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Me gustaba cuando abrir una revista era sorprendente pues sus contenidos eran variados. Al buscar adaptarse al entorno digital varias revistas mexicanas impresas han optado por volverse temáticas en cada número, lo que en ocasiones depara ahondamientos productivos, pero también ocasiona reiteraciones, así como uniones forzadas y falsas. Análogamente la tradición ha sido que una retrospectiva cinematográfica esté basada en la obra de un director. Esto sigue la idea —no incontestable— del cineasta como autor. Ninguna práctica cultural tiene por qué permanecer inmóvil ni es indispensable que exista para siempre (pero conviene saber qué se gana y qué se pierde si continúa o desaparece). Aparte de sus demás secciones, el festival de documentales Ambulante 2025 —que se desarrolla en la Ciudad de México del jueves 3 al jueves 10 de abril y en otros lugares del país hasta el 12 de junio— sustituye este año sus enriquecedoras retrospectivas con un ciclo compuesto por una serie de programas de cortometrajes alrededor de una realidad geográfica.

El cortometraje El mar (1895) de Louis Lumière.

“Invocaciones. Oleajes: los gestos del mar” es el conjunto de cinco programas que el equipo de Ambulante presenta cuando el festival cumple 20 años. No es su objetivo, pero recorrer los programas se convierte en visita a la historia del cine documental y llanamente del cine, pues incluyen a: Louis Lumière con El mar (1895), Robert Flaherty con Una noche de contar historias (1935), Jean Rouch con La madre agua (1953), Jonas Mekas con Cassis (1966), Apichatpong Weerasethakul con Meteoritos (2007) y Abbas Kiarostami con Huevos de gaviota (2008). El pretexto del mar tenga o no sentido, no importa: lo crucial es ver qué hace el cine —sus artistas— con el mar.

El cortometraje La madre agua (1953) de Jean Rouch.

Lumière (1864-1948, Francia) capturó en El mar —en aquel tiempo del inicio del cine que antecede incluso al siglo XX— una escena reiterada que parecemos destinados a repetir desde antes del cine y cuando acaso el cine deje de practicarse: el jugueteo, una y otra vez, de niños clavándose en el mar, entre el vaivén de la marea. Es tiempo remotísimo, podría ser hoy en África, Colombia, la costa danesa o Myanmar. Son personas ahora muertas, pero también cualquiera que esté cerca del mar: el ciclo de vidas que comienzan y terminan semejando el sin fin. Pasados 40 años, Flaherty (1884-1951, Estados Unidos) optó por recrear un relato oral al lado de un fuego —folclorizándolo como una Irlanda apegada a la Edad Media— en que la edición de tomas de rostros contribuye o genera la tensión de la historia narrada. En ella el mar hablado es poder capaz de aniquilar personas en forma de ola. El debate sobre el carácter factual del cine documental y el supuesto ímpetu etnográfico de Flaherty se queda corto ante la sencilla mirada —nada carente de intencionalidad y composición— de Lumière.

El cortometraje Huevos de gaviota (2008) de Abbas Kiarostami.

En La madre agua la composición de las imágenes de Rouch (1917-2004 Francia) es definitiva. Tan observacional como Lumière, con ojos más abiertos que Flaherty, Rouch mostraba disposición excepcional a mirar en cada toma. Esto incluía de nuevo a niños jugando cerca del mar, en su arena, rocas derruidas por repetición. Aun así, no escapaba de ver lo supuestamente otro —como la sangre ritual del buey en el mar— omitiendo la abundancia de lo diario (como creer que algo llamado México estaría en el mariachi y no en la incivilidad de sus conductores capitalinos). Sean pescados en las redes o la coreografía de las barcas —la coordinación de sus remeros— Rouch, con o sin mar, ejercía la mirada cinemática.

El cortometraje Meteoritos (2007) de Apichatpong Weerasethakul.

Con Mekas (1922-2019 Lituania) y su Cassis, el mar —que siempre es secundario en los cortometrajes de estos programas— se vuelve plenamente, y a la vez, materia y pretexto. El sonido del mar está convertido en rasguño como parte de la artificialidad de la proyección. El tiempo acelerado y condensado está quizá también superado. La potencia no radica en el tema ni la exotización sino en la presencia por igual del cuerpo de agua que de un faro o de diminutas figuras humanas en movimiento. A su vez, en Weerasethakul (1970, Tailandia) hay apenas dos atisbos del mar. ¿Podría igualmente haberse tratado de un ciclo sobre las plantas, los gatos, el suelo…? El impacto de un referente no otorga peso estético. Su cortometraje Meteoritos —sea documental o ficción— es cine porque su énfasis está en la composición audiovisual, no de imagen cuidada en nitidez y encuadre tradicional, sino en encuadres cambiantes que —con ritmo, imperfección técnica y sonidos como la lluvia— atinan a contemplar la mirada de un perro y a convertir un par de faros de coche en vívidos ojos en la oscuridad. Fechada con precisión el 16 de agosto de 2007, la obra de Weerasethakul, con su pixelado en la playa, apunta a la referencialidad traspasada: innegable y esfumada a un tiempo.

Se sabe que Godard afirmó que el cine terminaba con Kiarostami, lo que sin duda es un error —por más compartida que sea la falsa suposición sobre el fin de cierta variante de esta práctica artística. No es sorprendente: Godard fue alguien sumamente falible en lo estético, lo político y lo intelectual. Pero Kiarostami (1940-2016) en Huevos de gaviota —como el resto de su obra— sí es cúspide de creatividad: lo que parece toma única que requeriría paciencia meditativa para observar tres huevos en las rocas de una playa amenazados por la marea, es, de hecho, un ensamble digital de imágenes de distintos momentos de marea: artificialidad imperceptible que crea la aventura del movimiento de los huevos, acompañada por aparentes quejidos de gaviotas nunca vistas que sobrevolarían la escena. El trabajo técnico e imaginativo del artista crea la irregularidad del oleaje, induce a sospechar la angustia de aves entre el arrullo del mar. Sólo el sonido de algunas salpicaduras saca del trance al espectador cautivado por el cine de Kiarostami, tan simple y definitivo como Lumière. El mar es realidad abrumadora pero no constitutiva de cine, ni de nada: sólo la imaginación capaz logra otorgarle la dimensión que, en plural, le atribuimos.

 

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