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viernes 08 noviembre 2024

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por etcétera

A estas alturas, lo más adecuado sería incorporar la figura del delirio al análisis político nacional. Se suman a nuestros inmensos lastres, tanto el despropósito como la insistencia en relacionar sujetos inconexos para llegar a una conclusión aparente. Si bien hacer soñar puede ser una virtud política, el gobierno de un país se rige por una confusión práctica cuando la política permanece en el sueño y no se entiende como vía para modificar la realidad.

Acostumbrados a interpretar la demagogia observando al demagogo, quizá convendría pensarla desde las sociedades que la habitan y con ella, hacen del delirio una condición normal.

En política se rechaza al delirio para intentar aproximarse a un precario equilibrio de la realidad. El delirio, en cambio, asume que ese equilibrio puede ser absoluto. Construye un ideario donde no figuran los matices adversos o aquello que no empate con su visión. Sueña, divaga, deja que las fantasías ocupen el espacio de nuestros huecos, hasta hacerse hueco.

Enamorado de las pequeñas cosas, de los temas diáfanos, la voz de Palacio Nacional sustrae de contenido a la política para construir un debate de apariencia politizado. Un sorteo tramposo se convierte en político —toda demagogia que se respete vende bien la esperanza de la suerte—. La simpleza de la perorata se lee como alta política pese a ser frecuentemente irresponsable. Los días de asueto adquieren la mayor carga política mientras los asuntos cargados de contenido se ignoran hasta apolitizarlos. En el delirio deja de ser materia de debate la abrumadora impunidad que gozan los delitos de todo tipo. En el delirio, al Presidente le resulta buena idea pensar una ley que le limite a un editorialista llamarle mezquino. En el delirio, el asesinato de casi una decena de jóvenes en Uruapan o la balacera al interior de una plaza de toros en Iguala no son materia de gran discusión política. En el delirio, no  sorprende que la secretaria de Gobernación no sepa diferenciar entre genocidio y crimen de lesa humanidad.

Si bien la demagogia forma parte de la democracia, su antídoto es la ética y la responsabilidad.

La demagogia solo tiene efecto en un pueblo que la adopta. Es inútil pensar en nuestra tradición de políticos demagogos, sin detenernos a reflexionar en el gusto mexicano por ellos, por sus voceros o por los ejercicios editoriales que, lejos de analizar la realidad buscan decirle a sus muy particulares públicos lo que estos quieren confirmar.

En la demagogia, sin importar de donde venga, nada importará como que propios se encuentren satisfechos para aplaudirse entre sí y alimentar el espectáculo.

Nos hemos acostumbrado a una patológica relación entre gobernantes y gobernados, donde la mentira es admitida en favor de inquietudes, a veces individuales y en otras tribales o gremiales que se disfrazan de bien común.

Si en el futuro cercano la alternativa al delirio no puede provenir de la oposición política tradicional, lo más probable es que ésta eventualmente surja al interior del gobierno mexicano. A menos de que se renuncie a combatir la insensatez. Habrá que pensar las razones por las cuales nuestra sociedad no se inmuta frente al delirio que ridiculiza sus aspiraciones.

Más información en Milenio

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