar con una visión no demasiado positiva del ejército, a lo mejor eso sería una forma de hacernos aborrecer la lectura, de modo que probablemente sea mejor dejar que la espontaneidad funcione por sí misma.
Porque la lectura es un acto creador, no un acto pasivo. No leemos con la parte pasiva. Yo creo que la visión de imágenes -no digo imágenes de la televisión, sino de las imágenes más significativas, un Rembrandt por ejemplo- puede no ir acompañada de un ejercicio de pensamiento reflexivo. En cambio, incluso la lectura más vulgar o más ingenua es un ejercicio de reflexión. Es decir, la lectura es siempre un conato de pensamiento, un comienzo de pensamiento. De ahí que la lectura sea algo creador, algo en lo que nosotros ponemos mucho de nuestra parte, algo que incluso podemos poner a la misma altura que la escritura. Casi todos los grandes escritores, e incluso los pequeños escritores, escribimos -yo entre los pequeños- por fidelidad a lo que nos ha causado placer. Es una forma de continuar un placer porque hemos conocido ese placer en la lectura; pero en el fondo también podríamos decir que lo mismo que pensamos que hay grandes escritores y excelsos, distintos y superiores a todos los demás, también puede haber lectores de una calidad especial. El propio Borges decía que los buenos lectores son cisnes negros, incluso más raros y más preciosos que los propios creadores.
El libro en sí probablemente va a sufrir transformaciones; ya de por sí el libro tiene una vinculación con el pasado, que lo incluye entre los objetos preciosos, entre los objetos, digamos, que tienen no solamente contenido sino también forma estética. Pasear por un libro antiguo es como pasear por una ciudad vieja, antigua, preciosa, por unos barrios perdidos. Tiene algo de reconocimiento de una zona donde también se ha quedado el espíritu estéticamente congelado. Probablemente el futuro del libro será que vaya reduciéndose el número de los libros con los que todos queremos convivir, tener una relación directa. Muchas de las cosas que hoy no tenemos más remedio que leer en forma de libro -enciclopedias, y no digamos ya revistas técnicas y cosas por el estilo- irán pasando cada vez más a la pantalla, a Internet y a todo lo demás, y el libro se irá quedando para algo más personal, más precioso. Nuestra biblioteca será un conjunto de joyas más reducidas y más similares a lo que somos y a lo que queremos y a lo que nos conforma; ya no será simplemente una acumulación, sino que probablemente será una selección, como debe ser siempre. Leer es preferir y seleccionar. La lectura es siempre una búsqueda entre cosas, es un separar, un discernir y probablemente con el tiempo el contener y el tener un libro, el guardar en forma de libro algo de lo que nos ha gustado como lectores, será un acto de algo más precioso.
Lo mismo que nadie guarda joyas, sus sortijas, sus anillos, sus collares en una caja de zapatos, sino que busca un estuche más hermoso, ese estuche que es el libro servirá para las joyas mejores que nosotros tendremos y quizá dejaremos otras más instrumentales para Internet -si es que sabemos lo que va a ocurrir con Internet, porque no lo sabemos.
El otro día, precisamente cuando intentaba salir de mi ignorancia para preparar esta charla, leí un texto de Tim Berners-Lee, que es uno de los inventores de la Web. Berners-Lee decía que la Red hoy cuenta con cerca de 100 millardos de páginas -millardo entendido, claro, como mil millones-. Es decir, tiene ya casi tantas páginas como neuronas tiene el cerebro humano. Y añade Berners-Lee que somos igualmente incapaces de comprender la una y el otro, y que lo mismo nos es imposible anticipar los sistemas que van a emerger de cada uno de ellos. Nos es tan difícil saber lo que va a emerger de la Web, como nos es difícil saber lo que va a salir del cerebro humano en los próximos días, años, siglos.
Yo creo que el futuro que más puede alarmarnos es el futuro del escritor. Esto se asemeja al tema del periodismo: el problema no es si van a sobrevivir los periódicos en papel, sino si va a sobrevivir el periodismo como una disciplina de objetividad, de veracidad, de profesionalidad. Un periódico es ya, en su distribución, en su organización, un logro civilizatorio. Esa organización de noticias, de espacios, se ha ido decantando a lo largo del tiempo, y mal que bien hay una serie de controles de veracidad. Por supuesto, hay muchas cosas que no son ciertas, que son exageraciones o errores, mentiras incluso, pero hay también unas posibilidades de reclamar, de intervenir, de ejercer cierto control.
Las páginas de Internet y los blogs, en cambio, no tienen control alguno. Todos conocemos experiencias, algunos incluso personales, de inventos, infundios o tergiversaciones, contra las cuales es prácticamente imposible luchar porque cualquier lucha las refuerza y las hace crecer, las extiende. Por otra parte, hay quien acepta como cierta cualquier cosa que dé la Web, con la misma verosimilitud y la misma realidad. Entonces el problema no es si va a desparecer el periódico, sino si va a desaparecer el periodismo, entendido como un compromiso con la información, con la veracidad.
