Hace treinta años yo era joven y un lustro antes, había dejado de creerme comunista. Nunca pertenecí al PC mexicano pero había militado en las catacumbas de grupos marginales, muy alucinados, de veras entregados a la venidera revolución social. En los primeros ochenta, estábamos seguros de Cuba, nos perturbaba la URSS, nos fascinaba China y nos preguntábamos qué rayos era la vía italiana de Togliatti. Luego, los noticiarios: en 1985 moría el Secretario General del Partido Comunista de la URSS, K. Chernenko y en su lugar, llegaba un dinámico y curioso Mijaíl Gorbachov.
Aunque las noticias siempre aterrizaban de segunda mano, todo lo que provenía de aquella Unión Soviética era bueno y sorprendente, desde las audaces jugadas geoestratégicas (la suspensión unilateral de pruebas nucleares) hasta los inimaginables empujones democratizadores con la apertura a la libertad de crítica (la primera vez que yo escuché el término “transparencia” no fue en un manual moderno de administración pública sino, precisamente, de Gorbachov “sin información clara y abierta al pueblo, no hay democracia ni socialismo que valga”-, decía).
Pero lo que hacía más atractivo al jefe de la Perestroika no sólo eran su diagnóstico y sus propuestas, sino también su tono y su estilo. Había un sentido de urgencia “ya perdimos años y decenios”, un lenguaje singularmente directo y una forma descarnada de señalar problemas, fracasos, responsabilidades no cumplidas. Esas formas, claras, concisas, entendibles por cualquiera estaban en lo profundo del espíritu de la Perestroika.
A treinta años de iniciado ese esperanzador (y fracasado) proceso, hoy, los rusos no pueden reconocer su enorme importancia. Según el Instituto de Investigaciones Sociales de ese país, en el 2019 solo un 26% de los rusos cree que Gorbachov hizo bien en haberse arriesgado por su Perestroika. ¿Y qué es lo que más valoran? La retirada de Afganistán, el fin de la guerra fría.
En cambio, no parece importarles mucho el fin (hasta Trump) de la carrera armamentista, el enfrentamiento con Occidente y la rehabilitación de las víctimas del terror estalinista. Los mayores logros son la libertad para viajar, expresarse, el fin de las persecuciones por razones religiosas, la apertura informativa (glasnost) y unas elecciones parlamentarias que fueron ya parcialmente libres desde 1989.
Esa indiferencia por la obra reformista se debe, en parte, a su desenlace infeliz: la Perestroika puso en tensión todos los factores políticos y la intentona de golpe de 1991 acabó con Gorbachov y puso el destino de la URSS en manos de un comunista convertido a liberal, Boris Yeltsin. El país se desintegró en muchos pedazos y desde entonces se precipita en un sube y baja económico que la rezaga en competitividad, productividad, demografía, seguridad y bienestar social. Pero Putin, es otra historia.
Lo que vale la pena subrayar en el aniversario de la caída del Muro de Berlín es que ocurrió, porque los vientos del este soplaban fuertemente desde hacía bastante tiempo, al menos desde 1985. Y lo peor no es el retroceso drástico de un enorme país, sino el hecho de que la URSS dejó de ser el fiel de la balanza universal, la amenaza latente que amortiguaba la desigualdad en el mundo porque obligaba al capitalismo y a los capitalistas, a negociar mejoras sociales.
Creo pertinente insistir una y otra vez sobre esa tesis, que no es mía sino del fallecido Eric Hobsbawn: “El miedo a la URSS, a su inspiración ideal, a la revolución social, fue el acicate más poderoso que permitió avanzar a los partidos socialdemócratas en Europa y en los E.U.; precisamente, para evitar la expansión de la influencia soviética había que mejorar el rostro del capitalismo local y las condiciones globales de la sociedad occidental” (“El día después del fin de siglo”, La Ciudad Futura, abril de 1991).
Más que cualquier otro individuo, Gorbachov es el responsable de la destrucción de un mundo, no sólo de la URSS. Fue el arquitecto inexperto de una transformación a gran escala que fracasó dejando al planeta a la intemperie de las ideologías del libre mercado, del nacionalismo recargado y de los fundamentalismos desbocados. Pero también fue, el único responsable de acabar con medio siglo de pesadilla de guerra mundial nuclear, y en la Europa del Este, de liberar a los países satélites de la URSS y de arrojar al basurero de la historia la grotesca idea soviética de “soberanía limitada”. Y él fue quien, de hecho, derrumbó el Muro de Berlín.
Por eso, frente a tantos “racionales” contemporáneos que miden la estatura de los políticos por sus ascensos personales, su popularidad o por los rating en las encuestas, yo me quedo con la figura de Gorbachov: porque tomó las decisiones que nadie quiso tomar por décadas, por su arrojo, por su claridad y como otros más seguiré pensando en él con admiración, con infinita gratitud y un profundo sentimiento de aprobación moral, todavía hoy, a treinta años de la caída del Muro y del cambio político y social que le precedió: la Perestroika y su arquitecto, Gorbachov.