Las democracias se encuentran bajo acoso. La emergencia de liderazgos y gobiernos populistas que ponen en juego una técnica política que se sustenta en la representación de la figura de un pueblo único y moralmente bueno que se visualiza de manera antagonista frente a una élite que encarna la corrupción y la inmoralidad, ha sacado a relucir nuevamente la fragilidad de los regímenes democráticos. Para hablar sobre la definición de populismo, su relación con la democracia y, sobre todo, la representación del gobierno de López Obrador como un tipo de “populismo nostálgico”, entrevistamos al doctor Alberto J. Olvera Rivera, una de las voces más autorizadas para ofrecer una radiografía política, sociológica e histórica sobre el fenómeno populista. Olvera Rivera es investigador nacional emérito dentro del Sistema Nacional de Investigadores e investigador del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, Universidad Jesuita de Guadalajara.
Comencemos definiendo las fronteras conceptuales. La noción de populismo ha sido definida de muchas maneras; ha sido representada, entre otras, como forma de gobierno, cultura política, técnica política, ideología política, forma de la política, etcétera. Su uso y, sobre todo, abuso, en las discusiones políticas y académicas ha generado una inflación conceptual que carece de sentido. ¿Cómo entiendes el fenómeno? ¿Cuáles son sus sellos distintivos?
Para empezar, establezcamos una diferenciación entre el “nuevo” populismo del siglo XXI y el “clásico” de mediados del siglo XX. Tenemos ya tres décadas hablando de las diferencias y continuidades entre populismo y neopopulismo; para muchos autores, el único es el clásico. Esta es una discusión inacabable por la conocida ambigüedad conceptual del término. Mi colega Benjamín Arditi propone que, de plano, dejemos de usar el término, o que lo usemos sin pretensiones analíticas. Creo que aún no podemos hacer eso. El populismo puede ser entendido básicamente desde dos perspectivas:
a) Como una mera forma de la política, en el estilo de Ernesto Laclau, quien publica su teoría sobre el populismo en 2005 —aunque podemos encontrar los precedentes de esta posición desde muchos años antes en su propia obra. Para él es una lógica política que se funda en las contradicciones de las lógicas de la diferencia y la equivalencia. El populismo construye una “cadena de equivalencias” que permite conjuntar simbólicamente a muchos actores heterogéneos mediante un “significante vacío”, esto es, un referente simbólico que, en su abstracción, crea la imagen de la unidad formal de los que en realidad no son iguales. El prototipo de este significante vacío es el “pueblo”, que unifica lo diverso y lo diferencia de otro polo, la “oligarquía” o algo similar.
El formalismo ha sido debidamente criticado por el propio Arditi, quien ha demostrado que la teoría de Laclau coloca al populismo en un registro ontológico; es decir, lo trata como si fuera una cuestión filosófica, a un nivel tan abstracto que no permite ir más allá de las formas, sin poder colocar temas normativos, por lo que no permite diferenciar entre proyectos políticos de izquierda o derecha, etc.
b) Como régimen localizable en la práctica histórica, que se diferencia de la democracia y de la dictadura, situándose en un precario interregno entre ambas. El modelo clásico del populismo como fenómeno histórico es el peronismo, que es considerado tal porque en su gestación y desarrollo coinciden varios procesos: una industrialización acelerada, procesos masivos de migración, un vacío político, una crisis de representación de la nueva clase obrera y la emergencia de un liderazgo carismático no solamente individual, sino dual —Perón y Evita. Por otro lado, ese liderazgo logra crear un partido que atrae a la clase trabajadora emergente y construye simbólicamente un polo social (un pueblo) opuesto a otro de carácter oligárquico (el enemigo). Este modelo “puro” no se repetirá en ninguna otra parte. En esa época de emergencia del populismo latinoamericano suele incluirse a Vargas en Brasil y a Cárdenas en México, lo cual no parece correcto. El segundo no era un líder con capacidades personales únicas ni un gran orador, y carecía de arrastre de masas; pero, en cambio, fue el constructor del partido oficial del régimen de la Revolución mexicana, del instrumento de una especie de populismo institucional, de un proyecto político que de su origen revolucionario extrajo un aura carismática, por su sentido misional: lograr la justicia social. Pero se trata de un fenómeno diferente, que no puede equipararse de ninguna manera ni al varguismo ni al peronismo, de manera que tenemos una discusión no resuelta sobre cuáles casos pueden considerarse modelos originarios del populismo latinoamericano.
