Este texto fue publicado originalmente el 1 de septiembre de 2009, lo abrimos de manera temporal dada su relevancia periodística.
Cuando se hizo la luz, el hombre concibió la televisión.
La distancia entre el evento y el invento es enorme, aproximadamente de unos 14 mil 500 millones de años. Es la relatividad del tiempo: la Tierra tiene 4 mil 500 millones de años y el hombre la habita desde hace 6 ó 7 millones; habita, escribimos, para señalar que es el único ser vivo capaz de incidir en su ecosistema. Así concibió la televisión hace poco más de siete décadas. Y con eso redujo el tiempo y la distancia de la comunicación a lo instantáneo Detengámonos aquí: en un segundo un rayo de luz recorre cerca de 300 mil kilómetros; en ese lapso daría diez veces la vuelta a la Tierra. La televisión hace algo similar: proyecta imágenes al instante desde cualquier sitio a donde sea. Es vista y escuchada por millones. En todo el planeta. Por eso al surgir, el aparato modificó aún más la percepción del tiempo, la distancia y la velocidad que hasta entonces teníamos, pero no lo hizo ni en un día ni ella sola. Al menos en tal sentido, no presenciamos un fenómeno inédito. ¿Cómo modificó la conducta, los valores y las prácticas de los hombres? ¿Esa es una condición privativa de aquella máquina o forma parte de un trayecto histórico en el que se asentó el imperio visual de nuestros días?
Esto es asombroso: durante los siglos XVII y XVIII se viajaba de Holanda a China en uno o dos años. Es el tiempo que ahora tarda una nave en llegar a Júpiter para desde ahí trasmitir imágenes de televisión y fotografías. Eso sucede ahora con la Luna, a la que hace 400 años vio por primera vez en un telescopio Galileo Galilei y a la que el hombre, a bordo del Apolo XI, llegó hace cuatro décadas en cinco días.1 A finales del siglo XVIII, para que un acontecimiento ocurrido en Boston fuera informado en Filadelfia a través de los periódicos, transcurrían en promedio dos semanas; a mediados de la centuria siguiente el telégrafo redujo sustancialmente el tiempo pero la televisión lo achicó a fracciones de segundo. Luego trasmitió en vivo y en directo.2 En definitiva, la televisión es parte de un proceso complejo en el que las comunicaciones son resultado de la imaginación y de las necesidades del hombre al mismo tiempo que han influido en las formas de interacción social.
Tenemos frente a nosotros varios documentos que muestran las barreras del tiempo y el espacio trastocados. Se refieren a la navegación, el correo, el tren y los aviones. Otros aluden a los grandes inventos de comunicación: el telégrafo, el disco, la radio y el teléfono. La comparación entre todo eso y la televisión es tentadora, pero no tenemos ni el tiempo ni el espacio para hacerlo. Por eso quedémonos sólo con que eso nos da una idea de los infinitos entrecruces que hay entre la comunicación y el campo inmenso y seductor que llamamos luminosidad. Aquí escogimos nada más un ejemplo: la televisión. Entendemos que eso es algo así como un zarcillo de luz que nada significa en el universo, pero que tiene un alcance definitivo en el imperio de la imagen que priva en la Tierra y por eso ayuda a comprender al hombre, aunque sea en un ápice.
Hagamos este último registro antes de comenzar. Desde tiempos inmemorables, la astronomía ha diluido pacientemente el mito de la creación mediante el análisis secular del Big Bang, incluso aunque en su origen ese análisis hubiera recurrido a Dios. En esa dirección, el desenlace de la ciencia sobre los dogmas o el fanatismo ha sido inevitable. Sin pretender escarnecer otros juicios, estamos convencidos de que la reflexión de los medios de comunicación muestra una tendencia parecida frente a la televisión, el aparato receptor, productor y trasmisor de imágenes en movimiento a distancia del que nos ocupamos enseguida.
Luces milenarias
Comprender la Gran Explosión con la que inició el universo implica una construcción intelectual y necesariamente una representación; la que sea. Son hechas mediante la profesión de fe que centra en la voluntad divina ese fenómeno o con métodos y formas científicas de análisis y verificación que disgustarían a los dioses. Sea como sea, esto requiere un grado de abstracción. Pasa lo mismo con el desarrollo tecnológico de la industria de la comunicación que, basado esencialmente en la composición de la luz y las sombras, refleja cualquier componente de nuestro entorno o genera signos que lo representa para recrearlos y de este modo incidir en el análisis y la interpretación de la realidad.
La televisión -ya sea mecánica, electrónica, analógica o digital, en cualesquiera de sus derivaciones o despliegues- no se entiende sin la electricidad y ésta no existe, igual que el tiempo, el sonido o la distancia, sin la capacidad humana para decodificarla. En ese sentido, y aunque éste parezca un enunciado tautológico, la televisión, tanto en sus caracterizaciones tecnológicas como en sus contenidos, es incomprensible sin el ethos social que le da preeminencia entre los demás medios de comunicación: sus alcances y límites son determinados por un (casi) insondable y complejo entresijo de variables económicas y financieras, sociológicas, políticas y culturales. Nos referimos a uno de los más formidables inventos del siglo XX que no es resultado directo ni unívoco de ese gran desarrollo tecnológico porque éste no ha sido ni será lineal. Si tuviéramos que bosquejar una representación de ese proceso lo podríamos plasmar igual a los espirales de la Vía Láctea. Pero como no es el caso sólo afirmamos: la televisión, junto con Internet, es uno de los máximos exponentes de la simbiosis histórica que hay entre realizaciones técnicas y cambio social, donde lo visual tiene preeminencia. Su alcance ahora es planetario.
La ácrona comparación arriba expuesta -entre el Big Bang y la televisión- registra algo más que la anécdota de una de las teorías científicas más aceptadas sobre el origen de las galaxias que fue expandida como si fuera una explosión publicitaria justo a través de la televisión, en la BBC en 1949, mediante un detractor suyo que, paradójicamente, así la bautizó. Ese algo más nos remite a la importancia de la luz, y sus múltiples formas de energía electromagnética radiante.
