Los mexicanos padecemos una cultura del plagio. Figuras públicas y personas anónimas cometen la falta moral —e incluso legal— de presentar trabajo creativo e intelectual de otros como propio, actuando como si nadie los fuese a descubrir y, acaso, seguros de que no habrá consecuencias en su contra. El caso notorio reciente —y extraordinariamente vergonzoso— es el de Yazmín Esquivel, la pseudoministra de la corte suprema del país. Pero, una y otra vez, ha habido denuncias semejantes y ser profesor en universidades mexicanas permite asomarse a la magnitud del fenómeno. La práctica de plagiar para hacer avanzar la propia carrera la realizan por igual estudiantes —con omisiones y complicidades por parte de profesores e instituciones— que políticos y personajes de la llamada república de las letras, con intereses ajenos a la creación. Esta situación puede cambiar.
En el escándalo reciente se ha puesto en evidencia la copia casi íntegra de la tesis de licenciatura con que Esquivel se graduó indebidamente en la UNAM y la sustancial carencia de originalidad de la tesis con que de manera improcedente recibió un documento doctoral de la Universidad Anáhuac. En ambas instituciones, independientemente de su carácter público o privado, los directores de tesis y los sinodales mostraron ineptitud o, cuando menos, se equivocaron en tales ocasiones. Estas revelaciones se debieron al trabajo del escritor y académico Guillermo Sheridan (licenciatura) y de periodistas de El País (doctorado), que resultan excepcionales en una sociedad en que demasiada gente se hace de la vista gorda. Pues, más allá de personas que han hecho cualquier cosa por destacar, plagiar es común en México.
Desde 2012, por varios años, fui profesor en la Universidad Iberoamericana. Había estudiado ahí mi licenciatura y una maestría. Regresaba después de más de una década primero como estudiante doctoral y luego como académico en Gran Bretaña. Desde el primer grupo al que di clases fue decepcionante detectar que, en cada materia, entre 30 y 40% de los estudiantes cometía plagio en ensayos que representaban la parte más significativa de su calificación final. Esto ocurrió en cada una de mis clases que, por mi perfil interdisciplinario y por ser profesor a tiempo parcial, di a través de cinco diferentes departamentos de esa universidad para distintas licenciaturas, lo que apunta a lo generalizado de la práctica del plagio. Las advertencias desde el arranque de cada materia sobre la gravedad de la falta parecían no tener efecto. Los plagios eran de lo más burdo y no podían ser atribuidos al desconocimiento de que copiar los escritos de otros sea incorrecto (el sólo hecho de consignar algunas fuentes, pero no las plagiadas, demostraba la conciencia del acto indebido). Recibía textos impresos que —entre varios rasgos delatores— tenían marcas de espacios y diferencias entre grises y negros de párrafo a párrafo propias de copiar y pegar desde páginas de internet al procesador de palabras, también había trabajos con fragmentos que saltaban de un registro verbal a otro sin justificación ni secuencia alguna, así como enunciados y secciones completas en español ibérico. Que los inscritos a la universidad ni siquiera modificaran estas torpezas revelaba que daban por hecho que sus trampas no tendrían consecuencia alguna.
Llamo al fenómeno cultura del plagio porque, si bien puede tener características específicas en el ambiente que describo, no es un suceso exclusivo de esa universidad, ni sólo cuestión psicológica de personas orientadas al poder como Esquivel o el pseudoescritor Sealtiel Alatriste (quien vivió un escándalo por sus plagios en 2012, probadamente en artículos que publicaba, pero también con cuestionamientos acerca de propiciar plagios en su tarea como editor y sobre la originalidad de sus propios libros). La recurrencia del fenómeno entre cientos de estudiantes a quienes di clases me alarmaba y me llevó a múltiples observaciones y reflexiones, desde mi entrenamiento académico. Noté que otros profesores callaban ante los plagios, quizá algunos de ellos por incompetencia, pero entre muchos operaba llanamente la comodidad de no generarse más trabajo y, sobre todo, la preferencia de evadir la confrontación con los estudiantes y la burocracia institucional. La universidad contaba desde entonces con un estupendo software antiplagios que detecta origen del texto, señalándolo en el documento digital de los estudiantes y haciendo notar incluso paráfrasis al arrojar porcentaje de coincidencia entre frases originales y copiadas (sería deplorable si ya no se cuenta con éste o un mejor software, sobre todo considerando la dificultad añadida, ahora, del uso de inteligencia artificial que imita plausiblemente el lenguaje verbal humano). Con esa herramienta, cualquier profesor con experiencia lectora y conocimiento de su campo puede identificar y exponer los plagios. Pero esto no ocurría. Mi desasosiego me llevó a conversar repetidamente con coordinadores y directores de los departamentos informando sobre lo que encontraba y exponiendo que consideraba indispensable la acción institucional ante el panorama que describía. Nunca hubo una sola reacción que atendiese el problema. En cambio, hubo quienes consideraron excéntrico que me ocupara de la flagrante cultura de plagio que se permitía, y que probablemente sigue sucediendo, en la Universidad Iberoamericana.