Es sabido que el populismo ha existido en otras épocas y países. Fue un movimiento político en la Rusia decimonónica y en Estados Unidos en la vuelta del siglo XIX al XX, al igual que en otros países. El concepto tiene una larguísima trayectoria, y se ha usado para designar distintos tipos de procesos y actores políticos. Entonces, su uso en muchos sentidos produce una confusión. ¿Hay manera de salir de ella? Yo diría: no. Esta es una discusión que no tiene una solución estrictamente conceptual porque, como sucede en general en las ciencias sociales, podemos encontrar distintos conceptos de cualquiera de las grandes categorías que usamos en nuestra disciplina. Hay una categoría clásica de Estado en la definición minimalista de Weber, pero podemos encontrar otras formas de ampliar o corregir esa definición. La democracia la podemos entender en la forma minimalista de elecciones competitivas, pero podemos extender la definición de tal manera que tomemos otros requisitos normativos como necesarios. En el caso del populismo, estamos en la misma situación y no es posible llegar a un acuerdo. Las estrategias que se están siguiendo en los últimos años consisten en centrarse, como lo hicieron los historiadores latinoamericanos de mediados del siglo XX, en las prácticas, en lo que hacen los populistas. Mi colega Carlos de la Torre, uno de los grandes especialistas latinoamericanos en la materia, ha insistido en este punto; él dice: ya que no podemos tener una solución conceptual satisfactoria, vamos a ver lo que hacen los políticos populistas. Las prácticas, ciertamente, ya han sido estudiadas por distintas corrientes interpretativas: básicamente, los populistas definen un mundo bipolar entre amigos y enemigos: de un lado, un pueblo, y de otro una oligarquía que puede ser económica, cultural, religiosa, política. Se puede construir de distintas maneras la polaridad entre la parte “buena” y la “mala” de la sociedad. Los “buenos” pueden ser los étnicamente puros, como afirman Orbán en Hungría y Kaczynski en Polonia, y los “malos” serían los indeseables migrantes y los liberales occidentales. El pueblo puede ser un indefinible conjunto de sectores pobres, o aquellos que avalan la grandeza del líder, contra una oligarquía abstracta, como parece concebir el asunto López Obrador. El pueblo puede definirse en términos religiosos, nacionales, de clase, etc.
Otra característica central es que hay una preponderancia de liderazgo personal, carismático. El carisma puede provenir de distintos aspectos del líder: su perfil religioso o militar, su capacidad oratoria, su liderazgo político o su carácter antipolítico. Es un mecanismo de conexión que apela a sentimientos profundos de los sectores populares, producido y canalizado por un líder, quien es capaz de producir un vínculo emocional entre su persona y las masas; es una característica que sólo poseen algunos dirigentes políticos y no otros. Este vínculo emocional es central porque, como bien dice Pierre Rosanvallon, el populismo es un régimen de los sentimientos. No es una cuestión meramente racional, no es un proyecto político ni un partido organizado: es un régimen de sentimientos que hay que estar alimentando continuamente. De ahí la necesidad de la omnipresencia del líder. Carisma y formas discursivas del ejercicio del poder son intrínsecas a las prácticas populistas. Precisamente porque la relación entre líder y masas es lo fundamental en estas prácticas, no hay necesidad ni posibilidad de un proyecto político único en las distintas prácticas populistas.
