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jueves 19 septiembre 2024

Recomendamos: El año de la ciencia

por etcétera

Katalin Karikó quizá gane algún día un premio Nobel, pero se ha pasado décadas sufriendo rechazos. Esta investigadora húngara pensaba en los noventa que una molécula de origen esquivo, el ARN, podría usarse para curar enfermedades como el cáncer, pero su idea provocaba la incredulidad de colegas e instituciones y no encontraba financiación. “Todas las noches estaba trabajando y pensaba: ‘Subvención, subvención, subvención’, y la respuesta siempre era: ‘No, no, no”, contaba hace poco a la revista Stat. Perdió su trabajo en la Universidad de Pensilvania (EE UU), pensó que no era lo suficientemente buena, quiso dejar la ciencia. Pero siguió investigando y, cuando en enero de este año se publicó la secuencia genética de un misterioso virus mortal que asolaba China, aplicó su idea a una posible vacuna. Diez meses después, la inmunización de la empresa en la que trabaja, la alemana BioNTech, se ha probado en 44.000 personas y es una de las grandes esperanzas para acabar con la pandemia mortal que ha arrasado las vidas de millones de ciudadanos, acostumbrados a vivir en sociedades avanzadas y acomodadas, y que jamás esperaron tanta muerte y desolación. En nuestras vidas, predecibles e hipertecnologizadas, ha irrumpido un virus que nos ha pillado desprevenidos y nos ha dejado sobrecogidos, desconcertados y asustados. Muchos ciudadanos se han preguntado cómo es posible que nadie nos avisara de que esto podía suceder. Pero científicos como Karikó sí nos avisaron. La cuestión es que nadie estaba escuchando.

Carl Sagan, astrofísico, divulgador, escritor y figura totémica de la ciencia, el escepticismo y la razón, lo dijo quizá mejor que nadie, y lo dijo varias veces: vivimos en una sociedad absolutamente dependiente de la ciencia y la tecnología, decía, y, sin embargo, nos las hemos arreglado para que casi nadie entienda la ciencia y la tecnología. Y esa es una receta clara para el desastre, concluía.

“La desconexión entre científicos y ciudadanos siempre ha existido”, reflexiona el escritor y también físico Agustín Fernández Mallo. “Creo que tiene que ver con una incorrecta educación, pero no tanto en los contenidos científicos como sí en la filosofía de la ciencia. Quizás ahí también tenemos parte de culpa el sistema social científico, que históricamente ha alentado la idea de que la ciencia es igual a la verdad”, añade. Y la ciencia es solo un método para acercarnos a esa verdad; eso sí, es el mejor que tenemos.

La Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) realiza cada dos años una encuesta sobre la percepción social de la ciencia en España. La última, de 2018, muestra que los españoles confían en la ciencia, pero no la comprenden: casi la mitad de los encuestados consideran que su educación científica es baja o muy baja. Y al 30% es un tema que les interesa poco o muy poco porque en su mayoría, aseguran, no la entienden.

Matilde Cañelles cree, como Fernández Mallo, que la desconexión entre científicos y ciudadanos no es exclusivamente achacable a la falta de formación de la sociedad. Esta investigadora del Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC) ha empleado mucho tiempo en estudiar los cambios en la percepción de la relevancia de la ciencia en la sociedad; ahora participa en un estudio multidisciplinar sobre la repercusión social de la covid. La experta explica que el éxito de una carrera científica se valora, cada vez más, analizando el número de ar­tículos que ha publicado un investigador en las revistas especializadas, lo que convierte esa publicación en la única manera de evaluar su trabajo y la que marca, en última instancia, la posibilidad de conseguir más fondos. En inglés lo llaman publish or perish, publica o perece. Y esto ha aislado a muchos científicos bajo toneladas de documentos y burocracias, y les ha hecho olvidar la necesidad de trasladar los resultados de sus investigaciones a la sociedad. “Se ha creado lo que los americanos llaman la rat race [carrera de ratas] por conseguir más y más artículos, más y más dinero, y un laboratorio más grande. Y se han perdido algunos valores, como la necesidad de hablar con los medios y los ciudadanos”, reflexiona Cañelles.