Como hay reticencia en parcelas de las ciencias sociales —marcadamente en la ciencia política mexicana— contra el concepto de cultura caben algunas aclaraciones. Hay decenas de definiciones serias de la idea de cultura, aquí de manera amplia me refiero a un conjunto de prácticas sociales identificables que pueden vincularse con otras variables de análisis —como las instituciones formales— pero que merecen atención en sí mismas por su valor explicativo. Hace unos años hubo una declaración del presidente Enrique Peña que puede exponer algunas de las dificultades que implica hablar de cultura. El martes 19 de agosto de 2014 hubo una entrevista con Peña para la televisión. Se tituló Conversaciones a Fondo y el motivo era el 80 aniversario del Fondo de Cultura Económica (esa sería la emisión de arranque, pero al parecer no hubo más). El conductor era José Carreño, director de la editorial gubernamental, y participaban seis periodistas. Una de ellas, Denise Maerker, introdujo el tema de la corrupción. La respuesta de Peña fue aducir que la corrupción “es un cáncer social que no es exclusivo de México, lo es yo creo que de todas las naciones” y aseguraba que acabar con ella “tiene que ver con un cambio cultural”. También dijo que hacía falta un “marco legal” y sanciones en contra tanto del “servicio público” como del “sector privado” pues, enfatizó, “la corrupción se alimenta de dos lados”. Peña remató: “es un tema, yo insisto, de orden cultural”.

León Krauze, también presente, reaccionó haciendo notar su resistencia al planteamiento de la corrupción como cuestión cultural. Krauze expuso que él consideraba que “el problema es un asunto de sistema”, aseguró que provenía de los gobiernos del PRI y que sería un “asunto de estado de derecho”. La respuesta de Peña fue repetir: “yo sí creo que hay un tema cultural” e insistió en que la corrupción sería tanto pública como privada —“no es tema exclusivo del orden público”— añadiendo que la corrupción trascendía a su partido y estaba “en el orden social”. Según Peña: “para que realmente logremos cambiar esta condición cultural debe haber un espacio de participación de todos”.
Hay que ver los dichos de Peña como una estrategia discursiva. ¿Qué decía el presidente cuando afirmaba que la corrupción era un “tema cultural”? Decía que era prácticamente una fatalidad, pues la cultura sería un hecho inescapable. Eso era concebir la cultura como un ente animado y no una serie de prácticas realizadas consensualmente por los individuos de una comunidad. La cultura está compuesta de prácticas reproducidas a mediano y largo plazo, por lo que llegan a parecer naturales o distintivas, pero que no son inmodificables, ni muchos menos esenciales a los miembros de esa sociedad. Al mismo tiempo que Peña pretendía disminuir el papel de los gobernantes corruptos, le contestó a Maerker que la corrupción era “un tema casi humano, que ha estado en la historia de la humanidad”. Enfatizaba, entonces, erróneamente, que resolverlo escapaba del control del gobierno y aun de la sociedad.