Se ha hablado mucho de que el populismo tiene una ideología “delgada”, en el sentido de que los líderes pueden impulsar proyectos de derecha o de izquierda, algunos basados en la religión, en la exclusión étnica, o puede haber proyectos políticos “socialistas” o refundacionales; es decir, el populismo puede asumir distintos programas políticos. Es así porque —y en eso tiene razón la teoría de Laclau—, el populismo es una forma de la política, ciertamente, pero no se puede quedar en pura forma, sino que para anclarse en lo social tiene que haber una serie de mecanismos de permanencia o de conexión. El gran problema de una forma de la política que induce la polarización y la centralidad del líder, y requiere la producción continua de una relación emocional entre líder y masas, es que es muy difícil de institucionalizar: los vínculos subjetivos o emocionales no son institucionalizables. De tal forma que un partido político de corte populista solamente puede entenderse como un aparato electoral y no como un partido político en el sentido de un aparato con programa, estructuras organizacionales, escuelas de cuadros, dirigentes y bases. Esta dificultad, que es intrínseca a todo tipo de liderazgo carismático, es una de las grandes limitaciones de los populistas de cualquier signo: hay una fragilidad intrínseca en el orden político populista. Eso no quiere decir que no puedan durar muchos años los gobiernos populistas; para lograrlo deben volverse crecientemente autoritarios. Para perdurar deben ir eliminando los contrapesos democráticos, los enemigos políticos, los medios independientes.
Entre populismo y democracia existe una relación no evidente, sino más bien problemática. Por una parte, los liderazgos y movimientos populistas emergen en el marco de una crisis de legitimidad y eficacia de los regímenes democráticos realmente existentes. Por otra parte, los gobiernos populistas, con su concentración de poder en la institución presidencial, sus estrategias de polarización social y sus definiciones ideológicas ambiguas, tienden a erosionar los pilares de la democracia liberal contemporánea. A tu manera de ver, ¿cuál es la relación entre populismo y democracia? ¿El populismo es causa o consecuencia de la crisis de las democracias actuales?
Así como hablamos de la vaguedad conceptual del populismo, también podemos localizar una ambivalencia causal entre democracia y populismo. Este puede ser una consecuencia de la crisis de aquella, cuando un líder parece unificar los descontentos diversos y ofrecerse como respuesta a la crisis de legitimidad y representación de una democracia. El populismo en el gobierno puede causar la degradación de la democracia, de tal forma que aquí tampoco podemos establecer un modelo causal unívoco. Las circunstancias históricas son muy distintas entre cada país, por lo que sería equívoco decir que hay una solución conceptual única a este problema. Esto nos remite, una vez más, a la necesidad de hacer estudios de caso en donde podamos demostrar empíricamente esta causalidad.
Hemos vivido distintos momentos históricos en la expansión de la democracia en América Latina. El populismo clásico latinoamericano de mediados de siglo surge en la ausencia de democracia o en democracias increíblemente frágiles y muy recientes que no habían terminado de estabilizarse. El caso de Perón: llegó a través de vías electorales, pero era un militar en un país donde hay una larga tradición de golpes militares. Vargas también llegó en una circunstancia especial a gobernar, mientras que Cárdenas era el heredero de un régimen revolucionario autoritario. El concepto de populismo en América Latina a mediados del siglo XX se aplica en un momento en el cual la democracia electoral es una excepción, y la que existe es una democracia precaria, de tal forma que el populismo sí aparece como una especie de solución a un vacío gigante de representación, de orden político y de gobernanza en general. Muy distinto es el escenario de principios del siglo XXI: hemos tenido una tercera ola de la democracia que generalizó la competencia electoral en casi toda América Latina, con la excepción de Cuba. Venimos de un momento de expansión democrática que también generó democracias frágiles, no tanto como las de mediados del siglo XX, pero ultimadamente precarias. En ese contexto emerge la nueva ola populista o el neopopulismo latinoamericano contemporáneo, en el que también tenemos fases y etapas.