Escribir es una forma de continuar el placer conocido en la lectura
Podríamos decir que lo mismo ocurre en el campo del libro. El problema no es si vamos a tener más o menos libros, si los libros van a perpetuarse en el sentido físico del término, sino si el escritor va a poder seguir siendo autor de sus libros, controlador de lo que quiere que aparezca en el libro y, por lo tanto, alguien que mantiene una relación especial, una relación distinguida con su lector. El problema es si verdaderamente esa vinculación íntima escritor-lector va a poder mantenerse, si naturalmente se pierde la posibilidad de los derechos de autor, si se pierde la posibilidad de controlar la propia exactitud de los textos que se están ofreciendo con nombre de una persona o de otra. Es muy posible que haya un momento en que la propia figura del escritor se desdibuje o desaparezca, es decir, deje de ser o pase a la clandestinidad de los escritores, es muy posible que se conviertan en escritores para un grupo pequeño de amigos, de fieles, y ya dejen de tener ese carácter de publicidad y de permanencia en el tiempo que ha tenido hasta ahora la escritura. Eso yo creo que es verdaderamente el auténtico problema: ¿vamos a seguir pudiendo mantener esa relación especial escritor-lector, esa amistad sin frivolidad, esa revelación de una intimidad por otra, esa prolongación de la intimidad que nos va configurando y creando la nuestra?
Eso es lo que me inquieta. Creo que se resolverá antes o después, pero hoy es un verdadero problema, sobre todo, porque se ha generado esa actitud de que la cultura debe ser gratuita para todos, como consecuencia hoy uno puede bajarse de la red o por medio de Internet un disco, una película, etcétera. Si los relojes Rolex se pudieran bajar por la red, todo el mundo tendría Rolex gratis, o sea, nadie pagaría por los Rolex y habría una campaña de que los Rolex deben ser gratis o los Aston Martin deben ser gratis. Pero, claro, en realidad hay que pagar por los Rolex y los Aston Martin, mientras que hay una forma de conseguir gratis los libros, los discos y las películas, se cree que la cultura está ligada a la gratuidad. En realidad ésa es la misma actitud que tienen muchas veces los depredadores y los explotadores respecto a la naturaleza. ¿Por qué vamos a pagar por los bosques de la Amazonia, por los árboles, por el agua de los ríos, por el aire que respiramos? Todo eso es una cosa espontánea, natural, que aparece, es decir, si eso no es de nadie, por qué voy a tener yo que pagar a alguien o tener alguna restricción en el uso de cosas que en el fondo se reproducen permanentemente. Como el arte, la literatura, la música, son algo que está funcionando de forma espontánea, natural, ¿por qué voy a tener yo que pagar, por qué voy a tener yo que someterme a los gustos de los que quieren que haya un control, que haya una remuneración, etcétera? Esta actitud sí que me parece que es grave. Yo creo que esto sí amenaza la posibilidad y la continuidad de la creación literaria, de la creación filosófica, de la creación ensayística, de muchas ideas en el terreno científico, etcétera.
Si todo eso se convierte en algo accesible, sin ningún tipo de límite, sin ningún tipo de contrapartida y además, incluso, pudiendo pasar por todo tipo de tergiversaciones, porque lo que aparece como la obra de alguien puede ser simplemente un refrito o una amalgama de obras ajenas, eso sí me parece que va directamente en contra de la posibilidad del mantenimiento, no ya del libro, sino de lo que el libro significa y lo que el libro ha transportado y trasladado y mantenido y conservado a lo largo del tiempo. Esa es la parte un poco truculenta que veo yo en el asunto. No tengo ni idea, por supuesto, de cómo se puede resolver y de cómo se puede encauzar esta cuestión y de cómo se puede replantear de nuevo el derecho de autor, sinceramente no lo sé. Quizás en estos días ustedes, que son personas mucho más preparadas que yo, han hablado de esto y quizá alguno haya dado alguna indicación en ese sentido. Yo lo que creo es que el problema está ahí: en esa mentalidad de que Internet es mía y, por lo tanto, todo lo que pueda conseguir ahí es mío y no tengo que dar cuenta a nadie ni tengo que explicar nada a nadie.
A mí eso sí me parece que es una forma de barbarie, tal como hacían los bárbaros cuando entraban en las ciudades diciendo: “Bueno, ya vendrán otros que harán otras cosas, ya habrá otros que harán, pintarán, esculpirán, edificarán. Nosotros ahora damos a comer a nuestros caballos, que pasten en los jardines del emperador y ya está”. Eso sí es un peligro, que tiene además el riesgo añadido de que no es fácil encauzar y saber cómo se puede controlar.
