Mientras el SARSCoV2, agente causal del COVID-19 acapara la atención mundial, existen otra serie de enfermedades que causan estragos en las sociedades y que, lamentablemente, están ocupando un plano secundario en las agendas de los países. Es el caso del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida o VIH/SIDA, enfermedad que, como su nombre lo indica, ataca al sistema inmunológico posibilitando que las personas se tornen vulnerables a diversas enfermedades y a ciertos tipos de cáncer. Si bien emergió en los años 70 como problema de salud pública –la investigación médica refiere que el virus posiblemente se desarrolló desde finales del siglo XIX y principios del XX en la región de África central y occidental-, su presencia pasó inadvertida en diversos países en desarrollo, debido a la escasa infraestructura de servicios de salud que poseen, por lo que sólo atrajo la atención de la comunidad internacional cuando se detectaron los primeros casos en Estados Unidos en los años 80.
Uno de los primeros problemas para enfrentar esta enfermedad en sus inicios fue la carencia de mecanismos de vigilancia e informativos sobre el comportamiento sexual en las sociedades de los países africanos, Estados Unidos y otras naciones desarrolladas. Incluso ahora, el entendimiento del VIH/SIDA en el contexto de la sexualidad, las relaciones de género y la migración en los países en desarrollo, no es el mejor.
El poco conocimiento existente en el seno de las sociedades -no exclusivamente en los países pobres-, en torno a la enfermedad, ha hecho difícil su combate. En sus orígenes se le vinculó a la homosexualidad y a la poligamia, animando a sectores conservadores de diversos países a satanizar las relaciones sexuales prácticamente de todo tipo. La estigmatización ha sido la norma. Asimismo, se le ha empleado para justificar el racismo y otras prácticas discriminatorias contra las personas. Hoy se sabe que si bien es una enfermedad que sobre todo se transmite por el contacto con fluidos corporales como el semen, la sangre, el fluido vaginal, etcétera, el contagio involucra al sexo oral, anal y/o vaginal; a la leche materna administrada por la mujer a los bebés; a las transfusiones de sangre; al uso de agujas (jeringas) contaminadas; también durante el embarazo, cuando la mujer infectada puede transmitir la enfermedad al bebé en el seno materno o bien al dar a luz, etcétera.
El VIH/SIDA es considerado una pandemia. En 2019, según datos dados a conocer por la Organización Mundial de la Salud (OMS), había 38 millones de personas infectadas por el virus. Se estima que en ese mismo año resultaron infectadas por el virus 1.7 millones de individuos, y que 690 mil personas murieron por esa causa. La OMS también refiere que el 68 por ciento de los adultos y el 53 por ciento de los niños infectados empezaron a recibir tratamiento con antirretrovirales de por vida. Esto significa que, de los 38 millones de personas infectadas, 25. 4 millones reciben tratamiento antirretrovírico.
El VIH/SIDA está presente mayormente en África, donde se encuentran 25 de los 38 millones de personas aquejadas en el mundo por la enfermedad. Ello representa el 65 por ciento del total mundial. Asimismo, la OMS revela que dos de cada tres nuevas infecciones se registran en ese continente. Claramente existe una vinculación entre pobreza, infraestructura de servicios de salud, educación y la incidencia y prevalencia de la enfermedad en África. Asimismo, existen prácticas culturales que abonan al auge los contagios, por ejemplo la poligamia.
Gracias a los adelantos recientes en el acceso al tratamiento con antirretrovirales, la infección por el VIH/SIDA ha dejado de ser una sentencia de muerte para muchos enfermos en los países en desarrollo. Una persona sin acceso a antirretrovirales muere, en promedio, 10 años después de haber contraído la enfermedad. En las naciones de ingresos bajos y medianos, más de 5.5 millones de pacientes carecen de acceso a este tratamiento, debido a que no hay sistema de salud pública que pueda lidiar, en medio de tantas restricciones presupuestales, con el problema. Alrededor de la mitad de las personas que contraen la enfermedad, tienen menos de 25 años y mueren antes de cumplir los 35, lo que tiene severas implicaciones para la productividad y el progreso de las naciones.
Parte del problema también radica en las empresas farmacéuticas, quienes se han empeñado en condenar el empleo de medicamentos genéricos en sustitución de los antirretrovirales de marca, por considerar que aquellos les provocan pérdidas millonarias. La dificultad estriba en que el costo del famoso “coctel” de Pfizer o Glaxo SmithKline que se le suministra a los pacientes, es tan alto, que se vuelve prácticamente inaccesible para las sociedades más pauperizadas. Por eso es que Brasil y Sudáfrica desde hace años cerraron filas con India, uno de los grandes productores de medicamentos genéricos a nivel mundial, capaz de producir el “coctel” a un precio mucho más accesible sin sacrificar su eficacia.
Es menester señalar el impacto de la pandemia provocada por el COVID-19 en enfermedades como el VIH/SIDA. La OMS alertó en los primeros meses del año sobre la escasez de antirretrovirales como resultado de la interrupción del comercio internacional de cada a la pandemia y a las medidas de protección decretadas por los Estados.
Asimismo, el auge de contagios con motivo del confinamiento es preocupante. Se ha detectado un aumento de la violencia doméstica y sexual en el marco de la pandemia, lo que ha disparado los casos de VIH/SIDA por lo que se estima que la pandemia del COV ID-19 llevaría a 123 mil nuevas infecciones por VIH adicionales a las normalmente esperadas y a 69 mil muertes más. En dos años, el efecto disruptivo del COVID-19 sería de 293 mil nuevas infecciones por VIH y 148 mil defunciones asociadas al olvido al que la comunidad internacional parece estar relegando al SIDA.
Lo anterior lleva a valorar la importancia de desarrollar una visión integral sobre la salud pública, donde tanto el COVID-19 como el resto de las enfermedades y emergencias sanitarias, reciban la atención requerida. No es deseable que por atender la emergencia del COVID-19 el mundo termine más enfermo, sin poder lidiar ni con la actual pandemia ni con las enfermedades preexistentes u otras nuevas que irremediablemente aparecerán. Y una nota final: cuando el VIH/SIDA irrumpió en EEUU, diversos expertos de la comunidad científica señalaban que era cuestión de unos cuantos años, cinco a lo sumo, para que se desarrollara una vacuna. Han pasada ya casi 40 años desde ese anuncio y no hay vacuna alguna contra el VIH/SIDA, únicamente tratamientos.
Dadas las dificultades que entraña elaborar vacunas, las cuales, por razones de seguridad, eficacia e inocuidad toma de 10 a 20 años desarrollar, ¿no sería pertinente reducir las expectativas en torno a una nueva (o nuevas) vacuna (s) contra el COVID-19 y trabajar de manera intensa en tratamientos, como los antirretrovirales que han podido dar esperanza a millones de personas aquejadas por el VIH/SIDA? La pregunta obedece también a la creciente preocupación no sólo sobre la eficacia de una vacuna (o vacunas) producida (s) en medio de tanta presión política ante la emergencia por el COVID-19, sino ante el alto costo que la humanidad está pagando por sólo mirar al nuevo coronavirus como actor central, dejando de lado enfermedades que siguen cobrando las vidas de millones de seres humanos en todo el mundo cada día. La moraleja es: hay que mirar al bosque, no sólo al árbol.