Aunque en diciembre suelo escribir reminiscencias vivenciales, me sumaré por esta vez a la costumbre de recomendar una película. Me refiero a The Beatles: Get Back. A partir de unas 60 horas de video y casi el triple de audio, Peter Jackson realizó este magnífico documental de 468 minutos divididos en tres capítulos que reseñan la preparación del último concierto del grupo musical más famoso de la historia. Si usted ha sido tocado por la beatlemanía no puede perdérselo.
Hay quienes dicen que es una docuserie revisionista. Sí y no. Desmiente dos lugares comunes contrapuestos en torno al ánimo del cuarteto de Liverpool en 1969, en vísperas de su separación: que se detestaban y ya no podían convivir y que todo era tersura hasta que irrumpió Yoko Ono. Muestra que había tensiones acumuladas — George Harrison resentía que no incluyeran más canciones suyas en los álbumes, John Lennon estaba menos interesado en trabajar con Paul McCartney que en estar con Yoko y la presencia de ella en los estudios catalizaba la ruptura que se venía gestando— pero la amistad seguía ahí. Y la sorpresa que no debía sorprendernos la dan las imágenes: la música que hoy nos sigue deslumbrando nació de una banda de veinteañeros, de cuatro jóvenes que jugueteaban como niños mientras preparaban obras maestras.
Get Back revela cosas más importantes. Yo, que dicho sea de paso tuve en mi adolescencia predilección por Harrison, siempre pensé que John era el líder del grupo por su personalidad, su carisma y sus chispazos verbales y publicitarios, que Paul era el director artístico por su genio musical, que George era el talento que no pudo florecer cabalmente a la sombra de esos dos gigantes y que Ringo era la bonhomía encarnada que hacía menos complicada la vida a sus compañeros. Creo que el documental confirma todo esto. Pero lo que para mí es más relevante es la reivindicación de Paul ante los críticos que lo juzgan menos creativo que John bajo el cliché de que las canciones avant garde son de Lennon y las light son de McCartney, un mito que no resiste el menor soplo de objetividad y que la mirada de Peter Jackson ayuda a derrumbar. La calidad no es producto del alambicamiento sino de la sutileza, por más que el facilismo lleve a equiparar desparpajo con originalidad y sistematismo con convencionalidad. Voy más allá y lanzo una provocación: “Let It Be”, “Yesterday”, “Blackbird”, “Penny Lane”, “Eleonor Rigby”, “Here There and Everywhere” o “Hey Jude”, acaso las mejores creaciones de Paul, prueban su sofisticación innovadora, su versatilidad y su superioridad como compositor frente a lo más aclamado de John: “Help!”, “All You Need Is Love”, “Come Together”, “Strawberry Fields Forever”, “Lucy In the Sky With Diamonds”, “Revolution” o “I Am The Walrus”. Por lo demás, casi todas las canciones de McCartney y solo unas cuantas de Lennon estaban prácticamente terminadas cuando las compartían; aunque, hay que decirlo, cuando trabajaron equitativamente crearon prodigios como “A Day In The Life” o “I Want To Hold Your Hand”.
En fin. Lo indiscutible es que los Beatles son el conjunto más influyente del mundo, que su música es inmortal y que ha alegrado a varias generaciones. De hecho, si vale parafrasear a Churchill, en el ámbito musical nunca tantos debimos tanto a tan pocos.
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