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La caravana migrante nos pone de golpe frente a un espejo. Algunas ideas sobre nosotros mismos y nuestra condición de vecinos de Estados Unidos se tambalean.

—México y los mexicanos acogemos solidariamente a los migrantes perseguidos por el hambre, la violencia o por razones políticas.

—No somos xenófobos.

—El maltrato, la discriminación y criminalización de los migrantes es cosa de Trump y sus red necks. Nosotros somos sus víctimas.

—Las bravatas de Trump son eso, bravatas y sólo tenemos que torearlo: ahí está el acuerdo del TLC como prueba.

Las muestras de solidaridad al paso de la caravana, con el drama humano de sus hombres y mujeres desesperados, sus niños, sus viejos y sus enfermos, son reales y conmovedoras.

También son reales las expresiones de rechazo y miedo multiplicadas en redes sociales y recogidas en sondeos demoscópicos. Nadie es xenófobo… Hasta que se convence —o lo convencen— de que un extranjero amenaza su empleo y su seguridad.

Por primera vez el gobierno mexicano, que va de salida, despliega fuerzas policiales para impedir el paso de una caravana. Se dan enfrentamientos, se arrojan gases lacrimógenos. Al final, más de 7 mil cruzan sin documentos la frontera sur.

El maltrato es más fácil de esconder cuando los cruces son individuales, no masivos y organizados. La porosidad de la frontera también.

Trump agradece el gesto duro y luego fustiga la debilidad. Amenaza e insulta.

El gobierno saliente calla o intenta torearlo. Acude a la ONU en busca de ayuda para esa lidia. El gobierno entrante se suma al discurso de que todo es electoral y no hay que hacerle caso al energúmeno. Y el presidente electo ofrece visas de trabajo para los que quieran venir, basado en planes de grandes proyectos de infraestructura que no existen aún ni en papel y que en todo caso tomará años echar a andar.

Más información: http://bit.ly/2NZqGxW

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