Me gusta la frase “Yo merezco…” porque, al menos en varios rasgos de nuestra idiosincrasia, es un retrato de la falta de autocrítica. No me refiero a lo obvio, es decir, a la abundancia que le implica a la esposa de un gobernador el basamento para saquear el erario o la que asocia el tener sin más esfuerzo que una evocación mística, digamos que pienso en el “Yo merezco gobernantes honestos” porque alude más al golpe de pecho que al comportamiento cotidiano y es que considero imposible disociar la deshonestidad del político con la sociedad porque los políticos no surgen de otro planeta sino más bien reflejan el detritus ético y moral de la sociedad.
Me gusta la frase “Yo merezco…” por su connotación religiosa o mística, vale decir que si yo me porto bien merezco una pareja, el amor de mis hijos o algo así parecido al premio tras el viacrucis, el trapo mojado que el prójimo nos acerca a la boca para atenuar la sed o la solidaridad para cargar la cruz. Digo que me gusta la frase porque me divierte pensar en que evoca a la justicia divina, a la equidad sin esfuerzo y, a veces, al hombre o la mujer que en la palestra de la superioridad exige al otro el sacrificio para que sea compensado o alentado el talento o la visión o la inteligencia de quien… todo lo merece.
Milán Kundera elaboró una digresión sobre el amor de la madre, el sentimiento más intenso y genuino porque se deposita en alguien –el hijo o la hija– sin que este lo merezca, vale decir, sin que emprendiera alguna acción para suscitar ese sentimiento (me parece que del padre también) desinteresado, que no espera ni cree merecer nada y que se conforta o desfoga en el hecho mismo de expresar el amor en aquellos seres de la descendencia. Dice Kundera que en no pocas ocasiones el hijo se relaciona así con los demás, cree que “merece” el amor o el reconocimiento de los demás por el simple hecho de ser o estar, sin nada más que la fortuna de su propia existencia, como si fuera un predestinado que, además, no tiene ni quiere tener, no se lo plantea, la capacidad alimentar el amor o corresponder a ello mediante las variables que se quieran. Él o Ella merecen y con eso basta.
Yo no sé si merezco que ustedes lleguen al cuarto párrafo de estas palabras, pero lo intento: busco anotar que cuando el otro escribe que merece la abundancia y genera el entusiasmo de los demás en forma de burla o simple divertimento, existe una empatía porque sobran los que creen que también lo merecen y porque asocian la abundancia con el bienestar y porque ello les implica mirarse en un espejo (divertido) donde la burla del otro se transforma en una sonrisa macabra que delata al ser que merece el universo porque está en el centro o porque la diosa fortuna lo colocó frente a la bacanal que sólo le implica el esfuerzo de estirar el brazo para morder los frutos y eructar feliz por la realización de tener lo que los otros no tienen.
Cuando fui niño, la profesora me exigió como a tantos otros niños, escribir planas enteras en mi cuaderno, no sé, anotando reiteradamente alguna palabra que hubiera escrito mal, o con algún mandato ético o moral, “No vuelvo a decirle a Elizabeth que me gusta mucho” o “Nunca más le quitaré a Pablito su torta de bistec porque la de huevo que mi mamá me hace sabe espantosa”. El asunto es que después de esas planas –dos, tres, cinco, ustedes pongan las que quieran según el grado de esfuerzo que pretendan– uno merece digamos que el perdón de la maestra, que no te acuse con los padres o simplemente que puedas salir al recreo; lo que importa es escribir muchas veces algo para autoconvencernos de merecer lo que sea y sin emprender acciones o tareas que implique convicciones o sacrificios.
Por esto me parece que millones de seres humanos están seguros de que lo merecen todo, así, con la sola facilidad de apuntarlo en un cuaderno y abusar de los otros cada que sea eso posible.