El cosmos no sería sin nosotros, pero no porque la Tierra sea el centro de atención de las miles de millones de galaxias que lo integran, como creía Tolomeo, sino porque no habría representación de éste sin la acuciosa investigación humana: “Sol que sería de ti sin nuestras miradas”, exclamaría Zaratustra. La televisión tampoco sería sin nosotros. Contra todas las apariencias, tampoco es el centro del universo nuestro en el \planeta: mediático, político, social y cultural. Aunque, eso sí, en varios sentidos la televisión es también nuestra propia representación. Lo más probable es que en otros planetas haya vida, incluso inteligente y para ésta el universo sí sea. En cambio, la televisión es un referente exclusivamente nuestro, no es un invento extraterrestre ni una máquina con vida propia capaz de aniquilar la especie o ensalzarla a derroteros siderales. No somos moscos atraídos por la luz. No al menos sin disfrutarla, pensarla, comentarla e incluso retroalimentarla. No ha sucedido ni sucederá calamidad alguna o cielo en la Tierra por eso, la humanidad se sitúa más allá de tales designios. En todo caso, si algo relevante sucede en cualesquiera de esas u otras direcciones será obra nuestra y, por cierto, lo más seguro es que será televisado. En suma: Dios no nos creó a su imagen y semejanza, fue al revés, nosotros lo creamos a nuestra imagen y semejanza. Sucede lo mismo con la televisión. A ésta hay quienes la han endiosado como fuente de todos los bienes o de todos los males. Nosotros, en cambio, asumimos junto con Diderot que a Dios le disgustaría más el fanatismo que el ateísmo. Alguna vez nuestros antepasados creyeron que todo lo que sucedía en la Tierra era por los designios de Dios, en cualesquiera de las múltiples representaciones que hicieron de él. Desde mediados del siglo XX a la fecha, hay quienes creen que esas virtudes las tiene la televisión.
El hombre se pregunta por los astros casi desde el principio. Entre esa inmemorable inquietud y la actual de analizar la televisión hay un enorme trecho que está por llegar a uno de los puntos cúspide de la cultura visual. Eso es irreversible. Es de una magnitud similar a la que tuvo el fuego en el homínido o al manejo que éste debió hacer de los temporales para asentarse. Digámoslo a lado de Giovanni Sartori, “nos encontramos en un momento de mutación genética”. Pero no basta con avizorar una nueva era y quedarnos estupefactos o sentenciar el final de nuestra especie. Hay que analizarla. Descreemos que ésta siga la ruta apocalíptica avistada como irremediable por el famoso y más citado que cuestionado intelectual italiano. Incluso él mismo acepta que tal vez exagera un poco con sus asertos porque, dice, la suya “quiere ser una profecía que se autodestruya”.3 Descuide usted, aquí no habrá profecías. Coincidimos con P. Flichy en que “a diferencia de la unidad del texto escrito, la del medio audiovisual se manifiesta más en el discurso profético que en la realidad tecnológica e industrial”, vale agregar, social y política.4 Para decirlo de otro modo: no haremos televisión, nada más ensayaremos algunos trazos para analizarla.
Echemos un vistazo a varios aspectos clave para luego mirar directo a nuestro objetivo.
Representaciones
Entre los primeros rasgos y rastros de nuestra especie está el denuedo por representar la realidad mediante signos: son símbolos, iconos e índices. Expresan la evolución del hombre para reconocer el entorno y actuar en él. Es natural: al acto de representar le es inherente el de interpretar. Resulta imposible lo uno sin lo otro. De este modo se define la relación entre la realidad -lo que es en sí misma-, su representación -lo que pensamos o creemos que es- y su recreación -como quisiéramos que fuera-, como imaginamos que es o será o como queremos que otros la observen, animados por las razones que sea. Entre otras, para persuadir.
Al verbo representar le es indisociable el de comunicar. No hay representación donde no se busca trasmitir algo por el medio que sea. También sucede al revés, para trasmitir el hombre representa. Desde tiempos inmemorables. Con sus gruñidos, sus balbuceos y sus gesticulaciones hasta cuando reconstruye lo que observa mediante lo oral y escrito o la elaboración de imágenes. Somos seres simbólicos. Digámoslo ya: no hay representación sin imágenes. Incluso hasta la palabra remite a la imaginación que la recrea y ésta es una representación, así resulte de la reflexión y el análisis.
De la oquedad al lienzo, testimonios colosales
El hombre no es él sin los demás, sin su interacción con el otro, sin sus miedos, sus creencias y sus deidades; sin buscar dominar el medio ambiente y sin, por todo eso, cambiarse a sí mismo. Continuamente. Desde la cuarta y última glaciación de la Tierra, o sea, hace 40 mil años, se encuentra el registro de esos primeros anhelos y temores. Está en rocas y les llamamos pinturas rupestres; las más recientes se hallan en África, tienen poco más de 3 mil años de antigüedad. El hombre no lo quiso así, seguramente, pero quedaron para la posteridad. Las podemos mirar como si fueran mensajes provenientes de otros mundos que ahora nos ayudan a entender al nuestro. Por eso sabemos que ellos y nosotros somos, fundamentalmente, seres simbólicos.
Las cuevas resguardan esas pinturas como entonces hicieron con los hombres dadas las inclemencias del medio ambiente; casi todas están en el subsuelo. En Francia y en España, en Malasia e Indonesia, en Venezuela, Bolivia y Uruguay. En todo el planeta excepto en el Antártico. Ahí, en penumbras, se observan caballos, bisontes, siervos y renos, arcos y flechas. También siluetas de manos humanas; muchas. En colores negro y ocre fundamentalmente. Son los conjuros de los magos: pretenden mejorar la caza y la fertilidad de los animales. Al respecto Goethe dilucidó: “en el hombre hay una naturaleza creadora que se manifiesta tan pronto como tiene asegurada su existencia”.5 Aunque aquí no hay goce estético sino necesidad de sobrevivir, también es cierto que para asegurar su existencia el hombre necesitó de ser creativo.
No haremos un recorrido puntual de la historia de la pintura. Ni siquiera un esbozo. Sólo señalamos que desde aquellos escenarios numinosos que muestran la lucha por la vida se desató una espiral de expresión grafica, vale decir artística, o sea, creativa. Ahí emboca la riqueza de todo esto, en la idea que se antepone al objeto. En el siglo XIII antes de nuestra era, en Asia por ejemplo, ya hay bajorrelieves. Todavía obsesiona la caza pero además otras actividades del hombre en sociedad. Es el tiempo en que los estilos se multiplican. En la escultura y otras artes como el teatro, se mantiene la ruta de la representación de la realidad. Así ocurre con los persas y los fenicios, los griegos y romanos; la manifestación más conspicua de todo ello, claro está, se halla en Grecia. El arte pictórico surge para representar y, en ese impulso, recrear la realidad. Resulta de la sensibilidad que suscita el medio ambiente o un hecho social de la índole que sea o un fenómeno natural como la muerte o simplemente el sol y las estrellas, como sucedió a menudo con los griegos, que entre la constelación boreal llamada en Norteamérica el Gran Cucharón vieron la cola de la Osa Mayor, mientras que en la Europa medieval se notó como la Carreta de Carlos.