Un problema añadido es que los largos y complejos tiempos y métodos de la ciencia casan mal con una sociedad acostumbrada a medir el éxito de un proyecto en el tiempo que se tarda en poner un tuit, y a valorar a los políticos en periodos de cuatro años. Como se observa claramente con el ejemplo de la vacuna de Katalin Karikó, un científico necesita decenas de años y una financiación sostenida en el tiempo para que sus investigaciones obtengan resultados. En España, la sangría de los fondos dedicados a ciencia en los últimos 10 años ha sido monumental y no tiene comparación con ninguna otra actividad: invertimos un 1,24% del PIB, menos que hace una década (1,40%), cuando el promedio europeo es del 2%. La carrera investigadora es un desastre, con doctores ultraformados que tienen sueldos mileuristas y ninguna perspectiva de tener una carrera estable; los laboratorios están ahogados por la falta de dinero y la burocracia; los mejores biólogos, físicos y matemáticos se van al extranjero o a la industria farmacéutica y la tecnológica. Aun así, cuando los científicos quisieron protestar por su situación, el año pasado, en Madrid, salieron a la calle solo 500 personas. “Hay una ceguera política, y también social, para darnos cuenta de que las inversiones a medio y largo plazo son inversiones también de ahora”, resume la directora del Departamento de Salud Pública y Medio Ambiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS), María Neira.

La falta de atención e interés público por la ciencia se muestra fácilmente con un ejemplo muy simple. El Centro Nacional de Epidemiología es el encargado de vigilar nuestra salud pública y controlar las enfermedades que pueden afectar a los ciudadanos. En el organismo trabajaban 100 personas en 2008. Tras los recortes provocados por la crisis económica, este año, cuando llegó a España la mayor pandemia del siglo XXI, eran tan solo 64. Ahora, unos meses después, el centro se ha reforzado y tiene 77 trabajadores, pero aún siguen siendo menos, en plena crisis sanitaria, que hace 12 años.

Así que la ciencia ha seguido trabajando con medios cada vez más limitados, y ante la indiferencia general, y cuando los virólogos y epidemiólogos avisaron de que en algún momento llegaría una pandemia global provocada por un virus, nadie escuchó. Hay libros y reportajes que cuesta releer sin estremecerse. Hasta ahora habíamos “esquivado la bala”, como ha dicho Keiji Fukuda, exjefe de epidemiología de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Atlanta (CDC, el centro de referencia de EE UU en materia de salud pública). Gracias a una combinación de preparación (especialmente en los países de Extremo Oriente) y buena suerte, ni el SARS en 2002, ni la gripe porcina en 2009, ni el ébola en 2014, ni el zika en 2016 fueron pandemias completas. Pero cuando el 11 de marzo de 2020 la OMS declaraba que la covid causada por el virus SARS-CoV-2 era una pandemia, la atención de todo el planeta, hasta el momento centrada en peleas políticas, partidos de fútbol, raperos o series de televisión, se giró hacia la ciencia. Y la ciencia estaba preparada.

Desde su posición privilegiada en la OMS, María Neira reflexiona: “Si hemos tenido una vacuna en 10 meses es porque ya había grupos de científicos, con sueldos no exactamente millonarios, que llevaban tiempo trabajando en ello. No es que estuvieran poco preparados. Es que eran pobres. La comunidad científica estaba trabajando en esto, con recursos exiguos y buena voluntad, pero, si no hubiera sido por eso, no estaríamos aquí”.

La carrera científica por conseguir fármacos que mitiguen la gravedad de la enfermedad y vacunas que la erradiquen ha sido monumental, no tiene precedentes y arrancó en cuanto China notificó, en diciembre del año pasado, los primeros casos de una neumonía atípica de origen desconocido. Ignacio López-Goñi, catedrático de Microbiología de la Universidad de Navarra y divulgador científico, lo resume en su apasionante libro Preparados para la próxima pandemia (Destino): en tan solo unos días se identificó al causante, un coronavirus. El 13 de enero ya estaba disponible en la web de la OMS el protocolo para la técnica de la PCR para detectar el virus y en mayo ya había 270 test diagnósticos distintos. En unos meses, científicos de todo el planeta secuenciaron más de 90.000 genomas de pacientes repartidos por todo el mundo, para así conocer mejor el patógeno y ver cómo y en qué circunstancias muta. En seis meses se publicaron 40.000 artículos científicos sobre el SARS-CoV-2, cuando sobre el primer coronavirus, el SARS, se escribieron unos 1.000. Se han probado decenas de tratamientos distintos (antivirales, antiinflamatorios, plasma de pacientes recuperados…) y la OMS puso en marcha un programa, Solidaridad, por el que 400 hospitales de 35 países han compartido los datos sobre la eficacia de todos esos medicamentos. Y finalmente está la gran esperanza, el único camino de regreso a la vida anterior, la vacuna. Hay 125 candidatos y 3 de ellos están en el mercado menos de un año después de que se identificara esa misteriosa neumonía en China. Nunca, en la historia, se había logrado este hito tan rápido. Las vacunas tardan decenas de años en desarrollarse y para algunos virus, como el VIH, ni siquiera existen.

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