Viaje de cuatro horas en auto de Boston a Nueva York, con escala para tomar un cubo de café. Pedí una taza “pequeña” pero todo tiene que ser grande en Estados Unidos, todo se multiplica por tres: el tamaño de los vehículos, la idiotez del presidente, la furia de la polarización política, la exuberancia de la naturaleza. Son enormes los ríos que cruzamos, fosforescentes los colores de los árboles, los amarillos, cobres, fucsias y verdes de las infinitamente matizadas hojas otoñales. Deslumbrante todo, pero poco hace pensar que a la vuelta de la esquina hay unas elecciones en las que estará en juego la identidad política de este gran país.
Los autos -pasamos miles- no llevan pegatinas ni a favor de Trump ni de Biden; tampoco hay carteles electorales en las ventanas de las casas en este rincón del noreste de Estados Unidos. Hay elecciones pero no hay fiebre electoral. El resultado acá está cantado. Joe Biden arrasará; solo los raros votarán por Donald Trump.
Entramos en Nueva York, donde hace medio siglo mi compañero de viaje Lenny estudió en la universidad y trabajó de taxista. Me señala un edificio dorado, inmenso. “Trump Tower,” me dice. “También, claro, tenemos Trump World Tower, Trump Plaza, Trump Building…intentos tan ridículos como desesperados para que lo admiren en la ciudad donde nació. Desde the New York Times, pasando por los banqueros, las mafias de la construcción y el señor que vende hot dogs en la esquina ven a Trump por lo que es, un farsante y un bobo”.
Lenny tiene las ideas claras pero siente una responsabilidad conmigo. Bromea que va a ser mi Sancho Panza -nuestro coche, sonríe, se llamará Rocinante- y va a hacer un esfuerzo para educarme en la realidad. Nos instalamos en un hotel de 40 pisos en el centro de Manhattan, tan vacío como el de la película ‘Psicosis’ de Hitchcock, y caminamos casi solos (el virus, claro) por la Tercera Avenida al piso de un conocido de Lenny, un intelectual neoyorquino que va a votar por Trump.
Rusty Reno, de 55 años pero con el aspecto físico de un maratoniano olímpico, nos recibe con una sonrisa cortés, una copa de Rioja y un regalo: un libro que ha escrito sobre el exquisitísimo novelista americano Henry James. La mesa está puesta. Nos ha invitado a cenar con su esposa. Él es un católico militante; ella, Juliana, es judía. Él es profesor universitario de teología y dirige una revista sobre política y religión. Ella es abogada, detesta a Trump y votará por Biden. El amor es una cosa maravillosa. Se ve que es un matrimonio feliz. Lo que no impide que un par de veces durante la cena ella me lance una sonrisa cómplice.
Por ejemplo cuando le digo a su marido, después de terminar un plato delicioso de enchiladas, arroz y frijoles que él mismo ha cocinado, “¿Cómo es posible? Usted es un señor fino y erudito, un amante de la buena cocina y manifiestamente una buena persona. ¿Cómo puede tener el extraordinario mal gusto de votar por un cafre como Donald Trump?” “No se lo disputo”, me dice, mientras llena mi copa con un vino de Ribera del Duero.
“Pero hay algo más importante en juego que la personalidad de Trump. Acabo de atravesar el país en coche hasta Nebraska y lo que vi por todos lados fue rabia. Mucha rabia ante el secuestro de nuestros valores por la élite demócrata que representan los Biden, Obama y Hillary Clinton. Me refiero a las nuevas ortodoxias liberales sobre la libertad de los niños a elegir de que sexo van a ser, la inmigración incontrolada, la idea de que todos los blancos somos por definición racistas. Trump intuye nuestra rabia y la legitimiza. Es nuestro enema”. ¿Enema? ¿O sea que extrae la mierda que la gente lleva adentro? “La que le han metido adentro, sí. Y nos hace mucho bien”.
Pero, le insisto, Biden es un hombre mucho más a su estilo que Trump. “Posiblemente,” me contesta Reno, mientras su mujer asienta con la cabeza. “Pero hablamos no de un comensal sino de un presidente. Biden representa una aristocracia progresista que desdeña los sentimientos de los votantes con los que yo me identifico”. De vuelta al hotel en la fría noche neoyorquina, le comento a Lenny que Rusty Reno ha elegido guiarse por el principio de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. “Exacto,” contesta Lenny. “Para Rusty, y quizá para la mayoría de los trumpistas, todo se reduce a la guerra que Trump lidera contra la izquierda cultural. El tema económico parece que no pinta nada. A Rusty parece no importarle que con cuanto años más de Trump los pobres serán más pobres”. Esto a Lenny, un Sancho moralista, le irrita profundamente.
La mañana siguiente cruzamos el río a Brooklyn a ver a Fred Siegel, un historiador universitario de 75 años. Fue socialista en su juventud y asesor en su día de Bill Clinton. Cambió. Siegel es otro neoyorquino raro que va a votar a Trump.
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