Reiteramos: la idea está sobre el objeto y eso define a la pintura. Así se expresan los minoicos, los etruscos, los hindúes o los chinos varios miles años antes de nuestra era. Lo mismo sucede con la pintura de la edad media, la celta o la gótica. Igual en la pintura renacentista o barroca, que en la moderna y la contemporánea con su impresionante colección de ismos. Eso implica una gran gama de estilos que resultan del desarrollo cultural de cada civilización y, entonces, de concepciones y sensaciones con las que se interpreta y representa a la realidad.
Del lienzo a la fotografía, hay otros registros fundacionales
El nivel primitivo grabado en las cavernas es al arte de la pintura lo que el daguerrotipo a la fotografía. Ésta es la antesala de una nueva forma de hacer arte y de algo más. La fotografía es la manifestación inaugural del objeto sobre la idea, tanto en su estructura técnica como en sus efectos. Entonces, fue algo así como el cometa avistado desde la Tierra con una estela que presagia la cultura visual. Esta cultura busca ceñirse a lo real, a lo que es. En todo caso la fotografía captura el tiempo. En consecuencia es una representación indicativa de la realidad.
La primera fotografía de la Tierra de la que tenemos registro fue hecha el 24 de octubre de 1946. Es decir, habían transcurrido 425 años desde los experimentos iniciales con sales de plata y poco más de cien años desde que el pintor Louis Daguerre perfeccionó la técnica. Antes de esas imágenes del espacio el hombre ya se había mirado a sí mismo y, con esa nueva máquina, había sustituido a los retratos del lienzo para actualizar en otros medios el fin de trascender al ser visible. Esa fue la convicción de las clases medias y la burguesía durante la Revolución Industrial y esa es ahora la creencia imperante. Lo abocetamos como divisa: ser es ser visible. Más aún cuando los medios de comunicación, poco a poco, incrementaron la visibilidad del individuo. En la prensa, el efecto de la fotografía fue decisivo. El estímulo visual traduce algo parecido a la sentencia “ver para creer” y, así, la imagen deviene en el instrumento por excelencia de la verosimilitud.
Las fotografías acompañan a los impresos en el vehículo principal de distribución que fue la bicicleta. Tales imágenes subvierten las maneras de trasmitir información y conocimientos. Participan de otros enfoques de la realidad, distintas costumbres y creencias, pasatiempos y recursos de diversión. Reflejan y alienta un orden cultural, social y político distinto y distante al de otrora. Por ejemplo, modifican el carácter de lo público y lo privado y sitúan en los rieles de la visibilidad a los responsables del gobierno. Antes, por ejemplo en el medioevo, los jerarcas políticos eran raramente vistos por la plebe en virtud de cierta dinámica en la que el poder era sacro y sus decisiones estaban en el manto privado. Al surgir los panfletos, y más tarde los diarios y los libros y luego la fotografía, gestarían costumbres relacionadas con la visibilidad de los jefes políticos y, sobre todo, con el carácter público de sus actividades. Eso conllevó a modificar hasta el empleo del lenguaje, las poses y las gesticulaciones de los individuos para abrirse paso a una imagen eficaz según los valores sociales del caso, para la promoción de sus liderazgos políticos; también significó la oportunidad de que los gobernados evaluaran las decisiones y los resultados de la administración pública. Esto, aunado a riesgos como los que implican los escándalos políticos que, con el desarrollo de los medios, fueron magnificados y, por ende, resultaron ser más letales para las expectativas de los gobernantes.
Al conjunto de cambios como el de referencia le llamamos modificaciones en las formas de interacción y acción sociales. Por ahora hay que registrar una paradoja: lo que a final de cuentas trasmite la fotografía es algo fundamentalmente emocional, donde el goce escópico cede al ímpetu inicial de retratar la realidad tal cual. Luego entonces, hacen falta las palabras para procesar lo que se ve. Como sucede ahora, en cualquiera de las manifestaciones de la comunicación visual.
En resumen. La fotografía inicia el desarrollo secuencial de la imagen que coloca a las palabras en otro plano. Busca captar lo que es aunque el retrato, estático, sólo muestre rastros. En la férula de lo instantáneo a través de la cámara se elige eso que es aunque lo que sea haya sido y ya no sea y aunque eso que sea sólo haya sido parte de lo que es. El impreso fotográfico sólo es indicio de la realidad. Congela el tiempo y carece de movimiento, aunque con esas propiedades es documento histórico de seres y circunstancias que nos cambiaron. Es la virtud de lo instantáneo, registra lo que es y lo que fue, donde estamos y donde estuvimos, lo que somos y lo que fuimos y eso, entre otras cosas, es instrumento para comprender que de algún modo también somos eso que fuimos. La fotografía apela a la memoria publica, privada e íntima pero sobre todo es el punto de quiebre del inicio del reino audiovisual y el espectáculo que le es inherente. Conviene decirlo ya para comenzar a deslindar de responsabilidades a la televisión y, así, atajar algunas de las acusaciones que se le han hecho dentro del siempre fangoso, y por cierto poco fotogénico, terreno del Apocalipsis.
Construyamos el gozne para avanzar con estos apuntes. Lleve a la memoria o imagine la fotografía del cometa West captado en 1976 desde Alemania. Hay un viento de protones y electrones procedentes del Sol que forma la gran cola iniciada en el núcleo helado del cometa.6 Los colores cautivan. La imagen es asombrosa. Eso es la fotografía desde que se inventó. Espectacular. Ahí están los globos aerostáticos de París de finales del siglo antepasado, o la Plaza de la Constitución española de ese mismo periodo o la del cometa Halley tomada en 1910 con Venus abajo junto con otras tantas cautivadoras, innumerables instantáneas. Sin duda, la fotografía fue algo así como el prolegómeno del espectáculo que sobrevendría.
Testimonios audibles, visibles, en movimiento
Vemos la foto de un pato. Es una hembra. Está suspendida en el cielo. Sus ojos son rojos. Tiene el cuello largo, blanco con motas negras. El cuerpo también es blanco con bordes cafés como el tabaco en el plumaje superior. No vuela ni grazna. Esto sucede con cualquier instantánea: carece de movimiento y sonido. Al ser sólo un indicador de la realidad, no nos dice además que se trata de un anátido proveniente del Canadá, se llama barnacla y su destino es el este de Estados Unidos a donde invernará.