En cambio otros problemas, otros peligros, son manejables. Por ejemplo, ese peligro que ha alarmado a muchos, de que hay lecturas buenas y malas, de que en el fondo hay libros tan nocivos o tan peligrosos como puede ser cualquier otro tipo de espectáculo vergonzoso, obsceno, lo que se quiera. Hay quien intenta decir esto: “Los libros tienen que tener también un control de calidad, de moralidad, etcétera”. Esa parte es la que precisamente más se aleja de lo que la realidad es, porque la gracia del libro es esa capacidad trasgresora permanente. Es absurdo preocuparse de lo que debe o no debe ser leído, sobre todo, en la juventud; me refiero a las personas que determinan “no, esto es lo que deben leer y esto no lo deben leer; aquello es frívolo, esto es trivial, aquello es peligroso, es perverso, es pornográfico…” La gracia de la lectura radica precisamente en leer lo que no se debe leer. Oscar Wilde, que solía ser especialista en derribar este tipo de mitos, dijo: “Es absurdo tener una regla rigurosa sobre lo que debe o no debe leerse; más de la mitad de la cultura intelectual moderna depende de lo que no debía leerse”. Establecer lo que no debe leerse es a veces establecer lo que va a ser más leído y mantenido en el futuro.
El mundo de la lectura es un mundo de la libertad: liber era “libro” y “libre”. La libertad del que lee, la libertad del libro: el libro no es simplemente un almacén, sino que es una forma de liberación. Nosotros a través de los libros nos hemos liberado de la superstición, de los miedos, de muchos de los fantasmas internos y de los externos que nos acosan. Una biblioteca, en el fondo, es como una farmacia, en la que hay remedios para todas las enfermedades posibles: hay remedio para la melancolía, hay remedio para la abulia, hay remedio para el desánimo, hay remedio para la fatiga y para tantas otras cosas. Pero la palabra farmacia viene del griego pharmacos, que significa “remedio curativo” y también “veneno”. Es inevitable que en la farmacia estén juntos los remedios curativos y los venenos, o los remedios que se convierten en venenos para algunos, o los que sirven de venenos a algunos y a otros en cambio los curan y los remedian.
Eso es lo que tenemos que defender. Y eso sigue teniendo una inmensa serie de cultivadores, entre los jóvenes -yo me he pasado, afortunadamente para mí, toda mi vida profesional rodeado de jóvenes-. Es verdad que no todos ellos han empezado amando la lectura, pero es verdad que gran parte de ellos de pronto han descubierto en algún momento el chispazo de lo que puede producir un libro, esa apertura, esa relación que surge de pronto cuando alguien ve, cuando alguien entiende la relación -espiritual, íntima- que se establece entre el lector y el escritor. El libro es el intermediario, el libro es la posibilidad de mantener, conservar, perpetuar esa relación, pero la relación misma es lo importante.
Y es una relación liberadora y profundamente placentera. Yo creo que ante todo los libros son una forma de placer. Quien se priva de la lectura o quien la minimiza, es como quien se priva de otros placeres de la vida, que tampoco hay tantos. La lectura es una multiplicación del alma y una multiplicación de sus vértigos y de sus posibilidades y, por lo tanto, renunciar a ella es como mutilarse o automutilarse. Yo creo que todos los verdaderos buenos lectores nunca han leído por obligación, por llegar a algo o por obtener un triunfo en la vida. En la época del franquismo se acuñó un lema que decía: “Un libro ayuda a triunfar”. Lo cual no sé si sea verdad, pero, desde luego, era verdad que en el franquismo un libro podía ayudar a que uno triunfara, pero dos ya podían llevarte a la cárcel por tener propaganda ilegal. Los libros no los leemos para triunfar, no los leemos simplemente para destacar, sino para gozar, para gozar de nuestra humanidad, para gozar humanamente, para disfrutar como disfrutan los seres humanos. Y yo creo que ése es un verdadero paraíso que nadie nos puede arrebatar.
Hay una carta muy bonita de Virginia Woolf a su amiga Vita Sackville-West, en la que le dice: Cuando llegue el día del juicio y esté ahí el señor, su majestad, y San Pedro con la bolsa de todos los bienes repartiendo los juguetes para la eternidad a todos los bienaventurados y a uno le dará una corona y a otro un palacio y a otro un arpa y no sé qué. Entonces apareceremos tú y yo con nuestros libros debajo del brazo y entonces el señor le dirá a San Pedro: a ésas déjalas, no tenemos nada que ofrecerles, les gustaba leer.
Es muy posible que haya un momento en que la propia figura del escritor se desdibuje o desaparezca