En el siglo XXI el populismo emerge como una solución parcial a una crisis de democracias frágiles, no bien establecidas o claramente oligárquicas, y tiene un potencial transformador en los casos en que esa emergencia ha producido un nuevo orden político. Tal es el caso de los llamados “regímenes refundacionales”: Bolivia, Ecuador y Venezuela producen nuevas constituciones y, por tanto, hay un nuevo orden político, y, en ese sentido, dan lugar a nuevos regímenes políticos, nuevas constituciones, nuevos partidos y nuevas reglas de distribución del poder a nivel territorial. En estos casos, ese momento fundacional es un momento democrático, de definición, en el cual participa más gente en la vida política, y aunque el momento constitucional varía de caso en caso, es de cualquier forma un momento de creatividad política. Hay otros casos en los que el populismo no tiene que ver con eso, como Fujimori en Perú, quien fue un populista de derecha, que se dio un autogolpe de Estado para quedarse en el poder, y tuvo legitimidad, incluso como dictador, en sus primeros años. Allí el “populismo” fue contra la democracia existente, fue un atentado contra esta. Hay otros modelos de esto: al principio el chavismo en Venezuela abrió las puertas a nuevas prácticas democráticas e institucionalizó ciertas innovaciones, y combatió efectivamente a una democracia oligárquica muy establecida. No obstante, él mismo produjo el efecto contrario en su intento por permanecer indefinidamente en el poder al crear un partido único y de pronto buscar cubanizar Venezuela. El Partido Socialista Único de Venezuela generó un cambio radical de paradigma al pasar de un populismo relativamente democratizante a un populismo destructor de la democracia e instaurador potencial de una dictadura.
Hay dos formas extremas en que la relación histórica entre democracia y populismo se produce: puede ser, por un lado, una vía de democratización de la vida pública, o, por otro, puede acabar con ella. Por ejemplo, en el caso de Bolivia el liderazgo de Evo Morales fue democratizante en sus primeros años de gestión; la democracia era profundamente oligárquica, y el proyecto refundacional ha sido fundamental para ampliar la participación de la ciudadanía y crear un verdadero Estado nacional. Lo malo es que pretendió eternizarse en el poder. Rafael Correa, aunque venía de adentro del sistema, como suele suceder con muchos políticos populistas, también logró abrir las compuertas a una nueva generación de políticos de clase media que no representaban realmente a los sectores populares, pero hablaban en nombre de ellos y llevaron a cabo una reforma populista tecnocrática —aunque esto suene como una contradicción. Correa creó un verdadero Estado donde este era muy débil, pero a la vez se fue haciendo más y más intolerante a la crítica, agredió a la oposición y, en su intento por seguir siendo el mandamás detrás del trono, terminó creando una crisis política. Es muy interesante establecer esas diferencias.
Para resumir: no hay una única relación causal entre populismo y democracia, sino hay una que es múltiple que tiene que ser analizada en función de sus especificidades históricas.
En diferentes trabajos y entrevistas has caracterizado al gobierno de Andrés Manuel López Obrador como un “populismo autoritario y nostálgico”. Vayamos primero al sustantivo: ¿por qué lo caracterizas como un gobierno populista? Y después a los adjetivos: ¿en qué sentido este gobierno es autoritario y nostálgico?
Lo de populista es porque López Obrador ha recurrido al libro de instrucciones que acabamos de mencionar, lo que caracteriza a los populismos en la práctica: ha dividido a la sociedad entre un “pueblo bueno” y una casta enquistada en el poder. Esta oligarquía, que él ha caracterizado como enemigo político, no solamente abarca a los grandes empresarios con los cuales en la práctica nunca se peleó, sino que incluye a la clase política gobernante a lo largo de la transición democrática y a las élites artísticas e intelectuales. En otras palabras: es un concepto muy amplio de élite contra un vago “pueblo bueno”.
Tenemos, por otro lado, la centralidad del liderazgo. López Obrador construye el Movimiento de Regeneración Nacional, que no se puede asimilar conceptualmente a la idea de un movimiento social, pero sí a uno político que, en principio, recoge a una serie de sectores cercanos a la izquierda, pero que rápidamente se va convirtiendo en un aparato electoral centrado en el líder.