Ahora hay una rana. Recibe el sol en cierta roca situada a la orilla de un pantano. Mide alrededor de 13 centímetros. Es un macho. De piel bronceada, en el perímetro bucal resalta el verde intenso. No croa ni mueve los ojos. La imagen no dice que forma parte de una especie entre las más de tres mil quinientas que hay en el planeta. También se ubica al este de Estados Unidos. La nombran rana catesbeiana o rana toro.
La conclusión es clara: “Lo visual no es más que una esfera entre otras del índice” 7. Es una parte que ayuda comprender el todo. Regis Debray es preciso: “Una foto no es un símbolo, como una palabra; ni un icono, como un cuadro. Es un índice. No corresponde a una intención sino a un efecto mecánico, la captura automática de una irradiación luminosa”.8 Agreguemos que, en ese orden indicial, por ejemplo en el literario, podría ser que la pata surque el cielo rumbo al ya dicho lugar para encontrarse con su amado, que es nada menos que una rana solitaria que la espera a bramidos. (En ese terreno imaginario, al encontrarse los dos tal vez intenten escapar del flash de alguna cámara.)
Seamos silvestres y enfaticemos: el pato vuela y la rana salta. Hagámoslo para situar el desarrollo de la imagen secuencial que sobrevendría. Ahora, como si abocetáramos en las cavernas, en orden cronológico, podríamos decir que a la imagen en movimiento le llamamos cine. Lo hacemos para decir que, junto a otros montajes como los de ilusión óptica de las ferias, el teatro, el vodevil, el circo o el parque de diversiones -tan en boga en ese periodo- éste continuó el espectáculo inaugurado por la fotografía.
El cine, ese sorprendente invento de fines del siglo XIX fue posible por el auge inusitado de la tecnología óptica echada a andar dos centurias antes. O sea, el llamado Siglo de las Luces lo fue también en el sentido literal (nada menos en 1704 Isacc Newton publica la Óptica o tratado de la reflexiones, refracciones, inflexiones y colores de la luz). El cine remite a la representación y a la recreación de la realidad por medio de recursos visuales en donde impera el movimiento y luego se adocena el sonido ambiental y el de las palabras. Pero el cine no es un concentrado de las realizaciones emprendidas hasta entonces. Tiene cualidades y propuestas propias. Es fuente de entretenimiento que al principio complementa y después se sobrepone, al afianzar su propio lenguaje y sus apuestas ópticas, a otros espectáculos como los mencionados, dentro de la ruta de interpretación trazada por Andrew Darley.9
El hombre contempla, analiza, proyecta, fantasea incluso, y ejecuta. Por ejemplo: en 1610 Galileo Galilei miró la Luna por primera vez desde su telescopio. Julio Verne acortó la distancia de más de 380 mil kilómetros que nos separan del satélite y proyectó ahí al hombre 275 años después, en una de sus varias obras de ficción. En 1902, o sea, casi 300 años luego de las observaciones del astrónomo, George Meliès enfatizó en el sueño por medio del bagaje visual. Viaje a la Luna es la primera superproducción en la historia del cine. En blanco y negro. No hace falta decir lo que pasó luego, en 1969, y menos recordar lo que dijo Neil Amstrong sobre la humanidad y el gran paso que el hombre daba en ese año. Acaso sobre todo, cuando hablamos del cine lo hacemos de un espectáculo de masas que devendría en arte. En 1908, en Estados Unidos, se calculó que un promedio de 14 millones de espectadores acudían semanalmente a las salas.10 (Entendemos el término “masas” no sólo en referencia a lo cuantitativo, sino en relación con la diversidad de públicos que el cine abarca y, entonces, a la influencia cultural que éste tiene). Como se sabe, los colores y el sonido surgieron después. Este último en 1927, con el “El cantante de jazz”, cinta en la que Al Jolson se haría inmortal por sus palabras: “Ustedes aún no han escuchado nada”.
El cine, igual que la imagen impresa, también es un índice de la realidad. Pero inexorablemente sólo capta lo que fue, nos referimos a los tiempos de las escenas y de los diálogos, no al carácter temático en el que cabe la ficción o el futurismo. Sella lo que fue, insistimos, incluso cuando enmudece al mundo de sorpresa con el sonido parlante y ambiental y luego le suscita un grito entusiasta cuando años después instala la banda sonora que se empalma con los desquiciantes años 20; la expresión indicial se completó al proyectarse a colores. Eso significó el derrumbe de la ancestral preponderancia de los símbolos y los iconos. Ya eran los tiempos de las máquinas para trasmitir. Aludamos en menos de lo que transcurre un diálogo cinematográfico, a cómo se fue proyectando la película del cine. Esto también es todo un espectáculo.
A mediados del siglo XVIII Antonio Meucci, y no Alexander Graham Bell como se creyó durante mucho tiempo, es quien inventa el aparato al que llamó teletrófono y que luego conoceríamos como teléfono. En la década de los 30 del siguiente siglo surge el primer aparato en explotar las posibilidades técnicas de la electricidad, se llama telégrafo y es capaz de trasmitir a 100 metros de distancia rayas y puntos que podían traducirse en letras; su alcance tendría un mayor desarrollo durante las décadas siguientes hasta que devino obsoleto por otros instrumentos de comunicación. En 1876, Thomas Alva Edison concibe un algo capaz de grabar y reproducir sonido; le llamó fonógrafo. De la mano de esto surge el disco, en los años 20 del siguiente siglo. Así, se conoce al mejor cantante de ópera de todos los tiempos y al primero en grabar con ese invento, Enrico Caruso. Con unos pasitos de vals desde el disco que lleva al hogar la música de salón, pasamos a los años de la radio, o sea a finales del siglo XIX. Éste modula las ondas electromagnéticas sin medio físico de transporte y amplía la cobertura del emisor; debe advertirse que primero sólo fue auxiliar de las actividades económicas y militares; no difunde información o música. De estos breves parágrafos se desprenden dos aspectos básicos, a saber: 1. El desarrollo de los medios de comunicación que acompañan al proceso de globalización iniciado a finales de la edad media con el inicio del comercio regional y luego continental, pero acelerado en el siglo XVIII, y 2. El desarrollo tecnológico en materia de comunicación fue entronizándose de tal manera que generó un fenómeno ambivalente: por un lado, dio impulso a continuas mejoras de los aparatos de transmisión y, por otro, estableció las coordenadas para el surgimiento de otros medios. Para lo que ahora nos ocupa, el asunto es que, en ese per iodo, comenzamos a oír y a leer lo que ocurría en otras latitudes. Junto con todo esto habría un paso central, lo dijimos hace unos minutos y se llama cine.
