Hay una tendencia a que los líderes políticos más populares y exitosos electoralmente sean los más agresivos, estridentes, groseros y proclives a descalificar moralmente a quien los critique, aunque para ello tengan que mentir. También suelen ser los que más desprecian a las instituciones democráticas, entre ellas a la prensa. Ocurre en muchas partes del mundo.
Son políticos que no respetan a nadie, que detestan la corrección política y que han podido comprobar que mientras más estupor generen con lo que dicen y hacen, más acaparan los reflectores. La política siempre ha tenido un componente teatral, de puesta en escena. En la dinámica de la comunicación actual parecería que ese componente se va convirtiendo en el todo. A más escándalo, más likes, más seguidores, más aplausos, más popularidad, más trending topics… más votos.
El comportamiento de esos dirigentes es en muchos sentidos infantil. Ponen apodos hirientes a sus adversarios y los acusan a la ligera de corruptos y criminales, pero no soportan el menor señalamiento hacia ellos y denuncian de inmediato cacerías de brujas y conspiraciones. A veces generan repudio, a veces carcajadas, a veces odio. Nunca indiferencia.
Donald Trump es el ejemplo más destacado de ese fenómeno. Esta dinámica de comunicación le sirvió para llegar al poder y le sigue sirviendo para mantener una base de fieles apoyadores que le festejan todo, le justifican cualquier exceso y acosan, insultan y amenazan a quienes se atreven a criticarlo.
La prensa estadounidense, con su sólida tradición de contrapeso democrático y de vigilancia frente a los abusos del poder, muy pronto se puso en la mira de las agresiones y descalificaciones de Trump. Desde su campaña se dedicó a insultar a los periodistas que publicaban cosas que no le gustaban y al mismo tiempo a hacerse la víctima de una supuesta campaña deshonesta porque él era una amenaza para poderosos intereses que los medios de comunicación defendían.
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