Finalmente, es populista porque, en el ejercicio del poder, López Obrador ha ignorado las estructuras básicas de la democracia, ha tratado de pasar por encima de la división de poderes e, incluso, ha tratado de acentuar uno de los rasgos más negativos de la democracia mexicana: un presidencialismo que se sobrepone al federalismo. Lo peculiar en su caso es que este reclamo de poder total se funda en un concepto populista de soberanía. Ataca a todos los instrumentos de control y a la sociedad civil por no aceptar sus designios, cuando que él es la encarnación de la voluntad popular. Por ello, la centralización del poder en su persona no es sólo simbólica, discursiva, decisional, sino también abarca una intervención abierta en los otros órdenes de gobierno y en los otros poderes del Estado. Hay que decir que, como todo líder populista, no logra por completo dominar a los otros poderes ni controlar todo el territorio, pero claramente en su proyecto está este esfuerzo avasallador.
Ahora bien, yo le he llamado autoritario con cierta ligereza, y posiblemente habría que revisar si es pertinente usar la categoría porque el calificativo “autoritario” puede dar la idea de que lo que dije antes como intención, es decir, el propósito de omitir, de anular, de sobreponerse a los otros poderes y niveles de gobierno, hubiera sido exitoso. El autoritarismo, si lo definimos con mayor precisión conceptual, es un momento en el cual la subyugación de los otros poderes y niveles de gobierno está sustancialmente lograda y hay un ataque sistemático a todo tipo de oposición, a tal grado de anular las libertades políticas de facto, pero no se ha llegado a ese punto en México. Debo corregir: el gobierno de López Obrador tiene tendencias autoritarias que son intrínsecas a cualquier régimen populista, pero México no se ha tornado hasta ahora en un autoritarismo, en parte porque él no parece encajar en ese tipo de políticos, pero en mayor medida porque no ha podido.
Finalmente, lo caractericé como nostálgico porque, desde el punto de vista programático, López Obrador ve hacia atrás, hacia el proyecto histórico del PRI de mediados del siglo XX, al cual hay que regresar y retomar; esto es, el proyecto de un capitalismo estatalmente dirigido, de un desarrollismo de viejo cuño, del cual el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas son ejemplos muy claros. Es la idea de que el Estado debe impulsar el capitalismo en las regiones atrasadas y controlar sectores estratégicos de la producción, en una época en que eso no sólo no es posible, sino innecesario si el objetivo es redistribuir la riqueza y procurar justicia. El tabasqueño retoma, tanto en forma como en contenido, el viejo proyecto priista.
López Obrador entendió claramente que no podía reproducirse igual hoy que en el pasado la idea del desarrollismo estatista, sino que requería otros sujetos que no estaban presentes en el pasado. Al encontrarse con un Estado cuyas estructuras jurídicas e institucionales eran ya democráticas, tuvo que crear un aparato estatal paralelo para llevar a cabo su proyecto político. El Estado paralelo está constituido, por un lado, por el Ejército, que se ha convertido en un aparato que dirige empresas paraestatales, administra aduanas, puertos, aeropuertos y lo que se ofrezca. López Obrador lo convirtió en un actor económico central, además de entregarle la seguridad pública vía la Guardia Nacional. Esta especie de Estado paralelo goza de una condición de excepción, pues no se le aplican las leyes propias de la administración pública federal, como las de transparencia y acceso a la información, bajo el pretexto de que todo lo que hace es un asunto de seguridad nacional. Esta excepcionalidad es usada por López Obrador para llevar a cabo su proyecto, incurriendo en un riesgo político formidable. Paradójicamente, el PRI histórico luchó por quitarle poder al Ejército después de la Revolución e institucionalizar el aparato estatal. López Obrador, aunque ve hacia atrás, lo que hace es ir aún más atrás, porque en su urgencia de construir sus obras, ha empoderado al Ejército a tal grado de convertirlo en una especie de Estado paralelo, politizando sus funciones a un grado muy riesgoso.