Algo mustio se asomaba como tras bambalinas. En pequeñas salas de teatro que funcionaban para la exhibición, eran proyectadas escenas anodinas como la llegada del tren a alguna estación, un recorrido por las calles de París o gente bañándose en la playa. Luego se mostró impetuoso. Con un lenguaje propio y más recursos visuales. Pletórico de eventos importantísimos. De historia, para el registro memorable de los movimientos pacifistas provocados por las guerras, por ejemplo. De fantasías, como entonces lo era aquel anhelado viaje a la Luna representado por un cohete incrustado en ella. En fin, de las más variadas apuestas donde el goce visual es lo básico y donde hasta un pato y una rana pueden quererse tanto, como consta en aquel memorable filme de 1934, que se halla entre los primeros dibujos animados.
En fin. El desarrollo de la tecnología había hecho ya su aporte a la mesa de lo que más tarde se conocería como la industria cultural. Aún faltaba que el mercado impusiera los relieves que darían rostro al perfil tecnológico y a los contenidos. En el caso del cine la brecha se abriría entre una maleza de oferta situada fundamentalmente entre Estados Unidos y Europa. En especial, en Francia, y enseguida en Reino Unido. De una forma tal que, como escribiera Armand Mattelart, “el cine se convierte en el emblema de las relaciones de fuerzas que van a dejar huella en la internacionalización de la producción cultural”11.
Como se sabe, el impulso industrial del cine y la preponderancia de los contenidos fue determinada por la fábrica de sueños del star system nacido en Hollywood, un pequeño poblado de Los Angeles, California. Pero además por el marcado decaimiento del cine en los países que intervinieron en la competencia artística y comercial. Mattelart advierte que “los términos del debate francés del periodo de entreguerras revelan sobre todo un habitus nacional: la reticencia a cruzar cultura con economía”12, a pesar de que hubo quienes, como él mismo señala, impulsaron lo contrario. “La cineasta, pionera del mudo, Germaine Dulac, que así lo entiende, lanza, en 1932, la fórmula: ‘el cine es un arte, pero también es una industria”. (En los mismos términos fijaría el asunto André Malraux). El tema ha sido ampliamente revisado en diferentes obras, aquí sólo está el subrayado de cómo el desarrollo industrial del cine estalló en forma espectacular al través de las formulaciones generadas desde Estados Unidos para hacer preeminente sus contenidos.
Testimonios de papel, ¿vestigios?
En el principio fue la interacción cara a cara. Y en el final también. Porque ahora éste es un principio central para comprender las dinámicas sociales de interacción y acción dentro de la comunicación contemporánea. En aquel entonces el meollo era sobrevivir. Para eso el hombre primitivo debió relacionarse entre sí y tuvo la capacidad. Mediante gruñidos, señas y gesticulaciones, avistó temporales y se organizó para enfrentarlos; también proyectó empresas colectivas para la caza y luego, cuando sedentario, para la agricultura y la cría de animales.
Así, literalmente, dibujó temores, creencias y sus expectativas principales. Eso no fue todo, sin embargo. Hubo además un entrecruce entre factores como el trabajo (Federico Engels), la capacidad de adaptación y modificación biológica humana en torno de sus actividades y el medio ambiente que enfrentaba (Charles Darwin), así como el carácter social que implicaba acometer sus desafíos. Ese entrecruce de factores biológicos y sociales facilitó el surgimiento del lenguaje que, más tarde, sería aparejado con la respectiva inscripción: la escritura y la consecuente labor de abstracción que supone.
Y fue entonces cuando el hombre pudo comunicarse a distancia.
Qué lejos estamos de cuando las formas de comunicación devinieron en instituciones y de cuando éstas se transformaron también en empresas para el disgusto de no pocos analistas, como Jurguen Habermas. Muy lejos nos situamos de cuando el hombre acortaría distancias por medio de esas máquinas de comunicación y de otras más que sobrevendrían. Apenas nos ubicamos en la piedra y en la arcilla, aunque pasamos rápido al pergamino y al papiro o la litografía. Y sólo nos detenemos un poco con el objeto de inscribir, como si fuera en la corteza de un árbol: desde entonces y hasta nuestros días, fueron producidas ideas y formas simbólicas desde las que se asentaron las culturas milenarias y sus jefes, la iglesia y la monarquía, los Estado Nación y los Estados que llamamos modernos. No hay duda: somos la única especie animal capaz de legar generacionalmente aquellas ideas y símbolos -con los que se integra la cultura- y tenemos la consecuente capacidad para modificarlos en el contexto de acción e interacción social. Este juicio, claro está, es esquemático y se elabora así para dar cuenta de que la escritura impresa tuvo aquel alcance reseñado. En tanto memoria de información y pensamiento, el libro, a diferencia de la imagen, implica almacenamiento de ideas. Como dice Regis Debray, Ana Karenina siempre será la misma obra esté impresa en el papel que sea, lo que no sucede con cualesquier exposición de imagen. Tan tiene esas características el libro, que al revisar los libros de la última etapa medieval podemos registrar el alcance que tuvo el propio libro. Demos un vistazo a lo que el intelectual francés ha llamado como Grafoesfera para aludir a la presencia y a la incidencia de la palabra escrita.
Situémonos entre la mitad del siglo XV y las primeras décadas del siguiente. Enseguida advirtamos junto con John B. Thompson: “el surgimiento de la industria de la impresión representó la aparición de nuevos centros y redes de poder simbólico que generalmente quedaban fuera del control de la Iglesia y del Estado, pero que ambos trataban de utilizar en provecho y que, de vez en cuando, reprimían”. 13 Representó, dice Thompson y el asunto no es menor: los medios son reflejo de las dinámicas sociales y en todo caso incentivan su expresión y establecen canales donde se entretejen estas relaciones sociales que manifiestan concepciones del mundo diversas, como las que implicarían los libros y los diarios, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVI. Por cierto, John B. Thompson hace una estupenda reseña del alcance que, en el orden del poder simbólico minado del clero, tuvo la difusión de Las 95 tesis de Martín Lutero.
