El año 2018 ha sido abundante en fake news. En Brasil, el candidato Bolsonaro se benefició de la campaña de desinformación orquestada contra sus adversarios a través de WhatsApp. En India, más de 20 personas fueron linchadas a muerte a raíz de rumores, difundidos de nuevo por WhatsApp, sobre el secuestro de niños y el sacrificio de vacas, animal sagrado entre los hindúes, por parte de intocables y musulmanes. Y sin duda uno de los casos donde la incitación al odio a través de las redes ha tenido mayor repercusión ha sido el de Myanmar. Allí en los últimos cinco años el Ejército se ha dedicado a organizar en Facebook una sistemática campaña de propaganda contra la minoría musulmana rohingya, alentando el asesinato al servicio de la mayor migración forzosa de los últimos tiempos, la de 700.000 personas en un caso que la ONU ha tildado de limpieza étnica.
Las llamadas fake news, convertidas en signo de la era Trump, son información falsa cuyo punto de arranque suele incluir datos reales y que mediante un proceso de propagación, a veces espontáneo, otras intervenido por actores interesados, adquieren carta de naturaleza. La manipulación de la información ha existido siempre: desde las profecías en la antigüedad, hasta las teorías de conspiración alimentadas por el antisemitismo, como el libelo de los “protocolos de Sion” surgido en la Rusia zarista, explotado por el régimen de la Alemania nazi y en la actualidad revivido en países islámicos. Lo que no tiene precedente es la envergadura masiva y extrema que ha adquirido a través de las plataformas sociales, cuyo modelo de negocio se presta a acelerar la difusión de noticias de contenido falso, al ser éstas las que mayor atención acaparan, las que más se consumen y, por tanto, las que incrementan beneficios.
Más información: http://bit.ly/2CBDMPp