Yo era una criatura cuando Ana Bertha Lepe surgió como un mito para mí, a principios de los años 70. “Ella ganó el cuarto lugar en el concurso de Miss Universo en 1954”, pregonaba ufaba mi abuela Ángela como si ella hubiera recibido el reconocimiento, apuntando a las imágenes grises del televisor que trazaban a las personas con una aura que las hacía aún más inalcanzables para quienes tenemos diferentes tonalidades en la piel y vestimos mudas solferinas.
En esa época creía que México era un país triunfador, porque así lo acuñaba la propaganda oficialista. El pueblo es bueno en esencia, presumía el PRI, “es el mejor del mundo”, y el desmadre es signo de nuestras propias raíces, añadía el público, o sea nosotros “los mexicanos”. El caso es que en 1970 fuimos campeones de la hospitalidad en la celebración del mundial de futbol que transcurrió en estas tierras benditas de Dios, como presumen casi todos los habitantes del mundo que sucede en su terruño. La Selección Mexicana fracasó pero anotarlo era oficio de aguafiestas y no de los patriotas. Para la gran masa azteca somos tan buenos anfitriones que incluso festejamos triunfos ajenos como el de Brasil en aquella gesta y presumíamos que hacía 16 años, con Ana Bertha Lepe, “habíamos ganado el cuarto lugar en aquel concurso de belleza”. Habíamos, que conste en actas, por favor. Eso era lo único que sabía, reitero, porque si Díaz Ordaz estaba salvando a México, yo estaba ocupado en salvar al mundo con la cápsula de Ultraman. Ahora lamento que dicha fantasía me impidiera disfrutar de un filme que repetía la televisión casi tanto como el presidente del país se elogiaba a sí mismo en cada intervención. Aparecia una espléndida figura tallada en tonalidades grises, a la que la prensa llamó “Reina de todos los parajes”, bailando con Germán Valdés “Tin Tan” junto a los comediantes Fannie Kauffman “Vitola” y Joaquín García Vargas “Borolas”. Después supe que la cinta es Rebelde sin casa y se filmó en 1960.
La adolescencia me sorprendió en otros menesteres, y entonces los filmes en blanco y negro me parecían hojas de papel carcomidas por lepismas. Más aún cuando, en 1986, México volvió a ser un gran anfitrión del mundial de fútbol y tuvo un papel decoroso en la competencia a pesar del miedo de Hugo Sánchez para tirar un penal contra los alemanes durante la tanda en la que el equipo tricolor fue eliminado. La inauguración de la Copa del Mundo no podía haber sido más “mexicana”, por cierto. Primero por el sonoro chiflido y las mentadas de madre que se llevó el presidente Miguel de la Madrid Hurtado a quien, frente a cerca de cien mil gargantas, se le congeló la sonrisa mientras movía su mano en lo que parecía un saludo aunque en realidad parecía uno de esos muñequitos que colgamos en el espejo retrovisor del carro. Segundo, porque la mascota del Mundial era un chile jalapeño con sombrero llamado “Pique” quien, chiquito pero rinconero, cantaba a todo pulmón con la garganta de Juan Carlos Abara: “Soy mexicano gracioso, alegre, fiestero, amable y picoso”. El significado múltiple de “Pique” (reyerta, oradación, chiloso…) nos hacía también símbolo del albur por picante y picaresco (Rebeca Martínez, una mujer, fue su creadora). Finalmente, la señorita Mar Castro, en un comercial donde aparece cuatro segundos, coronó la ensoñación nacionalista con una diminuta camiseta donde dos radiantes pináculos ondearon la palabra “Carta Blanca” al ritmo de “México, México, vamos a ganar, este campeonato lo vamos a disfrutar…” y en seguida la estrofa de la porra inventada en 1923 por un jugador del América llamado Carlos Garcés: “Chiquitibum a la bimbomba…”
No podíamos, además, quejarnos de falta de reconocimiento nacional. Dos años antes Elizabeth Aguilar había triunfado como la primera playmate mexicana tras ocupar el segundo lugar en el concurso Miss México en 1977 y, aunque la vida nocturna estaba en declive, ya casi nadie pensaba en Ana Bertha Lepe cuando todavía podías disfrutar de Rossy Mendoza y Thelma Tixou u observar el violín de Olga Breeskin.