En diferentes trabajos has destacado el divorcio que ha existido entre las formas políticas, sociales y de control del lopezobradorismo (programas sociales basados en transferencias económicas directas a distintos sectores de la población, jóvenes, madres, personas mayores) y otros sectores de la población que se han movilizado de manera independiente, especialmente movimientos como el feminista, el indígena ligado al EZLN, el ecologista en contra de las grandes proyectos faraónicos de este gobierno (Tren Maya, refinería de Dos Bocas), el nacional de colectivos de víctimas de desaparición forzada, etcétera. ¿Podrías profundizar en la relación entre el gobierno de López Obrador y los nuevos movimientos sociales en el presente mexicano?
El populismo tiene como característica central la idea de que el sujeto del cambio o de la gobernanza innovadora es el presidente, el líder. El problema de todo liderazgo muy fuerte y concentrador del poder es que no puede admitir que haya otros actores fuera de su control que tengan legitimidad y capacidad de transformación. Los movimientos que acabas de mencionar no caben dentro de la llamada “Cuarta Transformación”: no son proyectos desarrollistas ni aclamadores del líder, ni tampoco asimilables a una lógica de aparato electoral. Por consiguiente, no sólo López Obrador, sino todos los líderes populistas tienen grandes dificultades para lidiar con movimientos sociales cuyas demandas no son asimilables en su proyecto. Por ejemplo, Bolsonaro tuvo una confrontación brutal con el movimiento ecologista en Brasil, un caso más radical de lo que está pasando en México hoy, pero igualmente experimentamos una crisis hídrica y otra ecológica tremendas, que el presidente no puede atender por contradecir su agenda desarrollista. Hay una contradicción de proyecto con este tipo de movimientos.
Tampoco puede atender al feminismo como movimiento porque sus demandas no caben en un concepto de pueblo como el que él ha generado. Para empezar, el líder encarna valores patriarcales, es el hombre fuerte, una especie de padre de la patria; además, el pueblo es indiferenciado, no tiene género. Que haya unas demandas específicas que reclaman derechos para la mitad de la población que sufre distintos tipos de exclusión contradice ese principio.
Lo más grave de todo es el rechazo de López Obrador al movimiento de los colectivos de familiares de víctimas de desaparición forzada. Creo que haber dejado de lado la tragedia nacional que significan los cientos de miles de muertos y de desaparecidos en la llamada “guerra contra las drogas” es un error gravísimo. Su pensamiento funcionalista, sencillo y simple de que todo se resolvería dándole becas a los pobres para quitarle base social al crimen ha demostrado estar equivocado, lo que le ha llevado a negar la realidad de la violencia como un fenómeno muy complejo. Junto a esta negación viene otra: el papel del Ejército en la violación de los derechos humanos, ahora y en el pasado. Como se ha convertido en un sujeto central de su régimen, en un pilar, ahora es políticamente imposible hacer un juicio sobre los excesos en que incurrió en el pasado e incurre en el presente. Esta contradicción radical con la realidad le hace perder legitimidad al gobierno. La politización del Ejército será una de las herencias más peligrosas del gobierno de López Obrador.
Un gobierno se puede valorar por sus dichos o por sus hechos. Dejemos por un momento de lado los primeros y vayamos a los segundos: México vive una crisis de violencia y de inseguridad, marco en el que se ha legalizado el control militar de la seguridad pública por parte de la Guardia Nacional y se le ha otorgado al Ejército y a la Marina poderes inéditos: seguridad pública, puertos y aduanas, construcción y administración del nuevo aeropuerto, sucursales del nuevo Banco del Bienestar, tramos del Tren Maya, etcétera. Se habla de una militarización del Estado mexicano: ¿cuál sería la nueva relación entre los poderes civil y militar? Si bien el presidente es el jefe máximo de las Fuerzas Armadas, parece que hay algunos signos de peligro ante el nuevo poder que han adquirido los militares. ¿Cómo ves la situación?