Además, el nacimiento de la industria de las comunicaciones fue un vigoroso incentivo para el desarrollo capitalista. Lo fue en el sentido económico pero también porque a través de esos nuevos vasos comunicantes se expresaron las pujantes clases sociales en las que se sustentaría aquel sistema, con su bagaje intelectual, político y cultural, y sus costumbres. En esas coordenadas históricas se afianzó, entre fines del siglo XVII y principios del XVIII, la trayectoria de la dilución del poder simbólico de la iglesia y de los señores feudales; los libros de astronomía, biología y medicina contribuyeron destacadamente a eso. El movimiento de la Ilustración que abarcó casi todo el siglo XVIII no puede entenderse sin la industria editorial y los esfuerzos seculares de filósofos como Diderot, el padre de La Enciclopedia y acaso el más lúcido crítico del cristianismo. Adicionalmente, otra de las improntas más relevantes de ello ocurrió a la mitad del siglo XIX, en 1859, cuando Carlos Darwin decidió publicar El origen de las especies: la primera edición de mil 250 ejemplares se agotó en un día y la segunda de 3 mil en menos de una semana.14 Como se sabe, la respuesta del clero fue intensa aunque en ese marco reconoció que El génesis era una representación metafórica de nuestro origen. Ustedes pueden imaginarse las enormes disquisiciones y la polémica que hubo en ese entonces dentro del circuito de comunicación cara a cara (en la que, por cierto, Darwin no participó). Para darnos una idea más del alcance de la industria editorial vale la pena comentar que, así fuera de una forma incipiente, siglos atrás los griegos ya habían planteado ideas esencialmente similares a las de Darwin sin que tuvieran el eco que el libro del evolucionista logró.
Un elemento adicional es clave para comprender la influencia de estas inéditas formas de reproducción simbólica. A lo largo de aquellas centurias el latín, es decir, el idioma en el que se soportó el clero, fue cediendo paulatinamente. Primero frente a las lenguas vernáculas regionales, luego en relación con el francés y, más tarde, con el inglés que sería el idioma internacionalmente reconocido, también dado el potencial económico que habían adquirido las naciones con ese idioma.
Flichy define tres variables en las que se configuró el campo mediático de entonces. Esto también prefiguró una tendencia que llega hasta nuestros días:
1. La articulación entre distintas ramas industriales y el papel innovador en ese haz de actividades. 2. El acceso al mercado de los bienes de consumo en el cuadro de la gran industria naciente; y 3. La forma en que estas tecnologías se sitúan con el ocio.18
O sea: en una secuencia que de ningún modo es lineal, la tecnología es parte del desarrollo de la industria y ésta también es definida según el impulso de la economía y el mercado. (El desarrollo del cine no se entiende, como ya se dijo, sin la llamada industria del espectáculo y, en particular, sin el star sistem floreciente en aquellos años).
Entre mediados del siglo XIX y principios del XX se configuró y expandió a escala universal la medioesfera. Como ya repasamos, ésta remite a los instrumentos de comunicación establecidos en las instituciones y a los contenidos trasmitidos por éstos. Lo cual nos lleva a la teoría clásica de la democracia que, lo advirtió Alain Minc, no contempló a los medios como parte integral del equilibrio de los poderes, como actores políticos por su incidencia en las percepciones sociales, lo mismo en su funcionamiento interno que en su concatenación con las sociedades que constituyeron a cada Estado nación y los Estados modernos. Sin duda, la transmisión simultánea de imágenes, en vivo y directo, inaugurada por la televisión (y continuada en Internet junto con su capacidad de almacenar datos) ha reflejado e incentivado cambios extraordinarios en el ejercicio de la política y los gobiernos. Ya vimos que eso sucedió en épocas pasadas con los otros medios.
La tecnología no tiene límites. Materializa la imaginación perpetua del hombre y alienta los cambios en su comprensión del mundo y su quehacer. Tampoco tiene fronteras. Su desarrollo es mundial. Aunque debamos matizar. Su impulso acercó distancias, tiene una presencia global, pero su alcance es heterogéneo, desigual y asimétrico en cada país. Además, los contenidos que se trasmiten a través de ésta son fundamentalmente de un orden cultural, el producido en Estados Unidos a partir del siglo XX. Aunque vale señalar, sin embargo, que éste no se ha traducido ni en un dominio ni en un imperio de valores éticos, políticos o estéticos sobre las demás naciones del mundo. Más bien, el bagaje cultural de cada civilización ha puesto en juego una especie de sincretismo, que es desde donde se moldean las ofertas de contenidos. Que en distintas esferas haya intereses para que prevalezcan ciertas concepciones del mundo o acciones sociales es una práctica proverbial, desde que surgieron los medios de comunicación. El desenlace de tales esfuerzos ha sido complejo.
Con el surgimiento de la televisión y luego de Internet, las características de los medios se entrelazan aún más. Por eso ahora tienen una ubicuidad planetaria. Difunden al instante por medio de la trasmisión de voz, imagen y datos. Hay, adicionalmente, una característica singular entre ellos: en la medioesfera que conforman la órbita visual es hegemónica junto con la patina del espectáculo que se ha fraguado durante cientos de años. Incluso, en varios sentidos, ese es el legado de una herencia milenaria. Pero como señala Regis Debray: “Una medioesfera no es ni más ni menos totalitaria que una biosfera dentro del reino de los seres vivos. Puede albergar multitud de ecosistemas o de micromedios culturales (como la bioesfera puede albergar una multitud de biotopos), relativamente autónomos. Vivimos todos en la videoesfera, pero no todos creemos en (o vemos, retenemos, sentimos y queremos) lo mismo”.19
No todos creemos en lo mismo, repitamos. Además, los medios no integran un sistema arbitrario que propague y defina en un sentido unívoco a esas creencias. Esto ha sido así históricamente no obstante los sistemas políticos totalitarios o que quienes diseñan los contenidos de la comunicación pretendan la uniformidad en las percepciones, creencias y actitudes de la audiencia. En relación con los operadores de las compañías mediáticas, sobre todo desde finales del siglo XIX hasta la fecha, sus motivaciones provienen del mercado, por ejemplo para incrementar públicos mediante el uso de líneas sensacionalistas, delimitar tendencias de la moda o para moldear múltiples hábitos de consumo al lado de las grandes firmas, incluso participan de la construcción de una imagen del individuo que sea paradigmática. Aunque ese interés también tiene razones políticas: en el ámbito de la información buscan incidir en alguna controversia internacional o en los procesos electorales del país que sea, además en el ensalce o la defenestración de algún personaje público, entre otras pretensiones. Los gobiernos, por su parte, y en general los actores políticos, como antes quisieron la iglesia y el poder feudal con los libros, por ejemplo, buscan aprovechar la cobertura de los medios y conducirse desde la férula de la imagen para lograr la aceptación del gran público. La línea que cruza a esas variantes es el espectáculo que, en la televisión, se potencia aún más.
