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viernes 08 noviembre 2024

Mirarse en el espejo

por Rodolfo Lezama

Lo semejante atrae a lo semejante, dice una máxima filosófica de la antigüedad clásica que describe una obsesión intemporal: encontrarse en el otro, ser en el otro, vivir en quien se encuentra del lado opuesto del espejo en el que observamos y, desde sus facciones y apariencia diferente, sugiere la posibilidad de emparentarse con quien es observado a través de la mirada profunda del espíritu.

Esa búsqueda de otredad explica la obsesión de inmortalidad –ser en el otro– pero también el deseo de perpetuarse en los elementos (agua, aire, tierra y fuego) al ser una consecuencia del amor, a pesar de que esa aspiración lleva en sí misma un deseo de muerte, pero también otra de felicidad eterna: “El objeto de amar es acabar con el amor. Lo conseguimos a través de una serie de amores desdichados o, si no hay estertores, a través de un amor feliz” (Cyril Connolly).

El amor por el otro siempre parte de la base de la ilusión, pero tiene su reverso en el salto mortal: arriesgarse a ser en alguien más siempre trae consigo el riesgo de desaparecer del mundo, convertirse en ceniza o en la tiza que sucumbe en segundos ante el brazo enérgico que borra los símbolos que antes llenaban una pizarra y después se convierten en nube de polvo.

Tal vez la advertencia que todos tendríamos que tomar en cuenta, en ese escenario, es que lo semejante llama a lo semejante porque sólo alguien igual a nosotros tendrá la llave para destruirnos, del mismo modo que solo ese ser que se nos iguala sabrá la estrategia para garantizar la vida eterna, al fusionar su espíritu al nuestro. Quizás por eso la invasión física de una persona en la otra –“la unión sexual plena y mutua” dice Conolly– sea la expresión más prístina de una extraña maravilla, porque a través de la entrega del cuerpo se logra la entrega final del espíritu.

Una pareja que demuestra esta fusión perfecta de amor y comunión espiritual es, acaso, la de John Lennon y Yoko Ono, quienes superaron la crítica popular tras la separación de The Beatles, hicieron de su amor un objeto publicitario, de culto público y, también, una obra de arte que se recogió en dos discos fundamentales, que sintetizaron la personalidad dramática, ruidosa y emotiva de John y la expresividad sobria, rupturista y experimental de Yoko.

The Plastic Ono band fue el primer larga duración de John, tras su salida de The Beatles en 1970. Este álbum catártico recoge las visiones más íntimas del cantante (Yoko apenas es visible en esta producción) y comunica una posición radical y dolorosa del mundo a través de tres mensajes: el político, mediante el cual revela el contenido de su credo político y una añeja inconformidad acerca de las diferencias entre clases sociales; el personal, que es un recuerdo de infancia, pero, sobre todo, un airado reclamo por el abandono de sus padres y la dificultad para sobreponerse a la pérdida. Finalmente, el nihilista, con el cual el cantante da vuelta a la página, desconoce a sus amigos y a sus héroes de juventud y hace una tabula rasa del pasado con la intención de ocultarlo en un cajón, al proclamarse el primer hombre y a Yoko la primera mujer.

Esa duplicidad entre John y Yoko se fortaleció con los años y tuvo las expresiones más diversas en canciones (de ambos), novelas (de John), así como en una amplia gama de manifestaciones pictóricas, cinematográficas y performances (de Yoko), pero, más que nada, en fotografías y videos de la pareja captados dentro de una cama, con atuendos que remontaban a épocas lejanas o al origen mismo de su vida al retratarlos sin ropa, como una forma de apelar a la inocencia, pero también a la rebelión y a la autenticidad.

Es cierto, la unión de John y Yoko tuvo múltiples expresiones artísticas, casi tantas como detractores, que los criticaron por su enorme egolatría o por su incansable vanidad, pero que tuvieron que recular en sus ataques al observar su creatividad, su infatigable deseo de innovar y su pasión por reinventarse como pareja, a través del trabajo artístico y musical.

Double fantasy, el disco de John y Yoko de 1980 es tal vez la mejor síntesis de esa unicidad. Una obra que anuncia un nuevo comienzo de la pareja como unidad creativa, pero, a la vez, la posibilidad de entregar un producto artístico en el que la continuidad es consecuencia de la ruptura, de la diferencia, de las fronteras que cada canción trazó como la apropiación de un universo propio en el que John era uno y Yoko otra.

Esa distancia entre ambos permite la construcción de una obra que funciona por su separación conceptual y su fusión orgánica. Las canciones de Yoko tienen una forma musical que se instala el post punk, en un sonido electrónico precursor, así como en la estética del performance y la intensidad trágica, mientras que las piezas de John muestran una continuidad lírica que lo colocan en el universo del pop, las canciones melódicas y el esfuerzo por ser íntimo confesional y autentico, más que subversivo o experimental.

Esas notas creativas que distinguen las canciones de Yoko de las de John son las que llevan a pensar que las imágenes de un espejo no son una copia fidedigna de lo que se observa, sino que a veces son la reproducción de un rostro o de un cuerpo sujetas a una fidelidad variable, y otras tantas la distorsión de lo que lo salta a los ojos: una sombra, una copia borrosa de sí mismo, que se iguala a quien hace pruebas frente al espejo, no para subrayar las similitudes aparentes sino para encontrar aquellas semejanzas internas que asimilan todo en una misma realidad, que supera lo que contiene un mundo, porque forma un universo aparte.

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