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jueves 26 diciembre 2024

100 días

por Luis de la Barreda Solórzano

Nada, ningún castigo, ni los más atroces tormentos imaginados por Dante en su infierno, podría retribuir los crímenes de Putin y su ejército en la invasión a Ucrania, violatoria de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de los más elementales principios del derecho internacional humanitario y de los valores más altos y significativos del proceso civilizatorio.

Los ataques rusos no se han limitado a objetivos militares y a los soldados ucranianos que, en clara desventaja, defienden su país, sino que se han dirigido también, y muy profusamente, contra la población civil absolutamente indefensa. Estos 100 días de agresión injustificable han sido una manifestación extrema de barbarie, de infrahumanidad, de frenesí homicida, de vesania.

El ejército ruso ha bombardeado instalaciones médicas, hospitales (incluyendo una maternidad en la que había, además del personal sanitario, mujeres que estaban a punto de parir o acababan de dar a luz y bebés), escuelas, fábricas, casas, edificios de viviendas, inmuebles donde se sabía que se encontraban civiles —niños entre ellos— que trataban de protegerse de los bombardeos y corredores humanitarios por los que muchas personas trataban de huir.

El asesinato masivo, de crueldad mayúscula, parece motivado, por una parte, por el propósito de hacer que se rinda la nación invadida para evitar que se siga masacrando a su población y, por otra, por la frustración del invasor al encontrarse con una resistencia heroica que ha dificultado su avance de una manera que no esperaba.

Numerosas mujeres, incluidas adolescentes y niñas, han sido violadas, y numerosos civiles han sido ejecutados después de haber sido sometidos a las más bárbaras torturas.

Putin no ha condenado uno solo de los crímenes de guerra de sus tropas —quizá incluso los ha alentado—, lo que supone darles patente para todas sus brutalidades.

Ya antes de esta invasión, los ucranianos consideraban a Rusia un país hostil. Ahora ven a la potencia invasora como un agresor incivilizado, capaz de todas las crueldades, de todo el salvajismo, de todos los horrores que en Europa parecían desterrados para siempre.

Como valora el filósofo Volodymyr Yermolenko, editor del sitio Ukraine World: “Ser ucraniano hoy significa ser ciudadano de un país muy valiente que lucha por su libertad, por su independencia y también por la atención. Porque su historia, su memoria, su identidad fueron borradas durante los últimos siglos, por desgracia”. Es una guerra por la independencia, agrega, pero “también es una guerra contra el autoritarismo y la tiranía” (BBC News Mundo, 6 de mayo).

Una característica de Ucrania, de antiquísimo origen, es su tradición antitiránica.

Otros países han tenido que librar una guerra antes de proclamar su independencia.

Ucrania libra ahora esa guerra a posteriori, más de 30 años después de que declaró su independencia separándose de la Unión Soviética que entonces se derrumbaba.

Putin quiere reconquistar los territorios que formaron parte de la Unión Soviética en la medida en que la correlación de fuerzas, las circunstancias geopolíticas y los factores militares se lo permitan. Considera que el mundo ruso va mucho más allá de las fronteras de su país, extendiéndose hasta los países eslavos. En esta guerra ha mostrado que está dispuesto a todo, a las acciones más viles y despreciables, por alcanzar sus fines.

Ningún castigo, decía al principio de estas líneas, alcanzaría para retribuir el inmenso daño que se ha causado a Ucrania, las muertes, las violaciones, las mutilaciones, el éxodo de sus habitantes. Pero, aun sabiéndolo, anhelo con toda el alma que los dioses nos concedan el deseo de que Putin sea sometido a juicio ante la Corte Penal Internacional y que Dios me preste vida para ser testigo —al menos a través de la televisión y los diarios— de ese juicio.


Este artículo fue publicado en Excélsior el 09 de junio de 2022. Agradecemos a Luis de la Barreda Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.

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