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miércoles 18 septiembre 2024

¿Atraviesa el sistema parlamentario una crisis?

por Pedro Arturo Aguirre

El sistema parlamentario, aquel donde el gobierno precisa de una mayoría absoluta en el Congreso para poder funcionar y las labores de jefe de Estado y gobierno están divididas entre un presidente (o monarca) y un primer ministro, parece estar en crisis en esta época de derivas personalistas y devaneos autoritarios. Esto no deja de ser es asombroso porque por mucho tiempo ha existido un consenso en torno a la idea de que el sistema parlamentario es relativamente mejor al presidencial por ser menos vulnerable ante las crisis institucionales. Sin embargo, ningún diseño constitucional es infalible. La democracia no es un régimen perfecto y, de hecho, parafraseando a Bryce, es el sistema político más necesitado de estadistas competentes para ser eficaz. En algunos regímenes parlamentarios no falta quienes denuncian la desmesurada influencia del Parlamento y -en algunos casos- cierta tendencia a la inestabilidad gubernamental. En los sistemas presidenciales se habla de los inconvenientes y riesgos de la posibilidad de arribar a un “punto muerto” constitucional en caso de que el parlamento este bajo el control de un partido opuesto al del presidente en funciones. 

Varios distinguidos politólogos (Juan Linz, Arend Lijphart, Arturo Valenzuela) destacan las virtudes del parlamentarismo y lo señalan como el mejor sistema para garantizar estabilidad y representación política equitativa, mientras acusan a la disfuncionalidad del presidencialismo por representar una estructura que dificulta la consolidación democrática. Para estos académicos, las principales desventajas del régimen presidencial son: la personalización del poder, que  condena al sistema político a la parálisis en situaciones de crisis y favorece un patrón de confrontación entre gobierno y oposición, y entre Ejecutivo y Congreso; la existencia de una legitimidad democrática dual de la que están naturalmente revestidos tanto el presidente como los legisladores, al ser todos electos directamente por los ciudadanos, la cual impide establecer una jerarquización clara entre los poderes; la rigidez de los mandatos tanto del presidente como de los legisladores, que hace imposible dirimir eventuales conflictos entre los Poderes mediante un voto de censura o la disolución adelantada de las cámaras; y el prevalecimiento de un “juego de suma cero” en lo concerniente a la conformación de los Poderes Ejecutivos, al que da lugar el triunfo de un determinado candidato presidencial quien, sin importar el margen con el que haya obtenido la victoria en las urnas, se ve posibilitado legalmente de integrar a su gobierno exclusivamente con miembros de su propio partido.

Sin embargo, en estos turbulentos tiempos es el parlamentarismo el sistema más criticado, y ello porque fortalecer al Ejecutivo dándole legitimidad popular directa es una demanda populista típica. En estos días hemos sido testigos de cómo en dos importantes democracias de la Europa meridional, España e Italia, ciertos sectores de la clase política se encuentran indignados por la forma como trabaja el parlamentarismo y buscan formas de limitar sus alcances. Tras la transición democrática España fue gobernada alternativamente por dos partidos: el PSOE y el Partido Popular (PP). Sin embargo, desde 2015, con el ascenso de organizaciones como Podemos, Ciudadanos y Vox la formación de coaliciones de gobierno, desconocida en el país en su historia reciente, es lo común, aunque buena parte del electorado no se acostumbra todavía a ello.

Pedro Sánchez acaba de ser ratificado como presidente del Gobierno por una mayoría parlamentaria: 179 votos a favor, 171 votos en contra, en primera votación. Una larga lista (quizá demasiado larga, es cierto) de partidos políticos apoya al nuevo gobierno, reflejo a fin de cuentas, de una España plural. La tercera legislatura de Sánchez dependerá de los acuerdos del PSOE con el independentismo catalán, empezando por la polémica Ley de Amnistía. Inicia un camino difícil sin garantías de contar con la estabilidad necesaria para afrontar grandes retos sociales y económicos. Pero también es fruto de un resultado que ningún demócrata puede cuestionar: un presidente legítimo, un gobierno legítimo, un parlamento legítimo. No obstante, el método parlamentario es ignorado y parte de la oposición se dice víctima de una especie de “fraude electoral” por no permitírsele al partido que obtuvo el mayor número de votos encabezar al gobierno. En España ya hay quienes demandan se le otorgue en automático un “bono de representación” al partido con más sufragios para permitirle alcanzar la mayoría absoluta (aunque no alcance el 50 por ciento de los votos) y así abrirle la puerta a gobernar en solitario a costa de tergiversar de forma antidemocrática toda lógica de representación política.

Italia es una nación conocida mundialmente por su rotación política. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial el país ha tenido 66 gabinetes en 74 años. En otras palabras, los ejecutivos italianos han estado a cargo un promedio de un año y 12 días. Ahora, el gobierno de Giorgia Meloni presenta un proyecto de reforma constitucional para introducir la elección directa del primer ministro, con lo cual el jefe del gobierno no precisará de contar con la anuencia de una mayoría absoluta en el Parlamento. También se incluye un mandato fijo para el primer ministro de cinco años y una disposición para impedir la formación de gobiernos tecnocráticos al suprimirle al presidente la potestad de elegir a un primer ministro fuera del Parlamento, ello pese a que Italia, literalmente, ha sido salvada al menos cuatro veces por gobiernos encabezados por técnicos: Ciampi, Dini, Monti y Draghi. De último momento la jefa de gobierno suprimió de esta propuesta la idea de otorgarle un “bono de representación” automático para otorgarle el 55 por ciento de los escaños en la Cámara de Diputados al partido más votado en las urnas, sin importar el porcentaje de sufragios recibido en las urnas.

¡El comienzo de la Tercera República! Así califica Meloni a su propuesta, la cual toca el corazón mismo de la Constitución, el equilibrio de poderes, al grado de desfigurarlo. Lo hace obedeciendo al mantra autoritario de fortalecer el Ejecutivo como única forma de “gobernabilidad” al eliminar, de facto, el control del Legislativo. Un “Premierato” (como ya lo llaman los italianos) con un premier omnipotente privado de contrapesos capaces de revertir sus decisiones. Un cheque en blanco quinquenal para incentivar todo tipo de tendencias autoritarias. Pero más que un parlamentarismo ineficaz, lo que experimentan España, Italia y una gran cantidad de democracias más (parlamentarias y presidenciales) es una aguda crisis de representación la cual se origina en el creciente desgaste de los partidos e ideologías tradicionales y en la aparición de nuevos protagonistas prohijados por las demandas de las sociedades contemporáneas. Más que cambios a las Constituciones se necesitan fórmulas más eficaces para lograr acuerdos, y para lograr eso el sistema parlamentario funciona mucho mejor. 

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