Aquel fue un acontecimiento mediático, al menos en tres sentidos. Primero porque, en sí mismo se trata de un hecho político cuya significación histórica se debe a los medios; su cobertura enseñó espectacularmente hasta qué punto se había ensanchado la esfera de la política en el terreno de lo público. Segundo, porque entre esos medios hubo un entrecruce y, en ese momento, la televisión tuvo más influencia que la radio, lo cual cambió drásticamente las formas de emprender campañas de persuasión política. Y, tercero, porque entre esos cambios, el moldeo de la imagen, cuya preocupación data de centurias atrás, asumiría nuevas formas de trasmisión simbólica. Los tres elementos están imbricados, naturalmente.
Si ningún emperador visitó Asia menor durante la primera centuria de nuestra era, un candidato presidencial o un mandatario en funciones ya podría estar presente en todas las regiones en las que incide o quiere hacerlo21. Como hemos visto, la comunicación a distancia poco a poco acercó al hombre. A un grado tal en que 70 millones de individuos podían ver y escuchar sus principales planteamientos junto con la imagen que le proyectaría o no fiabilidad. Esto último implicó que los niveles de escrutinio se ampliaran aunque se tratara de elementos ajenos a la capacidad intelectual de generar ideas y llevarlas a cabo. Tales niveles de escrutinio se ubican en el orden del rostro y lo que proyecta con todo y gesticulaciones, en el lenguaje corporal para denotar seguridad o en el vestir que, con la pulcritud o la elegancia o lo casual según sea el caso, trasmite diferentes sensaciones a favor o no del candidato.
El discurso político debe atender ese ambiente generado por el montaje de la pantalla y entonces se moldea para ser atractivo, contundente, sin matices. Igual a como establece la televisión para ganar audiencias, traduce lo que se piensa que es lo que quiere escuchar y ver el ciudadano, desde la tarima de una suerte de espectáculo. No emitimos juicios de valor. Por el momento, sólo registramos. Con o sin televisión, a lo largo de la historia los detentadores del poder político y más tarde los competidores por éste dentro de la democracia representativa, no mostraron un discurso orientado a exponer elaboraciones teóricas y compendios detallados para llevarlas a cabo. Para el caso que nos ocupa, con o sin televisión, pero dentro de la preeminencia de la escala visual, las estrategias de las campañas electorales no tienen el objetivo de informar y, en ese orden, de exponer conceptos e ideas para el análisis y la reflexión. Pretenden persuadir del voto. Simple y llanamente. Si eso, además, ha significado aligerar el peso de las palabras, entonces podríamos decir que la imagen se yergue impetuosa y altiva para determinar actitudes, atavíos, gestos, desplantes, frases y acciones que generen confianza, entusiasmo y adhesiones. Aunque eso no signifique necesariamente mejores o más eficientes gobiernos.
Sobre todo luego de la Segunda Guerra Mundial, las características técnicas y los usos de la televisión consolidaron la tendencia histórica de la cultura visual22. La singularidad a partir de entonces en relación con los demás medios reside en que, como hemos dicho, ese instrumento no sólo comunica sino también diseña, propone e incide en pautas de comportamiento en los terrenos políticos, sociales, culturales e informativos, entre otros. El tiempo, las formas y los mecanismos de trasmisión del aparato entronizaron con eficiencia en la cultura visual, los niveles educativos y el ritmo de vida de las sociedades modernas. La recompensa ha sido colosal.
En términos financieros: fundamentalmente debido a la industria de la televisión, las telecomunicaciones desde periodo hasta la fecha han tenido un desarrollo exponencial sistemático; está entre las actividades más redituables del mundo, aún en situaciones de crisis. Las audiencias a las que se dirige para promover el consumo y otras pautas de actitudes ligadas a éste como lo son la moda o los productos de belleza, le significan ingresos multimillonarios en virtud de que las grandes marcas patrocinadoras por la vía de la televisión también obtienen cuantiosos dividendos. Para darnos sólo una idea de esto registremos que en la economía estadounidense de la década de los sesenta, la industria de la publicidad tuvo un significado tal que John Kenneth Galbraith calculó que si los anuncios de televisión de Madison Avenue hubieran desaparecido de repente, el producto nacional bruto de los Estados Unidos se habría reducido en un 50%.23 En otro capítulo abordamos todo lo que esto representa.
En términos políticos: la empresa televisiva también ha obtenido abundantes recursos provenientes de la política, o sea, de la propaganda gubernamental y de la proclamas electorales en momentos de campaña. No obstante, hay una retribución adicional a ese carácter de lucro y se sitúa en el marco de la función social de los medios y a su protagonismo político, en especial, de la televisión. Se refiere al rol de las empresas mediáticas en tanto instituciones públicas: los medios, en especial la televisión, forman parte de los circuitos de poder en las que se procesan las decisiones del Estado.
¿De eso es culpable la televisión? No lo creemos. Es más, desestimamos el uso de cualquier término que remita al campo de la moral e incluso de la ética (otro asunto es cuando desde esa máquina se infringen tales valores). Hacemos el mismo deslinde respecto de las conclusiones absolutas. Como hemos recordado, Tolomeo creyó que la Tierra era el centro del universo, como ahora hay quienes aseguran que la televisión lo es de nuestro planeta. No creemos que sea de esta manera, no al menos con el carácter contundente con el que se expresan tales sentencias. Sostener lo contrario es algo así como mirar los astros de nuestro sistema solar sin saber que hay otros más, entre cientos de miles de millones de galaxias. La simplificación de los discursos y de las crisis de cualquier índole han sucedido aún antes de la presencia de la televisión, subrayamos. Aunque, igualmente, el auge de la televisión no puede explicarse sin su función de correa trasmisora de emociones que es útil no sólo para efectos electorales. Al responder al porqué la televisión no es el medio más adecuado para la discusión seria de cuestiones políticas, Martín Salgado enfatiza en que la elocuencia eficaz en un medio esencialmente visual favorece la dramatización y la simplificación verbal, “la televisión trasmite más fácil y eficazmente las emociones que los conceptos”.
