La cosa es tan sencilla que más de uno puede pensar que, en estos tiempos de tanta velocidad y sobreestimulación, no puede funcionar: dos tipos se juntan solo para hablar de música. Está claro que para que funcione esos dos tipos tienen que ser interesantes y decir cosas interesantes. Y, en este caso, lo hacen, y de qué manera. Es difícil fallar cuando esos dos tipos son Paul McCartney y Rick Rubin, aclamado productor que se dio a conocer como un avanzado del hip hop en los ochenta, pasó a ser el gran rescatador de Johnny Cash en los noventa y desde entonces su nombre está asociado a todo tipo de pesos pesados como Tom Petty, Red Hot Chili Peppers, U2, LCD Soundsystem, Metallica, Shakira o Eminem.
McCartney 3, 2, 1, la miniserie documental estrenada en Disney+, podía haber fallado, pero no lo hace. Podía haberlo hecho de la forma más fácil: mostrándose como un panfleto en favor de la figura de McCartney, una especie de loa exagerada tal y como hacen muchos documentales musicales de un tiempo a esta parte, solo apto para el consumo de seguidores acérrimos. Sin embargo, esta serie de seis capítulos de media hora de duración se convierte en un interesantísimo recorrido por la obra musical de uno de los creadores más importantes de la historia del pop, un compositor y músico cuyas mejores canciones son referentes imbatibles de la música popular y parte de la memoria colectiva de más de una generación.
De esta forma, McCartney 3, 2, 1 nos recuerda algo simple, pero que parece olvidado: The Beatles fueron grandes por todo, pero especialmente por sus canciones. Después de tantísima tinta y cinta de vídeo gastadas para haber contado su historia y anécdotas una y mil veces, esta serie, basada en charlas reposadas y bien dirigidas, pone sobre la mesa el valor de las canciones. Desde el prisma del blanco y negro, la música es el hilo conductor y el objetivo último para maravillarse una vez más de la grandeza de The Beatles y, por consiguiente, del propio McCartney, el gran compositor junto a John Lennon de la banda.
Hace bien McCartney en apartarse a un lado para que lo que importe no sea su nombre, sino el de la banda más importante de la historia. No solo habla de sus composiciones sino también de las de Lennon —al que le dedica bastante tiempo a modo de redención entre ambos—, George Harrison, Ringo e incluso se detiene inteligentemente en George Martin, el productor que les hizo crecer. Pero no ajusta cuentas con ningún pasado ni se sitúa por encima de nadie. Como dice en uno de los capítulos: el mismísimo Paul está ahí, al final, medio siglo después, como fan de The Beatles. Está ahí para ver todo desde la mirada asombrada y entregada de Rubin, pero aún más importante de la suya propia, regresando al misterio de muchas canciones de The Beatles con la alegría de quien supo que aquellos tiempos fueron mágicos. Está ahí, en ese estudio de grabación donde él y Rubin se sientan al piano o cogen una guitarra, para enseñarnos buena parte de aquel espléndido laboratorio musical que fueron los apenas ocho años de vida del grupo y esforzarse en recordar cómo lo hicieron, qué les empujaba o qué les sorprendió más de toda esa gran aventura.
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