Peña pretendía difuminar la corrupción como responsabilidad gubernamental, al incluir a la sociedad civil: “no es un tema exclusivo del orden público […] es un tema que está en el orden social”. Quienes hemos estudiado, investigado y analizado la cultura tanto académica como ensayísticamente sabemos que la cultura está en transformación permanente y que su cambio, en algunas circunstancias, se puede encauzar. Efectivamente, la cultura es resultado de la confluencia de diversos factores, pero esto no significa que no haya responsabilidades ni que los rasgos diferenciadores de una comunidad carezcan de origen detectable. Muchos empresarios son partícipes de la corrupción en México, pero la responsabilidad principal actual es inescapablemente del sistema político mexicano creado por los gobernantes del PRI y preservada por los presidentes del PAN y MORENA. Lo importante es que la cultura puede, e incluso ha de tratar de modificarse, cuando se sufren elementos como la corrupción o uno de sus componentes, la cultura del plagio.
Krauze veía el desafío como dependiente del marco institucional, en buena medida por comparación con Estados Unidos, pues aseguraba que ante el estado de derecho imperante en aquel país los migrantes mexicanos cumplían con sus obligaciones. Es un hecho que para resolver la práctica cotidiana del plagio hacen falta mecanismos efectivos tanto de detección como de castigo. Que ante el caso de la pseudoministra la Universidad Anáhuac y la UNAM mejoren sus reglamentos es lógico y necesario. Pero se quedará en formalismo sin mayores efectos si los profesores y los estudiantes siguen en una dinámica de plagiar y de no sancionar la falta salvo ocasionalmente. Hay que destacar la obviedad: antes de cada incidente las universidades mexicanas ya contaban con reglamentos que prohibían el plagio. Por una investigación del equipo de Aristegui Noticias, en 2016, se puso en evidencia que Peña había plagiado cuando menos un tercio de su tesis de licenciatura, incluyendo trampas como las que he descrito aquí: copia textual de fuentes no reconocidas. Las autoridades de la Universidad Panamericana, donde Peña estudió su licenciatura, optaron por examinar la tesis, refrendaron que había fallas significativas y no hubo mayores consecuencias. En esa universidad, desde entonces —como en las instituciones relacionadas con los plagios de Esquivel— se hicieron más estrictos los reglamentos. Hay que ir más allá de los comunicados, pues éstos principalmente buscan mostrar a la sociedad que se ha hecho algo, aunque las cosas sigan igual. Además de las reglas hacen falta, por ejemplo, profesores dispuestos a aplicar los reglamentos y que estén en condiciones de hacerlo.
La posibilidad franca de aplicar castigos es indispensable, pero no suficiente. En el caso de Peña sus opositores hablaron de que la Universidad Panamericana debería quitarle el título. Esto no habría impedido que continuara con su presidencia, pero lo habría deslegitimado a plenitud, condición que habría sido insostenible en otros países. Ahora, con la pseudoministra perder su licenciatura sí implicaría incapacidad legal para continuar en la corte. Y hay que repetirlo: en países con mayor civilidad Esquivel habría renunciado prontamente, en vez de continuar desempeñando funciones que no le corresponden. Con todo, la capacidad de retirar títulos universitarios es facultad sumamente delicada, por eso se entiende la cautela de la burocracia de la UNAM. Me refiero no sólo a la circunstancia política actual, sino a lo que implicaría a futuro. En cualquier universidad la posibilidad de despojar a alguien de su título podría desembocar en arbitrariedades, como que algún rector o consejo, quitaran un grado afirmando que alguien ha manchado el buen nombre de la institución, lo que podría significar cualquier cosa que tales autoridades quisieran. Quizá la salida esté en que el acto extremo de retirar un título se regule clara y sofisticadamente para tratar de evitar abusos, pero permitiéndolo cuando se pruebe la procedencia de hacerlo. Sólo una autoridad que se designe a sí misma como justiciera dista de ser mecanismo ideal.
La dimensión cultural implica, más allá de reglas escritas, la adhesión de la gente al funcionamiento de las instituciones formales. Si bien esto tiene varias fuentes, una de ellas son las prácticas de carácter cultural. Según Peña, porque la corrupción era cultural había que “fomentar valores, principios” y eliminarla “tomará tiempo”. Por un lado, la propuesta de “fomentar” valores y principios tiene la desventaja de ser vaporosa: ¿cómo se fomentan? Si realmente se tiene el propósito hay que pasar de lo nebuloso a lo concreto, partiendo de que las campañas de propaganda no bastan, aunque se pueda recurrir a ellas. Por otra parte, en efecto, como el cambio cultural no es sencillo, lo más probable es que tome mucho tiempo y buscarlo es disruptivo. Como otras dimensiones sociales, la cultura es factor complejo que requiere análisis, no es comodín explicativo, ni la intención de incidir en ella puede ser un simplista llamado a la acción. Se requieren múltiples pasos, uno de ellos es conocerla.