Como se ha dicho ya demasiadas veces, el Ejército se ha empoderado de una manera extraordinaria en este régimen, y sobre todo porque está ejecutando labores propias de un Estado moderno, argumentándose razones de urgencia y excepción. El problema es que este empoderamiento del Ejército ha creado dentro de la misma institución armada una nueva élite, que ya no sólo depende de la carrera propiamente militar, sino que ahora hay toda una burocracia empoderada cuya carrera está ligada a la función extraordinaria que está cumpliendo. Todos aquellos militares que están trabajando como gerentes de obras públicas, de empresas, de puertos o aeropuertos, etcétera, gozan ahora de un poder extraordinario, y no está clara cuál es la relación entre ese poder delegado por el presidente y las estructuras jerárquicas del Ejército. Esto es un problema para este pues genera una tensión interna entre la estructura jerárquica normal y las estructuras de poder fáctico que derivan del empoderamiento económico de una parte de su oficialidad.
Es también un problema del Ejército hacia el gobierno ya que se genera una relación distinta, porque no es la de subordinación al alto mando solamente —el presidente es el jefe supremo de las Fuerzas Armadas—, sino que ahora hay —o debería haber— una cadena de relaciones no mediadas por la Presidencia entre los operadores económicos prácticos del Ejército en funciones gubernamentales con sus pares civiles, en las instancias donde se inserta su quehacer. No está claro cuál es esa relación. Hay una situación de excepcionalidad, por eso hablo de un Estado paralelo.
El problema para el siguiente gobierno será: ¿cómo se elimina un Estado paralelo y se vuelve a institucionalizar un Estado democrático funcional? El potencial de conflicto de un nuevo gobierno con el Ejército es muy grande porque ahora se han creado intereses económicos y materiales cuando este carecía de ellos; es decir, lo hemos politizado. Ahora es en interés del alto mando militar que haya continuidad en sus funciones y en su poder económico.
Por otro lado, tenemos el empoderamiento de la Guardia Nacional como el sujeto principal de la seguridad pública, que también genera un problema mayúsculo porque son ya más de 100 mil hombres, con cuarteles y vehículos, que no están bajo el control civil. Por tanto, tenemos ahora no un Ejército, sino dos, lo que también causa problemas internos en el instituto castrense porque no es fácil lidiar con esta simultaneidad de estructuras. Recordemos que el tamaño la Guardia Nacional es ya de más de la mitad que el del Ejército.
Entonces, hemos creado un problema dentro del Ejército y otro en las relaciones entre civiles y militares. Va a ser muy difícil resolverlo; no hay fórmula para ello y tendrá que ser gradual. Yo espero tensiones importantes en el siguiente gobierno en el intento de reinstitucionalizar un Estado cuyas capacidades operativas fueron muy golpeadas por esta idea de la urgencia y la excepcionalidad.
Una de las diferencias centrales entre izquierdas y derechas radica en la política social. El gobierno de López Obrador ha dirigido su discurso y estrategias a defender al pueblo pobre en contra de las oligarquías. Recientemente, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social anunció que en México se redujo en 8.9 millones su número de pobres, que ahora es de 46.8 millones de personas, casi 16 por ciento menos que las 55.7 millones de 2020. Al mismo tiempo, existen signos preocupantes de desinstitucionalización o deterioro de las principales instituciones de protección social, especialmente en el sector salud y en la educación. ¿Cuál es tu balance sobre la política social de la administración de López Obrador?
