En 1991 falleció mi abuelo, Miguel Carriedo Mingo. Era periodista igual que yo, pero nunca pudimos platicar de eso, y para ser honesto, su recuerdo no fue lo que determinó, cuando menos de forma consciente, mi desarrollo profesional en este oficio, que García Márquez califica como el mejor del mundo. Miguel para mí era simplemente “El Pelón”; mi abuela, en consecuencia, era (es) “La Pelona”, y poco antes de que él muriera los nietos le decíamos también, con cariño, “El Abuelo Pollo”, por su cuello colgante ya bastante arrugado. Se fue cuando yo tenía apenas 12 años.
Casi toda su vida la dedicó al periodismo. Fundó la revista Mire en 1956, pero antes cubrió varias fuentes, en tiempos de libreta, corbata, cantina, peluquería rigurosa, café La Habana y loción añeja lavanda. Sé que como reportero fingió estar herido en 1940 y así logró entrar a la Cruz Verde para confirmar que Trotsky había muerto; que su hermano mayor, Prisciliano Carriedo Mingo (mi tío abuelo), también fue periodista y que falleció en 1957 en el mismo accidente aéreo que terminó con la vida Carlos Septién García, cuando un grupo de reporteros viajaba a cubrir los trabajos de la presa Falcón en el norte del país.
Ya clavado en seguir la pista genealógica, me encontré con algunas versiones del diario de los debates en la biblioteca virtual de la Cámara de Diputados y ahí se registra que el papá de “Pollo”, Prisciliano Carriedo Méndez, fue diputado en 1920.
Uno pocas veces investiga periodísticamente su propia historia. El regreso de la revista Mire es un buen pretexto para hacerlo, por eso escribo esta primera colaboración, que es el contexto y al mismo tiempo la razón por la que estaré alimentando esta página regularmente.
Entre Clark Kent y Trotsky
Las oficinas de Mire tuvieron su sede en Bucareli en los años 60. Cuando las conocí -dos décadas más tarde- estaban en la colonia Nápoles de la Ciudad de México, en la azotea de la casa de mis abuelos. No era fácil entrar, porque casi siempre había doble llave en “el despacho” de “Pollo” los domingos por la mañana, pero me las ingeniaba solo, con mi hermano o con mis primos, igual que él en la Cruz Verde de los 40. Mis entradas furtivas a las oficinas de la revista no buscaban una exclusiva sobre Trotsky, las motivaba el gusto por apreciar el piso de madera rechinante, y subirme de vez en cuando en el asiento de piel que apuntaba a una máquina de escribir Olivetti. Con desparpajo, yo la tecleaba de vez en vez. Mientras jugaba a ser mecanógrafo experto, dejaba tinta impresa en el rodillo sin hojas.
En realidad, los únicos reporteros que creía conocer entonces, cuando cumplí seis, eran Clark Kent y Peter Parker; el periodismo político no era tema relevante en mi ánimo infantil, y aunque en casa de “Pollo” siempre había diarios, muchos, en fila y encima de otro escritorio que estaba en la recámara principal, el único que me importaba era Excélsior (sólo el dominical), porque seguro encontraba comic de Tarzán, Popeye o Tom y Jerry. A mediados de los 80, el periódico ya no tenía las plumas históricas que acompañaron a Julio Scherer antes de su destitución como director, promovida desde el gobierno de Luis Echeverría en 1976. La nueva dirección, a cargo de Regino Díaz Redondo, adulaba al régimen a la menor provocación, pero eso sí, hay que reconocerlo, eran fabulosas las historietas que aparecían con puntualidad cada fin de semana. Lo que yo leía.
Otros tiempos. El periodismo de aquellos años hacía natural que incluso Scherer dedicara elogios al presidente Echeverría en varias editoriales, que no eran tributo suficiente cuando había alguna crítica, porque eso no se toleraba, se despreciaba o equiparaba a una suerte de tentativa de traición a la Patria y a la Revolución Mexicana, a la institucionalidad.