La cultura del plagio tiene características comunes en los casos que he mencionado. Estoy seguro de que cualquiera puede detectar estos rasgos, y otros, ahí donde se cometen este tipo de faltas. Una de ellas es negar la práctica del plagio, que se esté atentando contra la obra de otras personas. A mí no me sorprende que la pseudoministra afirme que ella es la ofendida, pues, asegura que quien presentó la tesis en la UNAM antes que ella, se la habría copiado, aunque la pseudoministra la entregó posteriormente (un primer pretexto efímero fue que la atacaban por ser mujer). En aquel primer grupo en la Universidad Iberoamericana, con jóvenes apenas egresados de preparatoria que cursaban su primer semestre, hubo alguien de reflejos sociales semejantes. Le di a conocer la página de internet de la que provenía completo su trabajo, pero negaba haber copiado su texto. Ante mi pregunta sobre cómo podía ocurrir esta coincidencia absoluta de redacción, su respuesta fue que habría terminado el ensayo y —supongo que con maravilla y satisfacción ante su trabajo— habría decidido subir su texto a esa página para compartirlo con el mundo entero, antes que con el profesor que lo evaluaría. Esos años tuve que oír, una y otra vez, historias sin el menor cuidado de verosimilitud.
Que el plagio y los pretextos lo cometieran y ofrecieran gente desde su primer semestre habla tanto de que esto no es exclusivo de esa universidad como que, desde temprana edad, la cultura del plagio está internalizada. Parece inevitable pensar en personas maleadas, pero precisamente, al abordar esta cuestión en su faceta cultural, conviene alejarse de juicios morales y especulaciones psicológicas. La responsabilidad individual es irrenunciable —hay una falta grave— pero no se trata de alcanzar un estado social impoluto, sino de crear una situación preferible para, por ejemplo, lograr innovaciones de conocimiento y obras artísticas significativas. Todos tenemos deficiencias y hemos cometido errores. Pero es síntoma de una sociedad con fallas fundamentales cuando una proporción tan grande de estudiantes no cumple y cuando personajes tan importantes de la vida pública, al ser evidenciados como plagiarios, no se retiran de inmediato a una vida de silencio y oprobio.
Otra característica en que coinciden las faltas de la pseudoministra, Alatriste y mis antiguos estudiantes es en el abuso de mecanismos de autoridad: lo que tendría que haber sido su defensa, termina resultando ataque contra quienes notaron el plagio. Esto me permite aludir a cómo analizar la cultura no es atribuir lo que pasa a una fantasmagoría llamada cultura, sino que conlleva revelar las redes que la constituyen. Por supuesto, hay un comportamiento asociable a clases sociales privilegiadas tanto en buena parte de esos estudiantes de la Universidad Iberoamericana como en Alatriste y Esquivel. Pero atribuir la prepotencia, tan típicamente tercermundista, a la pertenecia a cierta clase social no es suficiente —su origen no hace automáticamente despiadada a la gente— también hace falta que ese rasgo se conjugue con una sociedad profundamente autoritaria, como la mexicana: una comunidad en que impunemente unos pasan encima de otros y de las leyes.