Aquí hay dos problemas conceptuales a los cuales hay que aludir primero. Uno es el concepto de pobreza, que es debatido y debatible. Hay muchas formas de medir la pobreza, campo en el que tenemos muchos especialistas importantes en México. Las medidas suelen incluir no sólo el ingreso, sino también el acceso a servicios básicos como la salud, la educación, el transporte y la vivienda; otras mediciones incorporan el acceso a la alimentación y a un medio ambiente saludable. No podemos entrar aquí en esas discusiones, pero podemos decir que la disminución en la pobreza que se ha logrado en estos dos últimos años deriva de una mayor disposición de ingreso monetario. En otras palabras: estamos hablando de una disminución de la pobreza por ingreso. Esto se logra, por un lado, por las transferencias directas que está poniendo en práctica el gobierno, sobre todo las transferencias a los adultos mayores, que son esenciales en este efecto estadístico, y, en segundo lugar, las transferencias a ciertos sectores de los jóvenes que están estudiando. Sin embargo, la mala asignación de estos subsidios, que han beneficiado más a los sectores medios de la población, hace que su efecto no sea tan determinante. Los subsidios no han alcanzado a quienes padecen la miseria. El gobierno actual se concentró en nichos de pobreza urbana y rural relativamente fáciles de atender con las estructuras disponibles, pero no fue a buscar a los más pobres, que son muy difíciles de alcanzar, localizar y atender.
No es despreciable el impacto que en esta disminución de la pobreza por ingresos ha tenido la masiva transferencia de remesas. Estas ya se han vuelto un elemento sustancial para la reproducción de la sociedad mexicana a niveles nunca experimentados en México. También está llegando vía remesas mucho dinero ilegal (lavado), que no sabemos cómo se distribuye en la economía nacional. Lo cierto es que hay mucho más dinero circulante que antes.
Finalmente, pero no al último, está un aumento de los salarios reales, producto del de los salarios mínimos por encima de la inflación y una escasez relativa de fuerza de trabajo al nivel de salarios de hambre que los empresarios estaban acostumbrados a pagar. Este parece ser el factor más importante de la disminución de la pobreza por ingresos.
Política social es un concepto que también tendríamos que discutir pues no se limita a repartir subsidios, sino que significa hacer que la mayor parte de la población tenga un acceso real a los servicios de salud, educación, vivienda y alimentación. En ese aspecto hay muy poco avance; más bien, al contrario: hay un retroceso monumental en el gobierno de López Obrador. Hay una crisis de salud que todo el mundo conoce en nuestro país, que tuvo que ver con la destrucción de un sistema anterior de financiamiento de gastos catastróficos, el Seguro Popular, y la ausencia de una sustitución eficaz. Se ha bajado el presupuesto público destinado al sector salud, de manera que eso no puede considerarse de manera alguna un éxito en política social.
En el caso de la educación, no se atendió el retraso escolar existente antes de la pandemia ni tampoco se le consideró un problema, ni siquiera se investigaron las consecuencias catastróficas de la pandemia en la profundización del atraso educativo a partir de la ausencia de las aulas. Tenemos una ignorancia increíble del desastre educativo que vive el país, mientras el gobierno se concentra en implantar un nuevo modelo educativo que no fue estudiado ni consensado, no se preparó a los maestros que lo pueden ejercer, ni es adecuado para un país que vive una crisis educativa monumental. Esos dos elementos de la política social están fallando dramáticamente.
En materia de vivienda, este gobierno no tuvo política alguna. No hubo una política de construcción o de mejora más que en casos aislados y a partir de iniciativas de gobiernos locales.
En resumen, cuando hablamos de política social, siendo estrictos, tenemos un gigantesco fracaso por ausencia del Estado.
El único campo de la política social en donde se puso mucho empeño fue en la distribución de subsidios, y se hizo de una manera informal, hasta cierto punto ilegal, pero ciertamente no institucional, a través de los Servidores de la Nación, un ejército burocrático que no está bajo supervisión ni control civil. De suerte que ese campo es relativamente exitoso, pero no sabemos muy bien qué tanto, si bien es cierto que políticamente es el éxito más importante del gobierno.
En el balance general que se haga del sexenio van a pesar más los fracasos que los éxitos. Eso tiene también un costo electoral, lo que no se ve aún porque en México confundimos la popularidad presidencial, la personal de López Obrador, con las preferencias electorales, pero son dos temas distintos.