El término es espantoso, pero usémoslo: el liderazgo puede tener naturalezas muy distintas. Están los líderes que sacan lo mejor de sus colaboradores. Es una forma digamos que aburrida de ejercer el poder, porque implica humildad. Implica dejar de girar en torno al eje de ti mismo —la expresión es del novelista Thomas Pynchon—, reconocer tus limitaciones, voltear hacia los otros, identificar sus virtudes y ponerlas a trabajar en favor de una causa compartida, donde causa debe entenderse, también humildemente, como eficacia en la gestión. Implica, pues, no entender el poder como iluminación, sino como un oficio obligadamente compartido. Como servicio, no como salvación.
Y están los otros liderazgos: los de aquellos que desgranan verdades de las que sus seguidores — nunca colaboradores— deben hacer eco, primero, y luego ser militantes, promotores, evangelistas, sin atención al sentido común, los hechos que ya sabemos que son de una tenacidad asombrosa, la congruencia con los principios que has defendido siempre o incluso la decencia más elemental, más de andar por casa.
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