En 2012, ante artículos que exhibían sus plagios periodísticos, Alatriste consideró oportuno defender su manera de escribir arguyendo que: “podría decir que es una especie de cita literaria elevada al cuadrado, es un homenaje”. Alatriste ocupaba en ese momento el más alto puesto de la burocracia cultural de la UNAM, con un presupuesto que probablemente superaba, y que hoy sigue excediendo, al que países pequeños dedican a las artes. El otorgamiento del Premio Xavier Villaurrutia a Alatriste había propiciado las críticas, que incluyeron cuestionamientos sobre la imparcialidad del jurado. Como personaje de espíritu político —en el sentido más elemental, de búsqueda del poder— Alatriste se anticipó a que se señalaran elementos de plagio en cada uno de sus libros y, según él, defendió su obra. Aprovechó el Museo de Arte Contemporáneo de la UNAM para pronunciar su discurso “Sobre la naturaleza de lo original”. Su posición fue que lo redactado por él “constituye algo nuevo, algo diferente” y su proceso, en cada libro, no habría sido plagio —no sería una farsa— sino una “poética”. No había mayor argumento. Ahora se ha vuelto común hablar de obras sugeridas por otras, de intervenciones, de reutilización de creaciones o incluso —con mayor o menor inteligencia, o sin ella— se niega que la originalidad exista. Alatriste no era un adelantado, él llanamente decretaba, en el espacio cultural del que podía disponer por su puesto burocrático, que su proceder tenía categoría literaria, confundiendo su trayectoria administrativa y burocrática con capacidad estética.
Por su pulsión de poder, personajes como Alatriste usan la actividad artística como nicho para colocarse públicamente. Otros, semejantes, obtienen doctorados en epidemiología o, siendo leguleyos, hablan de diversidad sexual con tal de escalar políticamente. Pero la faceta psicológica es secundaria frente al plano cultural que me interesa. Si Alatriste explotaba al máximo su posición en la burocracia universitaria, la pseudoministra ha usado el deficientísimo sistema de justicia mexicana para bloquear legalmente que la UNAM pueda tomar medidas e incluso informar sobre su plagio de licenciatura. El personaje de la corte y sus acciones —inverosímiles en cualquier relato coherente— es lo de menos, igual que Alatriste: son apenas ejemplos vistosos de la perniciosa cultura del plagio.
El poeta y ensayista Gabriel Zaid y Sheridan criticaron el otorgamiento del Premio Xavier Villaurrutia a Alatriste. En medios como Proceso se dio espacio a reacciones adversas, no al plagio, sino a la crítica del plagio. Por eso Sheridan escribió: “llenar de adjetivos a quien denuncia un plagio, y no a quien lo comete, tiene su sentido. En México, al menos. Es un indicio más de que las fronteras entre la ética intelectual y la corrupción (pues plagiar es una forma de corrupción) se borran velozmente. Es una pena que la rica tradición crítica, artística y literaria de México no se halle exenta de esa corrupción”. No obstante, en su discurso, Alatriste se atrevió a afirmar que “confundir al todo por la parte es una de las formas más acabadas del infundio”. Cuando finalmente renunció al Villaurrutia y a su puesto burocrático, Alatriste afirmó que él y la UNAM sufrían “un linchamiento injusto”. Como Esquivel en nuestros días, Alatriste se presentaba como víctima, como si entonces él y ahora la pseudoministra pudieran pasar por encima de la realidad observable por sus conciudadanos.

Los escudos abusados son muestra del arraigo de la cultura mexicana del plagio. Así como Alatriste y Esquivel han contado con que su poder los protegería, también los estudiantes plagiarios, aun estando en falta, saben de la posibilidad de manipular a las autoridades en su favor. Un ejemplo, entre muchos, es el de un estudiante de la Universidad Iberoamericana. Esta persona juzgó procedente quejarse con la dirección de uno de los departamentos sobre mis acciones de ese día: había entregado calificaciones y, como de costumbre, buena parte de los plagiarios negaban haber cometido error alguno. Había que revisar sus evaluaciones y sus ensayos con ellos. Los jóvenes aseguraban que sus textos eran originales, aunque no eran capaces de explicarlos, pues no comprendían lo que afirmaban haber escrito. Los cité en la oficina que un colega me facilitó, para tener computadora al lado y poder mostrar su plagio a cada estudiante. Como ni la evidencia ante sus ojos los hacía salir de su negación, había que recorrer renglón por renglón los ensayos; lo que tomaba tiempo. Supongo que, ante las pruebas y su persistencia, los estudiantes lógicamente esperaban que yo reconociese mi equivocación; esto es, por supuesto, según la lógica de la cultura del plagio. Tras hablar conmigo, la base de quien se quejó fue que los había hecho esperar por horas. Creía intrascendente que durante el tiempo que dediqué a su revisión nunca reconoció el plagio que vimos juntos, teniendo que revisar cada página de lo que no escribió. A pesar de lo estrambótico de quejarse, probablemente suponía que hacerlo conduciría a un cambio de calificación. No conocía a Pierre Menard, ni sabía que se declaraba su encarnación, pero dominaba que, en efecto, la autoridad —contra toda razón— consideró procedente reconvenirme por haber hecho esperar a los plagiarios, debido a su propia obstinación.