Medio siglo después de aquella plática con mi abuela, abro las revistas antañosas, sacudo sus pecitos plateados y veo a la tapatía despampanante que afirma que su máximo logro fue ser una de las señoritas más sublimes del orbe. Así lo presume a quien la entrevista. Es decir, su mayor triunfo lo consiguió sin hacer nada más que mostrar su milagro calipigio y las cejas serranas de Jalisco. En el fondo Ana Bertha acepta que, sin ese legendario cuarto lugar mundial, habría sido un personaje anónimo a diferencia de Christiane Martel, la francesa que ganó el primer lugar en aquel certamen y que tuvo una larga y reconocida trayectoria en la época de oro del cine mexicano (Martel se nacionalizó mexicana y el dato puede aferranos a los triunfos así como el campeonato a la anfitrioneria o al demadre, que para eso nos pintamos solos). Pero tiene razón Ana Bertha Lepe, ella no hubiera destacado sin su belleza porque oportunidades para actuar en la pantalla grande tuvo por decenas. Recordemos que un año antes del mítico concurso ella actuó en La justicia del lobo (1952) con Rosa de Castilla y Flor Silvestre, y sus cualidades histriónicas fueron intrascendentes tanto como las más de setenta películas que hizo, casi siempre como adorno de algún comediante (además de “Tin Tan”, “Viruta”, “Capulina”, “Resortes” y “Cantinflas”) o luchador famoso (El Santo, por supuesto). El caso es que gracias a sus atributos físicos y no a sus virtudes artísticas, la tecolotlaneca ocupó el séptimo arte y la pantalla de cristal y su imagen es imborrable.
Sin saber cantar, bailar y actuar, Ana Bertha rodó más películas que muchos grandes actores y participó en una docena de telenovelas. Lo hizo junto a Mario Moreno “Cantinflas”, Eulalio Martínez “Piporro”, Adalberto Martínez “Resortes”, Gaspar Henaine “Capulina”, Marco Antonio Campos “Viruta” y el ya mencionado Germán Valdés con quien también actuó en El visconde de Montecristo (1954) y Tin Tan el hombre mono (1963). Fue pieza de adorno, insisto, en los tiempos en que el respetable dispensaba la falta de talento por la imagen atrayente y atrevida. No dio para más. Aunque actuó con Dolores del Río, Sara García, Anita Blanch y Carmen Montejo, nunca pudo situarse en ese plano ni en los teledramones famosos como Mundo de juguete, todo un clásico del género transmitido en 1974 y donde Iran Eory y Gloria Marín, por ejemplo, tienen una participación extraordinaria.
Los amarillentos impresos que tengo frente a mí, entre otros las revistas Vea y Venus, registran los esfuerzos de Ana Bertha por seguir los pasos de la Luna en la urbe del smog. Al iniciar los 70 ocupó los tinglados más pomposos de la luz de neón y la pedrería. “Fue cuarto lugar en el concurso Miss Universo”, estoy seguro de que, una y otra vez, murmuraron satisfechos los asistentes al tenerla frente a sí, igual que mi abuela hizo con la protagonista del parteaguas más importante de los años 50. Desde luego, a la concurrencia le tuvo sin cuidado que ella padeciera depresión y alcoholismo; ésta no admira a la persona sino a la cosa.
Ana Bertha fue un arquetipo y lo aprovechó. La miro en estas fotografías opulenta y generosa, elegante y distinguida. De frente y detrás. Sin distinguir el brutal impacto que le dejó el hecho de que, en una de sus presentaciones, el 29 de mayo de 1960, su padre, Guillermo Lepe, asesinara de dos balazos a su novio, el actor Agustín de Anda, luego de que éste le comunicara que no se casaría con su hija. Ese hecho terrible la marcó, aunque también lo utilizó para congregar a artistas famosos y presentarse ante su padre y los otros reclusos. También la selló su fracaso como vedette, actividad en la que incursionó en repetidas veces, porque no entendió que las butacas vacías se debieron a que el mito se desvanecía cuando, al bajar del Olimpo, bailaba con torpeza y cantara sin finura. Al saberse mortal se refugió en el alcohol aunque su espíritu de sobrevivencia aprovechó sus buenas relaciones para integrar el elenco de alguna producción de cine y televisión. Al fin y al cabo ella era el cuarto lugar en un concurso de belleza universal, es decir, un triunfo nuestro, nacional.
En la etapa final, Ana Bertha se halló casi en el anonimato, soportando padecimientos gástricos y dolores en la columna vertebral. Así la pasó recluída en su rancho de Texcoco, en el Estado de México hasta mirar la muerte, a los 79 años, con la cara de una neumonía, el 24 de octubre de 2013. Yo, por mi parte, como sé que somos un México triunfador, de vez en cuando, la vuelvo a ver bailar con “Tin Tan” ese mambo que hizo tan famoso Pedro Infante en Escuela de Vagabundos (1955) mientras mi abuela me hablaba de un gran logro nacional del que debemos estar orgullosos siempre. (“¿Cómo ven a mi paquete?, pregunta “Tin Tan” a “Vitola” y “Borolas” en pleno bailongo mientras ella se contonea, muy orgullosa, de aquella estatua que la blindó para siempre): “Quién será la que me quiera a mí, quién será…”.
Ana Bertha Lepe Jiménez. Conocida como Ana Bertha Lepe. (Tecolotlán, Jalisco, 12 de septiembre de 1934-Cd. de México, 24 de octubre de 2013).

