Se cumplieron el pasado 25 de abril cincuenta años de la llamada “Revolución de los Claveles”, la cual derrocó a la entonces dictadura más duradera de Europa, el llamado “Estado Novo”, que había mantenido a Portugal bajo un control férreo desde 1926. Ciertamente, los Claveles más que una revolución popular en toda forma se trató de un golpe de Estado urdido por un grupo de jóvenes oficiales progresistas cansados de librar guerras absurdas por ser imposibles de ganar y bestialmente cruentas para aferrarse a las tres colonias africanas portuguesas: Angola, Mozambique y Guinea-Bissau. También estaban exasperados con el régimen esclerótico creado por un muy singular profesor de economía llamado Antonio de Oliveira Salazar, quien había llegado al poder para restaurar la estabilidad política y económica en un país que había protagonizado una sucesión de golpes de Estado y juntas militares de corta duración desde el derrocamiento de la monarquía portuguesa en 1910. Salazar trajo orden y estabilidad al empobrecido país, pero el precio fue una dictadura cada vez más brutal con los adornos habituales de tales regímenes: partido único, policía secreta, represión y un estricto control de la libertad de expresión. Un Estado corporativo, nacionalcatólico, anticomunista y, por supuesto, criminal. Lo más grave, sin embargo, fue el agobio padecido por Portugal y sus colonias como consecuencia del combate contra los movimientos de liberación en África, la cual en la década de 1970 consumía casi la mitad del PIB del nacional.
Sus defensores, que algunos quedan, alegan que el régimen de Salazar tuvo logros innegables como mejorar infraestructuras y mantener a Portugal neutral durante la Segunda Guerra Mundial. Pero, en todo caso, cuando el viejo dictador murió en 1970 bajo muy singulares circunstancias su régimen era sobradamente anacrónico. Su sucesor, Marcelo Caetano, había tratado de moderar y modernizar el régimen, pero estaba paralizado por la llaga de las impopulares y costosas guerras africanas. Mantener a ultranza las colonias fue una obsesión de Salazar. En noviembre de 1960, cuando el proceso de descolonización en África tomaba vuelo, declaró ante la Asamblea Nacional: “Hemos permanecido en África por 400 años, los portugueses fuimos los primeros europeos en establecerse en África y no nos retiraremos jamás”. Portugal consideró a todas sus posesiones imperiales “provincias de ultramar”. Al concebirlas de tal modo sería más difícil querer renunciar a ellas, lo que tendría consecuencias trágicas. Salazar creía, erróneamente, que sin las colonias la economía lusitana se hundiría (la realidad era todo lo contrario). También contaba mucho para él el supuesto “prestigio” internacional de ser una “potencia ultramarítima”, prácticamente la última en el planeta. Pero para disfrazar el colonialismo apelaba al principio de un Portugal supuestamente “pluricontinental y multirracial”.
En 1961, una explosión de violencia en el norte de Angola tomó a la administración portuguesa incauta. Al gobierno colonial le llevó seis meses restablecer el orden, con fuertes represalias de las cuales resultaron 20 mil angoleños muertos. Este alzamiento y la sanguinaria represión subsecuente marcó el inicio de una larga lucha de liberación que se prolongaría hasta 1975. La desintegración del imperio colonial portugués fue muy dolorosa. El ejército se vio envuelto en un conflicto extremadamente duro en puntos muy distantes entre sí y en plena guerra fría, y mientras los independentistas de las colonias portuguesas de Angola, Mozambique y Guinea recibieron un apoyo decidido por parte de la Unión Soviética y sus países satélites del Este de Europa, Portugal estaba solo, enfrentando una generalizada repulsa de la comunidad internacional. Ni siquiera Estados Unidos le prestó apoyo porque en Washington eran adversarios de la idea de mantener un obtuso dominio colonial.
Pero Salazar hizo de la preservación de su imperio una causa irrenunciable. No sería él quien deshiciera lo construido por sus antecesores durante siglos. Sin embargo, la sociedad portuguesa no se podía permitir el dispendio en recursos económicos y vidas humanas que suponían estas guerras. Crecieron la disidencia interna y las sanciones externas. La guerra se había vuelto asaz impopular en Portugal y hasta dentro del propio ejército, cuyos mandos no encontraban sentido en el capricho de que un país pobre como el suyo tuviese un imperio colonial tan vasto y caro de mantener. Eran necesaria la presencia de unos cien mil soldados, por lo general mal armados y peor entrenados, para combatir a los rebeldes. La Revolución de los Claveles puso fin a la dictadura y terminó con la extravagante aventura colonial. Los soldados y sus jóvenes oficiales fueron aclamados como libertadores por una población que celebraba jubilosa ubicando claveles en los cañones de los fusiles. Pero entonces empezó un período de confusiones. El resultado fue más de un año de caos político con las facciones rivales del movimiento libertador compitiendo afanosamente entre sí y con el recién legalizado Partido Comunista moviendo sus hilos entre bastidores. Parecía que Portugal se convertiría en un estado de estilo soviético. Pero el pueblo portugués no estaba dispuesto a cambiar una dictadura de derecha por una de izquierda.
Si hoy hay un régimen democrático en Portugal se debe al líder socialista Mario Soares, quien se impuso a las confusas intenciones revolucionarias de los militares más radicales. Entró como ministro en el gobierno provisional formado por el general Spínola tras la revolución de los Claveles. Sucedieron entonces meses de tensiones. El 11 de marzo de 1975 las fuerzas conservadoras dentro de los militares trataron de desplazar a los sectores extremistas, pero el intento fracasó y Spínola tuvo que marchar al exilio. Inició un periodo revolucionario con nacionalizaciones, intensificación de la reforma agraria y el establecimiento de un “Consejo de la Revolución”. Fue un período violento con bombas, ataques a las sedes de partidos, juicios populares, atentados e inflación galopante. En medio de este caos se celebraron elecciones generales para erigir a una Asamblea Constituyente en las que los socialistas vencieron. El comunista Partido Comunista, con el 14 por ciento de los votos, no aceptó el resultado, pero entonces todo el resto de las fuerzas políticas apoyaron a Soares, quien logró llevar a buen puerto una verdadera revolución moderada y civil erigida sobre la base de tres pilares: la democracia representativa, la economía de mercado, y el ingreso a la Comunidad Económica Europea.