Lo que hoy estorba a los editores (no a todos), por el espacio siempre reducido en los diarios, son expresiones como “don”, “el señor licenciado ciudadano Presidente de la República”, o “ante un apabullante aplauso de los asistentes al mitin”; era algo común en los medios hace dos o tres décadas. Ni siquiera los contenidos críticos reparaban en los excesos de calificativos y en la cultura conservadora que raya en lo intolerante al descalificar (con expresiones que hoy son políticamente incorrectas) a los hijos de madres solteras; por ejemplo, en el número uno de la revista Proceso se repite una y otra vez que un funcionario tiene “ambición bastarda”.
La revista de “Pollo” también le entraba a eso del “don” y de “el licenciado”, no a lo de la “ambición bastarda”. Ni modo, quizá la revista Mire dedicó cabezas y planas a elogios que no me gustan, pero también fue crítica en tiempos que era difícil serlo.
Debo decir que mi abuelo periodista me acercó sin querer a la revista Proceso. No me interesaban los artículos o reportajes del semanario, ni aquellas frases de “la ambición bastarda”, lo que le ganaba a las historietas de Excélisor era la última página, la del gran Fontanarrosa, que daba vida a “Boogie el Aceitoso” en el semanario político que aún es el más importante del país. “Pollo” era ideático. Iba a la misma peluquería, al mismo dentista y al mismo puesto de pambazos en el mercado, como si se tratara de una manda irrenunciable. Y su dentista, de los rumbos de Santa Ana y Canal de Miramontes, fue la puerta por la que me volví coleccionista de la revista Proceso.
Me topé con “Boogie” porque mi hermano y yo teníamos que esperar más de tres horas, entre que tocaba el turno a mi papá y lo atendía el doctor. “Es lento, pero muy bueno”, nos decía mi padre. No sé si era bueno o no el doctor (sólo me limpió los dientes una vez muy pequeño), lo que sí era bueno es que tenía cientos de revistas en su sala de espera (congruente con su lentitud), y permitió llevarme, varias veces, algunos números atrasados de Proceso con el inigualable “Boogie”.
De la revista Mire sólo guardo copia del número 394, donde la portada da cuenta de la muerte de mi abuelo “Pollo”. Me provoca sentimientos encontrados verlo en fotos estrechando la mano de Díaz Ordaz y al recordar la historia de mi papá escondido en un departamento del edificio Chihuahua la noche de Tlatelolco, pero para mí seguirá siendo lo que fue, sólo “Abuelo Pollo”.
A “Pollo” (repito tantas veces su apodo como lo de “la ambición bastarda” se repetía en el número uno de Proceso) lo recuerdo con gran cariño, pero también con tristeza, por la imposibilidad que tuve de despedirme de él. La noticia de su muerte llegó en carretera, en 1991, con mi papá y mi tío Héctor. Mi viejo me lo dijo serio, controlado. Nunca lo había visto llorar (lo más cerca que había estado fue en una derrota del Atlante) y no lo hizo aquella noche tampoco. Yo, niño al fin, lloraba como pidiéndole que lo hiciera conmigo. “Pollo” se había ido con su dentista, sus pambazos, su bigote con tinte, su pato nocturno y su paciencia con los nietos que le convertíamos en espadas sus periódicos del día pensando que eran viejos (éramos considerados, previamente habíamos checado la fecha en uno de los diarios, y como era la del día, seguro los otros eran los viejos).
Hay anécdotas que me emocionan y matizan esos encabezados con halagos. Por ejemplo, un exabrupto de “Pollo” cortó el subsidio que llegaba desde la Secretaría de Gobernación a la revista (no cambia mucho esa tradición, pero hoy es hipócrita). En 1968 presenció desde el despacho de Mire en Bucareli, cómo granaderos se excedían y repartían golpes indiscriminados contra estudiantes. “Pollo” abrió la ventana y les gritó “¡salvajes!”, “¡asesinos!”. Pese a su “amistad” con el gobierno, el castigo a sus gritos llegó de inmediato. Adiós al papel y al subsidio, pero la revista siguió adelante.
Hoy tengo la oportunidad de colaborar en Mire y leer, escribir y buscar más de la faceta de Miguel Carriedo el periodista, que sigue siendo “Pollo”. Esta es una versión electrónica de lo que fue su publicación impresa en 1956 y creo que escribir aquí es una oportunidad para despedirme mejor del Miguel Carriedo, que me heredó el nombre.