En varios sentidos es comprensible la inacción de los profesores y el silencio de los ministros en la corte: salir de la cultura de corrupción y plagio requiere enfrentarse a la norma mexicana, a lo generalizado y, por tanto, sustentado inercialmente por la mayoría. Emprenderlo tiene consecuencias adversas para quien hace lo correcto. El actual presidente cree razonable decir el sinsentido de que Sheridan habría dañado al país. Hay noticias de que hoy Sheridan tiene que vivir con guardaespaldas. En cambio, los practicantes del plagio saben dar la vuelta a las cosas y aprovechar la arbitrariedad de los sistemas establecidos. Tras el reportaje de El País sobre la tesis doctoral plagiada por la pseudoministra, Sheridan escribió: “es precisamente para combatir a quienes imponen represalias que no hay que temerlas más”. Coincido con él, pero también parto de que en una sociedad corrompida uno debe estar listo —y contar con elementos suficientes y sobrados— para contrarrestar cualquier tipo de descalificación cuando uno expone lo que debe dejar de callarse.
La cultura del plagio no es un error menor de estudiantes o pseudoescritores, sino una práctica que tiene consecuencias en contextos ajenos y que mantiene parte de la actividad académica, intelectual y artística mexicana en la mediocridad. He sabido de un caso en mi universidad británica: alguien egresado de la Universidad Iberoamericana llegó a estudiar una maestría, a pocos días de haber iniciado los cursos tuvo que escribir un ensayo; quizá por la costumbre de entregar plagios y que sus profesores mexicanos no dijeran que notaban su falta, pensó que podía hacer lo mismo con académicos genuinos. El resultado: no sólo el profesor detectó el plagio, sino que oficialmente la universidad hizo saber a quien se pretendía estudiante, que la sanción era que jamás podría graduarse de la Universidad de Essex. Incapaz de percatarse de las diferencias culturales e intelectuales, su reacción fue quejarse y sostener que Conacyt ya había pagado la colegiatura de todo el año de clases. Aunque hoy la persona se ostenta en México como graduada de tal universidad británica, no mereció evaluación alguna en la institución. Es tan común el plagio por parte de mexicanos que estoy seguro de que más de uno se dará por aludido con este relato (o supondrá que estoy cambiando las instituciones, la localización geográfica, el grado, los detalles…). Esto es lo de menos, porque a pesar de ineludibles responsabilidades individuales, lo que importa es evidenciar una tara de la sociedad mexicana.
El cambio cultural no es sencillo y difícilmente es veloz, pero es posible: ninguna sociedad se ha configurado de una vez y para siempre, ni se mantiene inmóvil. La transformación de una sociedad nada tiene que ver con supuestas revoluciones de las conciencias determinadas por los dichos de un líder antidemocrático y mentiroso. En muchos sentidos México no es lindo, ni debería ser querido. Alterar el estado de las cosas en cuanto a la corrupción y el plagio no depende sólo, ni principalmente, de reglamentos en su contra. Hace falta la conjunción de transformaciones en múltiples frentes: la educación formal e informal, la valoración social del trabajo creativo e intelectual, el ejercicio de la crítica que evidencie falsos artistas e intelectuales y también la efectividad de las sanciones. Como lo propuse una y otra vez en mi universidad mexicana, tiene que ser un trabajo sistemático a mediano y largo plazo para el que no hay recetas: hay que desarrollar la forma de lograrlo. Se requieren esfuerzos serios, no comunicados universitarios: los efectos no darán para una celebración personalizada, pero harán mejor la vida en este país al respetarse las creaciones de los demás, contribuyendo a un ambiente más propicio para la actividad intelectual y artística. Si queremos objetivos como un campo cultural y una vida académica que sean punto de referencia global, los mexicanos requerimos librarnos de prácticas disfuncionales: la cultura del plagio se cuenta entre ellas.
Autor
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.
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