Este artículo se publicó originalmente el 7 de septiembre de 2010.
El horizonte de la literatura es tan inagotable como la imaginación del hombre, por eso a ésta la acogemos en diferentes planos. Tal vez de los más seductores es el que la implica como el desplazamiento de la lengua sólo con fines estéticos, o sea, al estilo de estructurar palabras para darle sonido y expresión a los sentimientos. Ahí están las últimas novelas de Navokov o dando un salto temporal suicida, las disquisiciones narrativas y poéticas de Baudelaire, tan atractivas por su denuncia de la doble moral francesa y tan influyentes para los simbolismos de Rimbaud y Mallarmé.
En el arte de escribir por escribir se enlaza el mismo acto de leer nada más por leer, la acción lúdica que remite a la gula en la comida. El divertimento en la belleza de las construcciones, digamos, descriptivas de espacio, lugar, personas y tiempo. Acepto, por ejemplo, que poco o nada entiendo la estructura general de las novelas de James Joyce aunque al mismo tiempo disfruto la manera que tiene para compenetrarnos en las características de sus individuos o en el sinuoso y en apariencia trivial camino de los riachuelos que recorren a Dublín como si tuvieran vida. Por cierto, creo que la técnica de mitificación de Joyce es similar a la que emplea Gabriel García Márquez para describirnos ese hilo de sangre que anunció la muerte de uno de los Buendía. Y me parece que le sucede lo mismo al oriundo de Aracataca con William Faulkner cuando construye algunos pasajes descritivos de la casa de “El Coronel no tiene quien le escriba”).
Encuentro en Joyce parecidas razones por las que disfruto al poeta maldito Boudelaire, y una de ellas es que el creador irlandés fustigue a menudo a la iglesia católica para la verguenza de quienes quieren creer en las sentencias divinas de ese poder tan terrenal; Boudelaire lo emprendió su emotividad contra la burguesía. No obstante, al lector atento no le es ajena la infancia de Joyce o su vida disipada en su gusto por el alcohol y las mujeres (lo mismo que le pasó a Boudelaire). En el caso del autor del “Ulises” ni siquiera a sus miedos como al pavor que le tuvo a la lluvia y por se comprenden mejor tales obsesiones en sus historias. Esos escondrijos, por cierto, no dejan de ser fascinantes no sólo para entender la obra sino al propio autor, por eso también me atrajo tanto “La tentación de lo imposible”, de Mario Vargas Llosa, en donde, entre otros enfoques más serios, devela a un Víctor Hugo desconocido para mí: fanático, supersticioso y aún voyeurista que le pagaba a sus sirvientas según los favores recibidos; apenas puedo imaginar a Hugo convocando espíritus para consolidar sus propias ideas. Naturalmente, la esencia del trabajo del escritor peruano muestra desde pasajes insospechados la grandeza de Los Miserables como una de las mejores obras de todos los tiempos, que emplea técnicas narrativas diferentes en el cuerpo de la obra, además de comprender varios historias como si fueran las ramas de un árbol pero sobre todo: coloca a Víctor Hugo como el principal personaje de ese libro impresionante.
Hay lectores que disfrutan más las certezas en las historias y por eso les atrae tanto el tipo de literatura que narra cuidadosamente y detalla con precisión planos y tiempos. Esto es así desde (no a partir, que conste) la novela negra de Raymond Chandler hasta la obra del ya mencionado Vargas Llosa. Existen otros lectores que le confieren más credibilidad a un relato cuando no todo está dicho o incluso cuando se presentan dudas sobre algún acontecimiento y por eso, además de muchas otras razones centrales, gustan mucho de Jorge Luis Borges, tan en boga ahora en ciertos circuitos académicos. Otros preferimos a su amigo Adolfo Bioy Casares y su literatura fantástica que, precisamente por estar provista de los detalles resulta verosímil (y para Arouet, creer en lo que lee es fundamental, más aún si son fantasías).
Existen seres atormentados y obras para su desfogue. Pero “Crimen y castigo” es, sin duda, mucho más que eso para quienes la consideran una de los trabajos cumbre de la literatura universal. El soberbio juego de polisemias de Dostoyevsky, la construcción de zonas oscuras y sobre todo la exhibición del resentimiento le confieren el caracter de imprescindible incluso para la comprensión de la psicología humana. Sin embargo, habemos quienes optamos entre el retrato de tipos como Raskolnikov por la novela histórica de otro escritor ruso, León Tolstoi, “La guerra y la Paz”. Referirse a otros autores rusos que quizá no tengan la estatura de los ya mencionados es imprescindible para quienes construyeron su infancia, por ejemplo, con Máximo Gorky o su adolescencia en “Así se templo el acero”, de Nicolai Ostrosky para saber el significado de la voluntad cuando de convicciones se trata (no obstante que ello implicara participar de la Revolución bolchevique).
La literatura no sólo nos acerca con lo que somos o lo que quisieramos ser sino también con lo que nos gustaría que fuera; lo sorprendente es cuando desde la escritura se proyecta lo que algún día podría ser y llega a suceder. Por eso impresionan tanto las aventuras de Julio Verne, las denuncias de Herbert George Wells o las proyecciones de Isaac Asimov o todas aquellas que de la ciencia ficción develan a los sentimientos y a la capacidad creativa del hombre. En el primero lo que importa es cómo escribe y lo que escribe; en el segundo nada más lo que escribe (así lo dijo él mismo) y en el tercero lo que interesa es que lo que escribe es una forma de escribir, el lenguaje de un mundo alternativo que ya está con nosotros. Por cierto, a muchos de nuestros “expertos” en nuevas tecnologías que critican tanto a Internet, buen provecho les haría volver a leer las tres leyes de la robótica.
Ah, la literatura. Lo permite todo, hasta el recurso de escribir nada más por escribir. (Incluso a pesar de que no se hable ni de Cervantes ni de Shakespeare).