Su rostro era una topografía de arrugas y surcos, apenas disimulado por los lentes ambar. Tenía en la boca dibujada la tristeza y sus mejillas parecían dos higos marchitos. Su humanidad toda estaba apunto de desvanecerse como la humareda de la que el mago aparece un conejo. Su mirada ausente era el retrato exacto de su propia intrascendencia. Pero una mañana fresca de 2017 tuvo un sobresalto al responder el teléfono. Lo hizo con un susurro: “Sí, soy el doctor Jorge Alcocer Varela”, respondió.
Había cumplido con su deber de médico desde que terminó sus estudios, finalizando los años 60, en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su consultorio remitía a una tienda de antigüedades, los libros empastados en piel se alineaban en tesis y descubrimientos de principios del siglo XX, situados abajo de viejos créditos académicos. Completaban el cuadro muebles de cedro adornados con carpetas tejidas a mano bajo figuritas de Lladró. El doctor había forjado su trayectoria sin brillo pero sus pacientes lo recuerdan bueno y amable, de esos que alivian las enfermedades con frases cálidas junto a remedios caseros que le heredó su abuela, populares en los tiempos en que Porfirio Díaz impulsó las vías del ferrocarril.
La vida de Alcocer transcurría, rutinaria, hasta que sonó el timbre del teléfono; tal era el silencio hasta entonces que el repetido ring removió varias capas de polvo. El próximo presidente había puesto los ojos en él y le quería hacer una invitación. Se la hizo personalmente un día después, en su oficina de campaña. El doctor ajustó con las manos su saco de tweed para disimular los nervios y enseguida aceptó la encomienda como Secretario de Salud. Su momento había llegado..
El tiempo pasó con la parsimonia de un reloj de péndulo. El doctor sólamente firmaba papeles y recibía solicitudes de amigos y familiares para canalizar alguna atención en clínicas y hospitales mientras veía al presidente en sus ruedas de prensa matutinas hablando de los temas que a él le correspondían. Luego sobrevino la pandemia de Covid 19 y la única interlocución del gobierno federal fue con Hugo López Gatell. El brillo mediático le correspondía al subsecretario, incluso para ser considerado como sucesor de Andrés Manuel López Obrador. No obstante, la desgracia que provocó el manejo de la crisis se le cargó al doctor Alcocer, a pesar de haber sido él sombra. Renunció. Nada más que al presidente no le gusta que le renuncien y lo ratificó en el cargo. Él necesita personajes así, opacos; el protagonismo de López Gatell iría disminuyendo y, a final de cuentas, en él se cargarían los cientos de miles de fallecidos por el pésimo manejo de la pandemia. Eso fue lo que sucedió meses después, más aún cuando arreciaron las diferencias del llamado “Doctor Muerte” con
@Claudiashein
. Era obvio: López Obrador tomaría partido por su criatura política.
Pero nada cambió. Nadie le consultaba nada al doctor Alcocer. Ni siquiera para un remedio contra la jaqueca o contra el empacho. Nadie le habló. Ni cuando escasearon medicamentos ni cuando varios hospitales colapsaron ni cuando la gente clamaba soluciones. En tanto, López Obrador administraba la situación acusando a sus adversarios de inventar o generar problemas. Tuvo dos o tres apariciones en la tribuna del presidente, vale decir con justeza. Pero éstas fueron parte de un tinglado de propaganda para simular coordinación dentro del gabinete.
El médico la pasaba todas las tardes sentado, con la cabeza apoyada en su mano derecha dentro de una habitación en penumbra. Parecía una de esas piezas de Lladró de su consultorio. Cuentan que una noche el doctor corrió al espejo del baño. Se detuvo frente a éste jadante y angustiado. Lo miró de frente. Pero no vio nada, no estaba su reflejo. De pronto cayó en cuenta de que, en realidad, él nunca había existido.
Lo último que se escuchó fue un estallido de vidrios y la voz del presidente en la radio.