México está en la antesala de una elección crucial. En los comicios intermedios del 2021 hay dos opciones: refrendar al régimen demagógico que hoy gobierna con paupérrimos resultados y vasta destrucción, o frenarlo. Sólo son esas dos. No está en juego si México será Finlandia o Suecia, ni si saldrán a flote unas u otras políticas públicas. No, en juego está el afianzamiento del populismo autoritario o su contención. Así de sencillo.
Y puede determinarse de un solo plumazo: ratificando la mayoría legislativa del presidente, o quitándosela. Olvídense de gubernaturas que ya controla Morena con los congresos locales. Olvídense de grandes sueños de transformación nacional, de una reforma u otra, de este caudillo o aquel. El voto está en la Cámara de Diputados: de ello depende que avancen la demolición del Estado y la concentración personal de poder, o no, y que el presidente mantenga a su servicio a uno de los poderes del Estado (y así al otro, el Judicial, pues en 2022 se relevará otro ministro, lo que también le daría mayoría en la Suprema Corte) o no.
La buena noticia es que no se necesita mucho para ello: basta con quitarle unos cuantos diputados para que pierda la mayoría calificada, y poco más de 80 para que pierda la mayoría absoluta (sin perder ninguno, claro). Lo ideal es quitarle cualquier mayoría, pero es absolutamente vital quitarle la calificada, pues sin ella ya no podría cambiar la Constitución. Así restableceríamos la división de poderes y limitaríamos el poder autocrático del presidente, convirtiéndolo probablemente en un lame duck, un adorno, como sus antecesores, que se limitaría a administrar el tiempo hasta 2024, cuando podremos tomar una decisión más meditada. En consecuencia, el voto inteligente en 2021 es contra el avasallamiento presidencial del Congreso. En pocas palabras: el voto inteligente es contra Morena o cualquiera de sus lacayos (Verde, PT, PES) en la Cámara.
Muchos mexicanos se confunden con esa sencillísima elección. La “crisis de los partidos”, promovida en buena medida por ellos mismos, y otro tanto por el propio presidente, hace al electorado sentir que “todos los partidos son iguales”. Eso es discutible, pero incluso si fuese verdad, más razón aún para no otorgarle el control legislativo a un solo partido y mucho menos a una sola persona, como demuestran los últimos dos años. Además, la ecuación es peligrosa, porque promueve el abstencionismo, que ayuda a Morena (de ahí que la fomente tanto el presidente).
La otra amenaza es la fragmentación del voto opositor. Para quitarle a Morena esos diputados, los partidos de oposición no pueden pisarse los talones en los distritos cruciales y deben mandar a los mejores candidatos posibles a competir vis-a-vis contra Morena. En ese sentido, es desafortunada la aparición de nuevos partidos –como el del expresidente Felipe Calderón– que pueden quitarle votos a esos candidatos. De modo que el voto opositor también debe calcularse. No basta con votar por cualquier cosa que no sea Morena, sino por el candidato opositor con más posibilidades de ganar.
A la hora señalada, “el tiempo nos ha encontrado”, diría Thomas Paine. ¿Y nosotros? Honremos aquello que Alonso Lujambio y otros estudiosos de nuestra transición apuntaban sobre el electorado mexicano: que sabe ser exigente y estratégico, y que, en consecuencia, puede producir gobiernos divididos pues entiende que el poder se debe compartir.