Mirar los planetas no implica necesariamente conocer el sistema solar. Pasa igual frente a la pantalla; la realidad es más compleja que el encuadre televisivo y, para el tema que nos ocupa aunque podría ser cualquiera, las promesas electorales. Más aún, por muy preeminente que sea, la televisión no es el único medio que existe dentro de la oferta de comunicación contemporánea; forma parte de la medioesfera que proporciona líneas indicativas para la comprensión y la acción sociales, con todo el sistema de intereses que comprende. Según nuestro parecer, estamos en presencia de un trayecto social que, así sea sinuoso y errático, apunta en la ruta de la formación de ciudadanía en las democracias modernas. Eso implica, claro está, que el individuo integre a la cultura visual el reconocimiento de los limites y las intenciones que tienen los medios, en particular, de la imagen y el sistema de apariencias, sensaciones y percepciones que genera. Nos parece que nos encontramos atestiguando esa tendencia.
De más inventos
Digamos lo evidente: todos los inventos antedichos más otros que no mencionamos de esa época, sucedieron. A pesar de que no tengamos su registro visual, sonoro o auditivo. Aunque no haya fotografías sabemos que hubo una vez, hace mucho tiempo, en 1500, que se inventó el primer aparato desde el que sería proyectado el avión; lo de menos es si Leonardo Da Vinci hubiera sido o no telegénico. No obstante que no tengamos la grabación de sonido o el impreso de alguna entrevista exclusiva otorgada por Galileo Galilei, tenemos en cuenta la utilidad del péndulo o del telescopio, surgidos de la imaginación y la creatividad del gran astrónomo italiano. No obstante la ausencia de registros en celuloide o digitales, sabemos que la máquina de escribir surgió en 1714. Pasa lo mismo con la cámara fotográfica, el radio o el cine: un día y a una hora determinada fueron inventados. Aunque no nos lo telegrafiaran o dijeran por teléfono o no lo hayamos oído y visto en televisión, con imágenes a color, en vivo y en directo.
En todo caso, tal vez, esos inventos suscitaron una emotividad diferente a la de nuestra época al estar desprovistos de la espectacularidad y la fama con la que, sin duda, los medios de comunicación los hubieran consignado; en ese pasado virtual, tal vez hasta habríamos visto a Leonardo Da Vinci con la camisa de alguna marca patrocinadora. Pero sí algo es indudable es que en la globalización contemporánea, en buena medida signada por la industria de las telecomunicaciones, esos objetos habrían sido difundidos al mundo y comercializados de inmediato hasta en los más recónditos lugares. Como elaborara Régis Debray, “son dispositivos susceptibles de modificar la percepción, la cognición y la locomoción, es decir, nuestras prácticas del tiempo y del espacio”.24
Acompañamos a una de las alegorías de Debray. A nosotros nos interesa el invento de la imprenta y no el de los molinos de viento dada la magnitud de los cambios generados por los libros y los diarios en las relaciones sociales, políticas y culturales. Uno de esos cambios notables es, precisamente, que el desarrollo de los medios alteró el significado del tiempo, el espacio y la velocidad. No es lo mismo enviar un mensaje mediante un emisario a pie, con un carro tirado por caballos o por el ferrocarril y hasta el avión, que trasmitirla al instante. Simultáneamente. Desde cualquier lugar hacia donde sea, en vivo, directo y a colores, a través de la televisión.
Notas
- Sagan, Carl. “Cosmos”. Una evolución cósmica de quince mil millones de años que ha transformado la materia en vida y consciencia. Grupo Editorial Planeta; Barcelona, España 1980. 366 pp. Páginas 139 y 140
- Russell Neuman, W. El futuro de la audiencia masiva. Fondo de Cultura Económica, Santiago, Chile, 2002
- Sartori, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida. Punto de lectura, 2006, página 19. 213 pp.
- Flichy, P. Las multinacionales del audiovisual. Por un análisis económico de los medios. Editorial Gustavo Gili, S. A Barcelona, España, 1982. 278 pp. Página 9.
- Citado en Historia General del Arte, Montaner y Simón, S.A. Barcelona, España. 1958, José González Porto.
- Op. Cit. Página 72.
- Debray, Régis. El Estado seductor. Las revoluciones mediológicas del poder. Manantial, Argentina, 1995. 178 pp. Página 4
- Op. Cit. Página 29
- Darley, Andrew. Cultura visual digital. Espectáculo y nuevos géneros en los medios de comunicación. Paidós Comunicación 139. Ediciones Paidós Ibérica. S.A. Barcelona, España, 2002. 331 pp.
- El cine. Historia del cine. Técnicas y procesos. Actores y directores. Diccionario de términos. 100 grandes películas. Larousse. Dirección editorial Nuria Lucena Cayuela. Madrid, España, 2002. 448 pp.
- Mettelart, Armand. Diversidad cultural y mundialización. Piados comunicación 168, Barcelona, España, 2005. 177 pp. 37
- Op. Cit. Página 50.
- B. Thompson, John. Los media y la modernidad. Una teoría de los medios de comunicación. Paidós comunicación 101. Barcelona, España, 1997. 357 pp. Página 79.
- Darwin, Charles. El origen de las Especies. 10. Los grandes pensadores. España 1983. 638 pp.
- B. Thompson, John. Los media y la modernidad. Una teoría de los medios de comunicación. Paidós comunicación 101. Barcelona, España, 1997. 357 pp.
- Imbert, Gérard. El zoo visual. De la televisión espectacular a la televisión especular. Gedisa editorial. Barcelona, España, 2003. 252 pp. Página 36.
- Op. Cit. Página 99.
- Op. Cit. Página 36.
- Debray, Régis. Introducción a la mediología; Comunicación 125, Paidos, Barcelona España, 287 pp, página 69.
- Martín Salgado, Lourdes. Marketing político. Arte y ciencia de la persuasión en democracia. Paidos Papeles de Comunicación 37. Barcelona, España. 283 pp. Página 97.
- B. Thompson, John. Los media y la modernidad. Una teoría de los medios de comunicación. Paidós comunicación 101. Barcelona, España, 1997. 357 pp. Página 182.
- En la actualidad, está surgiendo otra área central para la persuasión ya no le pertenece sólo a la televisión e Internet, en 2009, con las elecciones presidenciales en Estados Unidos en las que triunfó Barack Obama, podría llegar a desplazarla.Como se sabe, buena parte de la campaña del primer mandatario de origen negro en la historia de la Unión Americana fue desarrollada a través de la red de redes.
- Citado por Meyers, William. Los creadores de imagen. Planeta, México 1990. 267 pp. Página 14.
- Debray, Régis. Introducción a la mediología. Paidos comunicación 125. Barcelona, España, 2000. 287 pp. Página 119.