El presidente brasileño Luiz Ignacio “Lula” da Silva tiene, desde hace mucho tiempo, el anhelo legítimo de convertir a Brasil un país con gran peso internacional. Durante sus dos primeros mandatos presidenciales (2003-2010) orientó su política exterior a procurar el fortalecimiento de la multipolaridad global a través de su integración con los BRICS y de concretar lazos específicos con potencias emergentes como India y Turquía. Ahora, de nuevo presidente y tras cuatro años de aislacionismo bolsonarista, intenta devolver a Brasil al escenario mundial proponiéndose como mediador en el conflicto de Ucrania, pero lo hace enarbolando un plan de paz asaz deficiente. Tal como sucedió en sus primeras presidencias demuestra que le ganan sus “ansias de novillero”, su obsesión de convertirse en un líder mundial sin tener claro cuáles deben ser los objetivos estratégicos globales de su país y sin, primero, procurar la solución de graves asuntos internos de gobernabilidad y desarrollo.
En sus primeros mandatos Lula metió a Brasil a los BRICS, el cual pretende poner muy en claro a las potencias tradicionales que hay nuevos jugadores a nivel mundial listos para ser tomados en cuenta. Exigía para su país (ni más, ni menos) pertenecer al Consejo de Seguridad de la ONU como miembro permanente con derecho a veto. También enarboló de forma convincente la bandera de la defensa global del medio ambiente y su compromiso en la defensa del ahora llamado “Sur global”. Muy impresionante para un país que apenas en los años ochenta estaba en un callejón sin salida, pero quizá demasiado prematuro para una sociedad todavía con demasiadas tareas internas pendientes por resolver. Sus afanes internacionales le propiciaron a Lula algunos reveses, como cuando fracasó su intención de negociar entre Irán y Estados Unidos (acompañado de Turquía). Y hasta la fecha los BRICS no han demostrado tener un piso mínimo de intereses comunes más allá de enfrentarse a Estados Unidos. Peor aún Brasil, tras varios años de auge, se desinfló de inusitada forma.
El “gigante amazónico” (como dicen los cursis) crecía económicamente a pasos agigantados mientras vencía a la pobreza, pero no supo corregir graves fallas estructurales y el esquema empezó a flaquear. En la presidencia de Fernando Henrique Cardoso sometió a una crónica hiperinflación, superó el problema de la deuda y corrigió, en buena medida, un anacrónico e ineficiente estatismo económico. Las bases para la construcción de un Brasil que cumpliera las famosas expectativas de Stefan Zweig (Brasil: Nación del Futuro) parecían haber sido establecidas con las normas de la estabilidad y la reforma económica. El éxito brasileño se fortaleció bajo la primera presidencia de Lula, cuyo gobierno aplicó eficaces políticas sociales que ayudaron a salir de la pobreza a 30 millones de personas. Sin embargo, desde el segundo mandato de Da Silva (2007-11) y en las fallidas presidencias de Dilma Rousseff, la fórmula que permitió el rápido desarrollo de Brasil fue abandonada. Cardoso fue riguroso en cumplir metas de inflación, tener cuentas públicas transparentes, respetar una rigurosa disciplina fiscal y estimular actitudes abiertas frente al comercio exterior y la inversión privada. Pero con la recesión mundial los gobiernos de Lula y Rousseff se olvidaron de la disciplina. Soltaron recursos a diestra y siniestra sin planeación estratégica y fomentando la corrupción. Cuando sobrevino el natural sobrecalentamiento económico volvió el estancamiento, la inflación, la reducción del crecimiento económico y caos fiscal. Vendrían después la destitución de Dilma y el arribo al poder del impresentable Jair Bolsonaro.
Hoy Lula ha vuelto y mantiene su anhelo de liderazgo mundial, pero lo hace con la misma ingenuidad de siempre. Intenta ejercer influencia en grandes temas globales donde Brasil tiene poca o ninguna influencia o interés, como sucede con la guerra de Ucrania. Con su propuesta de paz lejos de aparecer como un jefe de Estado preocupado por mantener la vigencia del derecho internacional y la paz asume una posición inapropiada a favor de Rusia, dando a entender que el conflicto es culpa del país invadido. Este razonamiento es producto de un infantilismo muy arraigado en la izquierda tradicional latinoamericana, la cual postula, orgullosa, una posición antiestadounidense automática y visceral. Pero el presidente de Brasil se equivoca flagrantemente cuando pretende culpar de la guerra de Ucrania, a Europa o a la OTAN. Es completamente ingenuo pensar que Putin “se vio obligado a atacar”, como sostienen repetidamente Lula y gran parte de la izquierda latinoamericana (algunos amigos cercanos a AMLO entre ellos). Para colmo, Lula con la bobería de afirmar: “Creo que cuando uno no quiere, dos no luchan”. Esta es más una filosofía de bar donde se pretende resolver los problemas “tomándose una cerveza”, pero
sí realmente Lula quiere convertir a Brasil en un campeón de la paz y del “Soft Power”, debe entender no solo los entresijos de la lucha por el poder sino también cómo funciona el derecho internacional y así evitar convertirse en cómplice involuntario de un agresor.
Ahora bien, y como afirman algunos, quizá detrás de la actitud prorrusa de Lula, (la cual -por cierto- también sostenía Bolsonaro, quizá el único punto en comun de estos dos personajes tan antagónicos) se encuentre la excesiva dependencia de la agroindustria brasileña de los fertilizantes rusos. Entonces valdría la pena no ser hipócritas. Pero no creo sea el caso. Creo en la sinceridad de Lula convertirá a Brasil en un país relevante a base de poder blando, promoción de la paz y el desarrollo. Por eso mismo debería ser más cauto y no dejarse manipular por un sujeto inescrupuloso, brutal y mentiroso como Putin, un dictador tan militarista, embaucador y hostil a las minorías como lo fue, por cierto, Jair Bolsonaro. Putin utiliza a cientos de miles de rusos, pobres como carne de cañón para su ejército. Estos son los “detalles” que la cavernícola izquierda latinoamericana se niega a ver.